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Los archivos del Gran Teatro de Oklahoma (y XIII)

El Gran Teatro de Oklahoma, según Kafka “el teatro más grande del mundo”, albergó en su seno un archivo con centenares de libros prácticamente desconocidos. Los tres escritores que firman esta sección presumen de haber descubierto algunos de esos libros y han decidido dar a conocer breves retazos de los más oscuros, inquietantes y extraños de ellos.

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El libro de las cosas que se hicieron a sí mismas, de Sega Odyaye-Ngolo, París, 2022.

[Sinopsis]

En 2015, el físico sudafricano Makazole Mapimpi terminó una investigación iniciada diez años antes y consistente es descubrir y registrar por todo el mundo unos objetos extraños que, al parecer, se habían hecho a sí mismos. Todo empezó en Zambia, en 2004, cuando en las afueras de Lusaka, la capital, él mismo se topó con un artefacto tan brillante como mate, de forma imposible de definir salvo por aproximaciones, de un tamaño ni grande ni pequeño, de un color como nunca se había visto y cuya utilidad era desconocida para todo el mundo. Nadie sabía para qué servía aquel objeto. Era algo que todos veían, pero que no pertenecía a nadie; nadie lo tocaba, es más, lo evitaban al pasar, lo dejaban de lado y eludían hablar de ello en las conversaciones. Solo se referían a ese objeto cuando un extranjero, como Mapimpi, les interrogaba sobre la identidad y las cualidades del objeto.

Las respuestas eran todas evasivas, inconcretas, imprecisas, y, como mucho, llegaban hasta la incógnita de no saber ni siquiera el nombre que aquello tenía; a lo sumo, los más osados aducían haberlo olvidado, pero mentían. Aquello no tenía nombre alguno. Cuando Mapimpi quiso averiguar cómo se había fabricado y por quién, el alud de ignorancia fue abrumador: no había el menor rastro de su origen. Alguien aventuró que lo trajeron misioneros británicos, otros decían que exploradores portugueses, otros que si trabajadores chinos, otros -los más nacionalistas- que sería obra de antepasados tan ancestrales que no había referencias históricas de ellos. Mapimpi preguntó si tal vez procediera del espacio exterior, tratando de dar crédito a la hipótesis de que fuese un asteroide. Pero enseguida, los lugareños mostraron un desdén indiferente, sin afirmar ni negar esa posibilidad, porque nadie lo había tenido en sus manos ni lo había visto caer del cielo ni emerger de la tierra ni ser movido de un lado a otro. Estaba allí, surgió de sí mismo y no parecía ser orgánico, tampoco mineral, y menos aún gaseoso. Era Ello y Ello era. Punto.

"Al cabo de cierto tiempo, esa curación no llegaba y los que tenían que morir murieron y los que tenían que sanar sanaron, pero en ninguno de los dos casos intervino el objeto, inerte, absurdo, aislado, informe, incoloro e ignoto"

Poco después, buscando alguna información sobre si habría más casos semejantes en otras partes, encontró más objetos de idiosincrasia parecida en diversas ciudades del mundo. Desde Santiago de Chile hasta Christchurch, desde Irkutsk hasta Lesoto, desde Burgos hasta Kosice, desde Laponia hasta Teherán, Mapimpi fue recibiendo noticias acerca de objetos con las mismas características formales que aquello que él vio en Lusaka en 2004. Eran informaciones sin entusiasmo ni misterio ni temor ni alegría, meramente denotativas, sin datos complementarios ni revelaciones que permitieran arrojar nueva luz. Todo lo más, en El Cairo hubo unos médicos crédulos que trataron de adivinar alguna propiedad curativa en el objeto. Acercaron a dicho objeto a enfermos provenientes de hospitales, pero no fueron capaces de trasladar el objeto mismo a los hospitales, como sería lo más lógico. Porque nadie se decidía a cogerlo, ni siquiera se les ocurría hacerlo. Pronto, el objeto aparecido en El Cairo se vio rodeado de centenares de enfermos que buscaban una curación. Al cabo de cierto tiempo, esa curación no llegaba y los que tenían que morir murieron y los que tenían que sanar sanaron, pero en ninguno de los dos casos intervino el objeto, inerte, absurdo, aislado, informe, incoloro e ignoto.

