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Looking for Paddy (IV): El canal de Corinto y la muerte de Lord Byron

Looking for Paddy (IV): El canal de Corinto y la muerte de Lord Byron

Corinto se encuentra aproximadamente a una hora en coche desde Atenas, es decir, a unos ochenta y tres kilómetros de distancia, más o menos. La modernidad es así; mide, compara, calcula y ejecuta, reduciendo el mundo a un paisaje enmarcado por una pantalla o una ventanilla. Apenas me he alejado de la colina sagrada de Atenea y ya casi estoy llegando a la herida de agua de Poseidón, aunque voy sin prisas porque la carretera, muy tranquila a esta hora, ofrece un paisaje singular con arcenes pespunteados de pequeños  puestecitos donde venden frutas, verduras y botellas de cristal llenas de un líquido transparente, ligeramente espeso y aparentemente inocuo, que las abuelas griegas fabrican en sus cocinas desde hace milenios destinado a apagar  solo la sed de los paisanos, pues si algún turista incauto lo bebiese, correría el riesgo de transmutarse en la Hidra de Lerna.

Durante su viaje a Roumeli, desde una accidentada parada en Ástaco, Paddy evoca el golfo de Corinto en un horizonte indeterminado al otro lado del corredor del mar; un Mediterráneo dentro de otro Mediterráneo, como una matrioska preñada de agua, que Leigh Fermor recorre en un velero cargado de cabras a través del aluvión de islotes de las Echinadas rumbo a Mani con parada obligada en Missolongui, recordando, como contaremos más adelante, la aventura singular de las pantuflas de Lord Byron.

"Con sus más de dos mil doscientos metros, el puente cruza hoy los tres kilómetros del golfo de Corinto"

Unas millas más al este, Fermor alcanzará a vislumbrar el puerto de Patras, en la costa sur, que por entonces no lucía el actual puente de Rion-Antirion, finalizado en 2004, un milagro de ingeniería diseñado para ser la puerta moderna de Occidente. Con sus más de dos mil doscientos metros, el puente cruza hoy los tres kilómetros del golfo de Corinto y su posición estratégica es definitiva, pues está situado en la intersección de dos rutas principales: la autopista Tesalónica entre Patras y Atenas, uniendo estos tres importantes puntos de Grecia, y los puertos de Patras e Igoumenitsa, facilitando la comunicación entre Grecia e Italia.

En la costa norte, al otro lado del puente, se asoma la vieja ciudad de Naupacto. Frente a sus murallas, sus torreones y su ciudadela veneciana, tuvo lugar una de las batallas navales más recordadas de la historia: Lepanto, donde el hermoso y valiente hijo bastardo del emperador Carlos logró su inmortal victoria y nuestro Miguel de Cervantes perdió su brazo, para desgracia de una incipiente carrera militar y gloria eterna de la literatura.

Paddy navegando

"Descubro medio oculta en una estantería baja una larga fila de bustos polvorientos de filósofos y poetas de la Antigüedad"

Junto al canal de Corinto hay un café turístico con un cómodo espacio para estacionar el coche, una agradable terraza y la inevitable y maravillosa tienda de souvenirs: llaveros, imanes de nevera, camisetas, bolsas, sombreros, botellas de ouzo y retsina, esponjas, aceitunas de Kalamata y hasta orégano, pero ni un solo libro, ni siquiera una guía. A punto de salir, descubro medio oculta en una estantería baja una larga fila de bustos polvorientos de filósofos y poetas de la Antigüedad esperando con paciencia isocefálica el capricho del turista. Junto a ellos, un impresionante conjunto en terracota vidriada representa el momento en el que Ulises y los suyos ciegan el único ojo del pobre Polifemo. Realmente es una escultura magnífica, pero mi presupuesto solo da para un busto. Me llevo, sin pensar, a Homero. Al pagar, el dueño me sonríe. “Ha elegido sabiamente”, sentencia con voz de oráculo. “Tenga, llévese esto, le dará suerte. Es el amuleto de Ceres”. Se trata de un hermoso trenzado muy elaborado, hecho con espigas secas de trigo que tejen, desde hace siglos, las mujeres corintias y que me acompañará en este viaje colgado del espejo retrovisor.

