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Los colores de la música

La tarde transcurría apaciblemente en el confortable interior de las habitaciones del 221 B de Baker Street. En el exterior por el contrario la furia de los elementos estaba desatada. Watson escribía tranquilamente en la silla dotada de dos amplios apoyabrazos  que había encontrado en el desván de la señora Hudson. Por el contrario, Holmes fumaba pipa tras pipa y leía con mucha atención un buen número de ejemplares del Strand Magazine atrasados, mientras Watson lo observaba con suspicacia, por el rabillo del ojo, esperando que de un momento a otro llegaran las ácidas críticas como siempre solía suceder.

—Mi querido amigo Watson —dijo por fin el detective— sigue usted empeñado en darles un tonillo novelesco y hasta romántico a sus historietas del Strand olvidándose por completo de los aspectos científicos y de la capacidad de deducción y observación que contienen. Le recuerdo que son como una asignatura para impartir clases en las escuelas de criminología. Como usted no ignorará la semana pasada recibí felicitaciones de François le Villard quien ha saltado recientemente a la primera fila de los investigadores franceses.

—Y yo le recuerdo Holmes —susurró Watson sin levantar los ojos de su escritura— que cada año suben mis tarifas por relato publicado en el Strand y todo ese dinero va a incrementar el saldo de la cuenta corriente que mantenemos en común. El que me saque de la manga algún detalle menor que entusiasme al público no debe molestarle pues nuestro acuerdo funciona a las mil maravillas y nuestras finanzas están notoriamente saneadas.

—Hum… —murmuró Holmes—, a los ojos de los lectores soy una especie de drogadicto empedernido. Se hace preciso explicar adecuadamente que cuando no tengo problemas que resolver y para que no se marchite mi cerebro me inyecto una pequeña solución de cocaína rebajada al siete por ciento que luego usted vuelve a manipular hasta que se queda convertida en una solución al cinco por ciento. Es más, hasta creo que la señora Hudson interviene en este proceso desnaturalizante.

"Thomas De Quincey durante la mayor parte de su vida estuvo ingiriendo láudano en beneficio de su obra literaria, en beneficio de su estómago y en beneficio de sus muelas."

—Y todo ello ha quedado bien claro en mis escritos —respondió Watson—. Sólo en dos ocasiones me he permitido citar esa adicción suya clara y directamente, en Escándalo en Bohemia y en El signo de los cuatro. Circunstancia que lamento profundamente pues me considero responsable de su salud física y mental y me daría una gran alegría  si abandonara esas prácticas tan deplorables que no hacen más que consumir su salud.

—Mi querido amigo —intervino Holmes—, le sugiero, creo que por segunda vez, que lea la historia novelada de Thomas De Quincey, uno de los mejores prosistas en lengua inglesa, quien durante la mayor parte de su vida estuvo ingiriendo láudano en beneficio de su obra literaria, en beneficio de su estómago y en beneficio de sus muelas. Le pongo este ejemplo porque para De Quincey el opio fue únicamente un vehículo, una simple herramienta para sacar el máximo provecho de su imaginación en beneficio de la literatura. Usted bien sabe que cada vez que cualquiera de los detectives de Scotland Yard se encuentra desorientado en un caso difícil me traslada a mí el problema y yo me siento en la ineludible obligación de prestarle la mejor ayuda de la que dispongo. Y el precio que tengo que pagar por esa colaboración, totalmente desinteresada, es mantener mi cerebro engrasado y en inmejorables condiciones de funcionamiento. El libro que le acabo de citar se lo regalé a su esposa Constance y  ella lo guarda en un lugar privilegiado de su biblioteca.

Ante aquel pequeño discurso, no le quedó más remedio a Watson que plegar velas y seguir con su relato. Ya que pensó que los fines de su amigo eran de alguna manera altruistas. Pero de improviso se acordó de un detalle que nada tenía que ver con esa ayuda desinteresada que él aducía.

"No concibo escuchar el violín de Sarasate sin ver cómo se proyectan en mi cerebro los maravillosos colores de su música."

—Holmes, perdone que insista, pero en alguna ocasión he observado que usted se inyecta cocaína antes de acudir a un concierto de Sarasate y para eso no tiene una justificación válida.

—Ahí me ha pillado, Watson, pero le doy mi palabra de honor de no reincidir, la única explicación posible es que no concibo escuchar el violín de Sarasate sin ver cómo se proyectan en mi cerebro los maravillosos colores de su música. ¿O acaso ignoraba usted, mi querido amigo, que la música tiene multitud de colores inimaginables que no se contemplan en el Arco Iris?

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