En este libro que el lector tiene en sus manos, Mapimpi registra unos 3.417 objetos de esta naturaleza, repartidos por todo el mundo, ignorados pero conocidos por todos, inutilizados pero a disposición de cualquiera y sin deterioro aparente en la superficie. En su estudio, Mapimpi revela que en algunos casos se han observado una suerte de autorreproducción, pero no sabría decir con exactitud en qué consiste tal procreación. Aquello, lo que fuese, a veces daba visos de crecer sin que cambiara ni de tamaño ni de secreciones añadidas. Tan solo parecía evidente para todo el mundo que la fisiología del objeto —por llamarla algo— iba a más, como si tuviera un mecanismo nunca visto que lo mantenía en un permanente estado de funcionamiento, el que fuera.

***

Mis enemigos, mis amigos, sus mujeres y las mías, de Ray Bastarrica, Madrid, 2023 (avance editorial)

[Contraportada]

Patxi Ablandal, de Portugalete y líder nacional del partido de ultraderecha Vox, engaña a su mujer. Ha conocido a una joven periodista de origen pakistaní y se va con ella a Londres. Escapada de sexo, drogas, lujos y anonimato. Pero se le cruzará un volcán: el islandés Ishfgosfabigdfratomir entra en erupción y se suspende el tráfico aéreo europeo durante siete días. Pero Ablandal lo tiene todo controlado. ¿Todo? Todo… salvo algunas cosas, que diría un amigo gallego suyo del PP. Le había dicho a Montse, su mujer, que iba a dar un mitin en Murcia, cosa de dos días nada más. Y ahora no puede volver… ¿de Murcia? Cuando Montse descubra la verdad de su marido, será demasiado tarde. ¿Votará Montse a Vox nuevamente? ¿Regresará Ablandal con la pakistaní como si tal cosa? ¿Sabrá toda España quién es en realidad Ablandal, el hombre vasco que amaba a España más que a nada en este mundo… salvo algunas cosas? ¿Sabrá España que las mujeres de los políticos heteros de Vox siempre esperan que sus maridos vuelvan de Murcia? ¿Sabrá alguna vez Ablandal dónde estuvo Montse realmente mientras él estaba en Londres suministrando futuros legionarios a los ovarios de la pakistaní? ¿No habrá en los ovarios de Montse futuros cachorrillos de exetarra? Esta novela lo aclara todo. Léanla. Es absorbente.

***

¿Tú me conoces?, de Brandon Lee. World Castle, Pensacola, 2001. Reedición, 2022

De sobra es conocida la pasión de Brandon Lee por Kubrick y, especialmente, por 2001, una odisea del espacio. Tanta que cuando murió el director de cine en 1999, Brandon entró en un silencio voluntario. Dejó de escribir en The New Yorker, abandonó sus clases en la universidad de Oklahoma, excusó su presencia en los festivales comprometidos. Desapareció para el público, para los lectores, para sus amigos. Su familia, que siguió viviendo en Oklahoma, negó saber dónde estaba. Cuando Brandon Lee reapareció un año después, contó que había estado en una cabaña de Abiquiu, en New México, con la única compañía del desierto, porque, según dijo, «necesitaba el luto».

"Sí, también necesitábamos el luto. Solo deseamos que ahora, esté donde esté, Brandon haya encontrado respuesta a su pregunta"

Durante ese año escribió un libro insólito en su carrera, que tiraba por tierra las esperanzas de sus miles de lectores que quizá aguardaban otra novela fulgurante, pero solo recibieron este extraño libro: ¿Tú me conoces?, una sucesión obsesiva y fragmentaria de escenas ambientadas en el final de 2001, Odisea del espacio. El empeño de Brandon Lee fue publicarlo en el año 2001, para lo cual, y dada la naturaleza del libro, no tuvo más remedio que buscar una casa editorial muy diferente de la que había acogido sus libros anteriores.