Paddy como Lord Byron

Siguiendo las indicaciones del amable tendero, echo a andar por un sendero de tierra en dirección a un pequeño puente de metal con grafitis que parece abandonado, y desde allí me asomo al canal. La modernidad nos ha arrancado gran parte de nuestra capacidad de asombro, pero aquí es imposible no asombrarse. El canal es una cicatriz abierta en el istmo que une el Peloponeso con la Grecia continental ofreciendo un paso privilegiado entre el Egeo y el Mediterráneo a los navegantes que atraviesan este desfiladero mirando hacia arriba, hacia la estrecha franja del cielo, inevitablemente temerosos, durante los casi seis kilómetros que habrán de cruzar flanqueados por las entrañas estriadas de la tierra.

Este canal es un viejo sueño de hace 2.500 años que empeñó a ingenieros, sabios, tiranos y emperadores, pues evitar los cuatrocientos kilómetros de navegación en torno a la península del Peloponeso era ganar tiempo y dinero para los comerciantes. El mismísimo Nerón, tan dado a espectáculos acordes con su megalomanía, recuperó el proyecto trasladándose al lugar para cavar en la dura corteza del istmo hasta llenar una cesta de tierra, jadeando por el esfuerzo bajo el oro de los laureles y la toga púrpura que no consintió quitarse, a modo de inauguración singular. Más de seis mil esclavos trabajaron a las órdenes de los mejores ingenieros del imperio, los cuales trazaron la línea de corte definitiva. La muerte del emperador detuvo las obras, que nadie retomó hasta el siglo XIX, momento cumbre del despertar de la moderna ingeniería. Grecia, finalmente, se abriría en canal de forma oficial el 7 de agosto de 1893.

Puente sobre el golfo de Corinto

Naupacto-Lepanto

Para entonces Corinto ya no era más que restos de mármoles e incipiente arqueología; quién lo iba a decir, la Nueva York de la Antigüedad, umbral entre Oriente y Occidente, cruce de razas, naciones y creencias, Babel de lenguas, Gomorra de vicios, cumbre del más exquisito vino del mundo conocido, reducida a ruinas y peajes navales. Aquella ciudad-estado, a medio camino entre Atenas y Esparta, había sido disputada en su fundación por los dioses más potentes, Helios y Poseidón, y la cosa quedó en tablas, por lo que, según Pausanias, el reparto fue equitativo: la Acrópolis para el sol y el istmo para el mar. El agua dulce de dos hermosos ríos ofrecía frescor, higiene y bebida a la ciudad, y en sus orillas, en la cuna de oro del palacio del rey Glauco, el príncipe Belorofonte nacería destinado a domar a Pegaso y matar a la Quimera.

"Solitario, filósofo y viajero, vuelca en sus epístolas un pensamiento atrevido y desafiante"

Incluso el viajero San Pablo pasó por aquí poco antes que Nerón y, horrorizado por la falta de moralidad de sus gentes, escribió una serie de cartas que se convertirían en valiosas piezas doctrinales y base esencial de la teología posterior. Pablo, ese extraño, no demasiado bien visto en la comunidad de los apóstoles legítimos, autoproclamado apóstol “por la voluntad de Dios”, solitario, filósofo y viajero, vuelca en sus epístolas un pensamiento atrevido y desafiante:

“Mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos…”

Suyas son las palabras que desde hace siglos se repiten, casi ya sin sentido, en la celebración del matrimonio cristiano. Tal vez muchas parejas las escuchen emocionados, sudando dentro de sus trajes de boda, palpándose incrédulos el anillo de oro, y luego las olviden. Los que alguna vez amaron y fueron amados con igual desesperación, incluso sin anillo, no las olvidarán jamás: “El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”.

