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Los fantasmas de Europa, por César Antonio Molina

Europa, ¿otoño o primavera? es el nuevo libro de Zenda. Un ensayo en el cual diplomáticos, periodistas, profesores, estudiosos, científicos e historiadores han expresado sus puntos de vista acerca de Europa. 

A continuación reproducimos ‘Los fantasmas de Europa’, el texto escrito por César Antonio Molina para esta obra.

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La primera vez que escuché pronunciar, con peso, la palabra Europa fue en el colegio. No en una clase de historia sino en otra de dibujo. Corrían los años sesenta del pasado siglo y nuestro profesor, un acuarelista excepcional llamado Mariano García Patiño, ante las estrepitosas estampidas que se producían al final de las clases, antes de la comida, se le ocurrió decirnos que abandonáramos el aula no como españoles sino como europeos. Y a esta palabra le daba mucho énfasis. Al principio, semejante reflexión hizo mella en nosotros, aunque no teníamos claro qué diferencia había entre unos y otros. Todos percibíamos que aquellos a quienes, dada nuestra juventud, todavía no habíamos podido conocer, eran mejores que nosotros. Por tanto, uno de nuestros empeños futuros sería, al menos, equipararnos a ellos. Por otro lado, mi preuniversitario en La Coruña lo hice en el por aquel entonces denominado Instituto masculino que hoy lleva el nombre de Salvador de Madariaga. En nuestra ciudad había nacido, nada menos, que uno de los más grandes europeístas del siglo XX. Uno de los primeros premios Carlomagno, cuyo busto, al lado de los de Churchill, Adenauer, De Gaspari o Schuman, preside en Estrasburgo el Palacio de Europa, sede del Consejo de Europa y del Parlamento Europeo. ¿Acaso Madariaga no se merecería tener una copia de ese mismo busto en nuestro Congreso de los Diputados? ¿Acaso ese vacío no es una triste muestra de lo poco que aún sigue interesando a nuestros políticos Europa?

Madariaga, que lo fue todo durante la Segunda República, había sido uno de los principales ideólogos para la construcción europea tras el final de la Primera Guerra Mundial. Tan solo enumerar sus cargos y representaciones nos llevaría a finalizar muy pronto este texto. Sin embargo, recordaré que fue delegado permanente del Gobierno de la República ante la Sociedad de Naciones en Ginebra; así como, siendo uno de los responsables del Movimiento Europeo, promovió la creación del Consejo de Europa (1949), la firma de la Convención Europea de los Derechos del Hombre (1950), y la constitución de la Comunidad Económica Europea (Tratado de Roma, 1957). Madariaga fue además fundador y primer Presidente del Colegio de Europa en Brujas.

Cuando en el año 1976 regresó de su largo exilio a España y leyó su demorado discurso de ingreso en la Real Academia Española, viajó inmediatamente a Galicia y a su ciudad natal. Entonces fue cuando lo conocí pues yo estaba comenzando mi carrera periodística después de acabar mis estudios de Derecho en la Universidad de Santiago. Entre las muchas cosas que le escuché comentar en aquellos luminosos días, una de ellas fue la decidida exaltación de la reconciliación entre españoles. La misma que iba a llevar a cabo la democracia que, por aquellas mismas fechas, se ponía en una dificultosa marcha. “Los españoles que antaño escogimos la libertad perdiendo la tierra y los que escogimos la tierra perdiendo la libertad, nos hemos reunido para otear el camino que nos lleve juntos a la tierra y a la libertad”, dijo el autor de Ingleses, franceses, españoles. Y eso fue lo que se hizo. ¿Qué más autoridad probada que la suya? Hay que repetirlo una vez más porque España sigue siendo ingrata con él. Madariaga fue nuestro primer político europeo, a la misma altura que los cuatro anteriormente citados. Pero, por si esto fuera poco, es además uno de nuestros grandes escritores en una gran multiplicidad de géneros. Su biografía y bibliografía es inmensa.