World Castle apostó por él entonces y ahora, cumplido un año de luto tras la prematura muerte de Brandon, lo vuelve a reeditar como homenaje a nuestro gran autor. Sí, también necesitábamos el luto. Solo deseamos que ahora, esté donde esté, Brandon haya encontrado respuesta a su pregunta.

Quizá el lector desconozca que el año de nacimiento de Brandon Lee coincidía con la fecha de la película de Kubrick. Y que los dos murieron de infarto de miocardio.

*

1968

Mi último recuerdo es un sofá y el final de la película, cuando el astronauta llega a la extraña casa y al zumbido, después de haber cruzado la atmósfera del planeta donde orbitan monolitos.

—Cuidado si al dormirte ves una última escena —oigo que dice alguien.

Pero no hay nadie. Solo las paredes del color y de la textura de los frigoríficos blancos. Las paredes son las que zumban, y parece que las paredes van a abrirse.

—Cuidado si abres las paredes, podrías verte en plástico o en bandeja —dice alguien.

Me acerco hacia la voz.

Tal y como esperaba, cruzo una habitación con una cama enorme y vacía, y me encuentro una mesa con viandas que brillan como los platos de plástico que muestran los restaurantes en Tokio.

Toco un arroz de plástico, y mis dedos se manchan de almidón.

—No necesitas alimentos —dice alguien—, necesitas una moneda de hierro.

Hurgo en mis bolsillos. Tal y como esperaba, cruzo otra habitación vacía. Tal y como esperaba, en mi bolsillo hay una moneda de cobre. De cobre. No de hierro.

Llego a otra estancia. Veo a un hombre dormido debajo de un cuadro.

Lo sacudo del brazo. Noto en la mano la tela áspera de su túnica.

—No me despiertes —dice.

—¿Tú me conoces? —le pregunto.

***

Libro de las ausencias y los vacíos, de Uki.

Uki, seudónimo de Jerónima Castillo Funes, es una joven escritora muradense que tenía diecisiete años en el momento en que se publicó su Libro de las ausencias y los vacíos.

Copiamos algunos párrafos de este curioso volumen, a mitad entre la narración y el poema. Muchos de los textos producen curiosas evocaciones que provienen, quizá, de las lecturas de clase que Uki tanto aborrecía. El pesimismo es desolador.

34

Soñé que tú me quemabas
Por una oscura vereda
En medio del campo yerto
En el horror de las sierras
Hacia los montes azules
Colmados de calaveras.

78

La mendiga está enferma… ¿Qué tendrá la mendiga?
Los suspiros se escapan de su boca de hormiga,
Que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
La mendiga esta pálida en su catre versátil,
Está mudo el teclado de su roto portátil
Y su hedor es tan grande que desmaya a una flor.

235

Negro que te quiero negro,
Negro viento, negras ramas.
El feto sobre la mar
Y el caballo en la sardina.

467

Volverán las grisáceas gallinas
En tu balcón sus huevos a empollar,
Y otra vez con el pico tus cristales
Jugando romperán.
Pero aquellas que el cacareo apagaban
Tu lujuria y mi picha al contemplar,
Aquellas que insultaron nuestros nombres,
Esas… ¡no volverán!

487

Caminante no hay camino
Se hace camino al andar.
Al andar se hace camino
Y al ponerse a cocinar
Se usa, entre otros especias,
Comino, pimienta y sal.
Caminante, no hay comino
Sino estelas en el mar.

***

La leyenda del monasterio perdido, de Arda Redak

Esta novelita pertenece a ese género tan fácil de despreciar, y tantas veces despreciado, que podemos describir como “filosofía para almas simples”, dentro del cual también podríamos incluir, seguramente, libros como El pequeño príncipe, Juan Salvador Gaviota, Siddharta o Los ojos del hermano eterno. Tuvo un cierto éxito a principios de los noventa y luego cayó en el olvido. Nadie sabe quién se esconde bajo el nombre “Arda Redak”. Este es el principio.