Conjunto de terracota

Biznieta de Lord Byron

Canal de Corinto

"Puedo, bajo el sol de Corinto, evocar sin esfuerzo aquel día de lluvia torrencial de 1950 en Sussex"

Echada en la barandilla oxidada del puente, trato, como Leigh Fermor, de imaginar el horizonte. En algún punto indeterminado del oeste, a unos doscientos kilómetros desde aquí, enfilando Olimpia Odos, se llega a Missolonghi, tumba de Lord Byron, el poeta amado de Sir Patrick Leigh Fermor. Una ciudad, a ojos de Paddy, transmutada en algo fantasmagórico flotando sobre una laguna de aguas estancadas y malolientes, que despertó en él una extraña sensación de desamparo anfibio. A los pies de sus murallas los griegos lucharon como fieras contra el asedio turco, y allí durante cuatro extraños meses, vivió y agonizó el poeta. “Triste lugar para morir”, sería la sentencia oscura de Fermor al abandonar la ciudad. La causa de su viaje hasta allí tenía, acaso, un poso inicial de idéntica melancolía romántica y arrancaba en un día gris de otoño en Inglaterra, tiempo atrás.

Lord Byron

Puedo, bajo el sol de Corinto, evocar sin esfuerzo aquel día de lluvia torrencial de 1950 en Sussex, y un coche cruzando el sendero embarrado en dirección a la mansión victoriana y decadente que Lady Wentworth, septuagenaria biznieta de Lord Byron, habitaba en soledad, atendida por unos pocos sirvientes. En ese coche, Paddy y su buen amigo Anthony se dirigían a visitar a tan ilustre dama, vieja amiga de los Holland, depositaria de muchos de los recuerdos del bardo inglés. Paddy quedó fascinado por la anciana Judith, heredera de la excentricidad, la fuerza y la desafiante personalidad de su bisabuelo, además de una delicada belleza que Fermor, sensible a esas cosas, había tenido ocasión de comprobar en un retrato de juventud de la joven en el que aparecía representada como “una bella muchacha prerrafaelita de ojos llameantes y sofisticados atavíos árabes”. Para acentuar aún más la admiración de Paddy, la anciana Lady Wentworth los recibió vestida a la moda del siglo XIX con falda larga y unos sobrios medallones de oro colgando del pecho, el pelo de un pardo rojizo, abundante, recogido en la nuca y los mismos fogosos ojos azul acero de la chica del retrato. Manejando un inglés aristocrático, los invitó a seguirla, caminando por los elegantes corredores de la mansión con la agilidad de la amazona que todavía era, silenciosa y flexible, pisando con suavidad las mullidas alfombras medievales con unas deportivas zapatillas blancas de squash. En una habitación en penumbras, atestada de trastos y en claro desuso, Lady Wentworth guardaba, entre una incontable cantidad de objetos revueltos, algunas pertenencias de su bisabuelo. Paddy describe aquella habitación con mirada lampedusiana:

“Percibí con excitación que unas cajas laqueadas estaban rotuladas con tiza o pintura blanca en uno de los laterales: “cartas de Lord Byron” y “cartas de Lady Byron”. Miramos un cajón que contenía la chaqueta de terciopelo greco-albanés de Byron con sus dibujos en oro y mangas anchas. También contenía la funda de terciopelo de su cimitarra y sus canilleras llenas de bordados […]. Hurgamos entre el montón de reliquias durante una hora […]. Hasta que por fin encontró lo que buscaba. Eran unas cartas, fechadas años atrás en Missolongui escritas por un sargento australiano. El griego que le daba alojamiento, explicaba, poseía un par de zapatos que habían pertenecido a Lord Byron y ahora quisiera devolverlos a los descendientes del poeta”.

Amuleto de Corinto

El acuerdo quedó sellado con la intensa mirada azul de la dama y una frase desenvuelta, tendiéndole la carta a Fermor: “Desde luego, al no hablar griego, no he podido hacer nada al respecto”. Paddy asintió, guardando aquel documento singular en el bolsillo interior de su chaqueta. Sin poderlo evitar, ya había comenzado a organizar la aventura de encontrar las pantuflas griegas de Lord Byron con el mismo entusiasmo con el que planeara, veinte años atrás, el secuestro de un general alemán.

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Capítulo I: Atenas. Una habitación con vistas

Capítulo II: Tabernas, amigos y una princesa

Capítulo III: Atenas era una fiesta

Próxima semana: Historia de unas pantuflas por el camino de Teseo

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