Hace ya algunos años, existía en Estambul un callejón conocido como “el callejón de los suspiros”. Nunca supe cuál era el origen del nombre, pero resultaba muy adecuado para este pequeño callejón. Es cierto que nunca vi a nadie por allí suspirando, y que el lugar en sí tampoco resultaba especialmente romántico. Los conductores de asnos solían detenerse en la fuente pública que había cerca de la entrada, y el lugar olía siempre como un muladar. También era un lugar favorito para los perros del barrio, ya que todo esto sucedía muchos años antes de que todos los perros callejeros de Estambul fueran capturados y llevados a morir a una isla en el Bósforo. El callejón de los Suspiros corría por espacio de treinta o cuarenta metros, rodeado por las paredes continuas de los edificios adyacentes y cerrado al fondo por un alto muro almenado de más de siete metros de altura. Era este muro, precisamente, lo que hacía del callejón un lugar tan especial.

Era un muro de sillería, compuesto por grandes bloques de piedra sólidamente encajados entre sí. Por encima de las almenas se veían las copas de los árboles de un jardín: una palmera, una higuera, un ciruelo. No parecían árboles muy grandes, por lo que, seguramente, el suelo de aquel jardín debía de estar cuatro o cinco metros por encima del nivel de la calle, y el muro debió de construirse para contener la tierra.

En la parte baja de la pared, al fondo del callejón, había en tiempos una ventanita cubierta con una celosía de piedra, o quizá de mármol. Era esa ventanita la que me hace recorrer una y otra vez las calles del viejo barrio con la esperanza de volver a encontrar el callejón de los Suspiros y poder así acercarme a ella. Era esa ventanita la que convertía al callejón en el centro del mundo. Quizá era esa ventanita la razón de que aquella callejuela maloliente donde orinaban los burros se llamara “El callejón de los Suspiros”.

La ventana estaba, como digo, cubierta con una celosía de piedra labrada, y los postigos de madera se abrían, cómo es lógico, hacia adentro. Y esto es lo que sucedía: todas las tardes, cuando las sombras comenzaban a alargarse, la ventanita del callejón se abría, y permanecía abierta hasta poco antes de la puesta del sol. No vi ni una sola vez que se abriera antes, ni que se cerrara más tarde. Algunas veces la ventanita permanecía abierta toda la tarde sin que nadie se acercara a ella, pero el escriba invisible que aguardaba al otro lado no por eso la cerraba antes. En otras ocasiones había tanta gente esperando frente a la ventanita que la hilera llegaba hasta la fuente donde bebían los asnos, pero la ventanita se cerraba de todas formas a la misma hora, y los que no habían logrado llegar a ella se dispersaban silenciosamente para volver a intentarlo al día siguiente. Nadie se quedaba allí una vez cerrada la ventana, así era la costumbre. Nadie merodeaba nunca por el Callejón de los Suspiros. Los que se acercaban a la ventanita no deseaban que su presencia fuera notada.

En un par de ocasiones, la ventanita se abrió en mitad de la noche, revelando al otro lado de la celosía la luz oscilante de una vela, pero tales acontecimientos no eran comunes. Una vez entró en el callejón un palanquín tirado por dos mulas, del cual descendieron un hombre y una mujer ricamente vestidos y cubiertos, ambos con velos, pero tales acontecimientos no eran comunes. Un día llegó hasta la ventana una mujer con tres niños pequeños, dos de ellos agarrados a sus faldas y el tercero tan pequeño que tenía que llevarlo en brazos, pero por lo general eran sólo adultos los que se acercaban a la ventanita, y por lo general siempre iban solos, hombres o mujeres, jóvenes o viejos, aunque raramente eran muy jóvenes. Alguna vez llegaban adolescentes, o incluso parejas muy jóvenes, pero tales acontecimientos no eran comunes. Una tarde también me acerqué yo a la ventanita del callejón de los Suspiros. Y una tarde, te acercaste tú.

Es posible que ahora no lo recuerdes, pero créeme, si sigues leyendo lo recordarás.

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