Un día, cuando nuestro compatriota se dirigió en inglés a la asamblea de la Sociedad de Naciones, el que más tarde sería primer ministro inglés y en aquellos momentos de 1931 era subsecretario del Foreign Office, comentó: “Me sorprende que un español pronuncie sus discursos en un inglés tan perfecto”. Afortunadamente, esto hace tiempo que lo hemos superado. Ambos fueron grandes amigos. Por lo tanto, nuestra presencia en Europa está avalada por uno de sus padres más queridos y admirados. Madariaga no surge de la nada, sino que sigue la gran tradición de Francisco de Vitoria y los grandes juristas españoles del siglo XVI. Pero ya antes, Raimundo Lulio había hablado de la necesidad de reunir una asamblea de naciones para que trataran de resolver los problemas internacionales. Alfonso Soto, Gabriel Vázquez, el dominico Vitoria y el jesuita Suárez y otros teólogos y humanistas del siglo XVI, debido al descubrimiento de América, crearon el derecho de gentes, la doctrina de la interdependencia entre las naciones y la idea del arbitraje obligatorio. Francisco de Vitoria fue el verdadero fundador del derecho internacional y se adelantó a Hugo Grocio. ¿Dónde se explica todo esto a nuestros bachilleres? En ningún sitio. España está en Europa porque no sólo físicamente pertenece a ella, sino porque intelectualmente ha contribuido de manera decisiva en su formación teórica y luego pragmática. ¿Por qué todavía los españoles seguimos con un complejo de inferioridad y frialdad hacia algo que nos pertenece como propio?

Madariaga llamó necios a aquellos que consideraban la Unión Europea como un peligro para el genio particular de cada nación. “Un genio evoluciona, lo cual prueba su vitalidad, pero no sabría desaparecer. Ser europeo es también amar a la patria de los otros, teniendo una preferencia confesable por la propia”, escribió. Durante su estancia en La Coruña aparecieron estas declaraciones que le hizo a Francisco Pillado, en aquellos años director de La Voz de Galicia. “La situación geopolítica de España y el carácter localista de los españoles son tales que, a mi ver, ha llegado el momento de darse cuenta de que no podemos seguir viviendo políticamente y pacíficamente bajo una constitución unificada. Creo que, en España, los caracteres regionales son muy fuertes. En ningún país ocurre eso. Por ejemplo, en Francia, no hay ningún “país” que difiera de otro como difiere el gallego, por ejemplo, del andaluz o del catalán. De modo que, en España, gozamos de esa capacidad de diversidad de caracteres que hace que cada país, como yo los llamo, tenga su aroma especial y, por consiguiente, su deseo de gobernarse según sus propias leyes. Creo, pues, que lo normal y natural es que seamos federalistas”. El actual estado autonómico yo estoy seguro de que hubiera sorprendido a Madariaga pues está a la altura de su idea federal o incluso en muchos aspectos la superaría. Han pasado casi 45 años desde estas declaraciones y las que añado a continuación: “Debo reconocer que en los españoles hay una tendencia hacia el extremismo, y hay en el federalismo el extremismo del separatismo. Y esto es lo que hay que combatir. Hay que combatirlo con hechos”. Madariaga apostaba por dar a los municipios un poder casi soberano. Dos de sus más grandes amigos y Premios Nobel, Saint-John Perse y Camus, ensalzaron su vida y su grandeza. El primero escribió que “la inteligencia crepitaba en él como la sal, se orienta mágicamente como limaduras de hierro en un campo magnético”. El otro lo calificó como “gentilhombre de las letras” y se felicitó por ser su contemporáneo.

Uno de los grandes problemas de Europa es el desconocimiento de su propia historia común desde la antigüedad. Todavía no hay un libro de geografía ni de historia de Europa que se enseñe en todas las escuelas de nuestro continente. Tampoco hay otras asignaturas para ser compartidas por nuestros estudiantes, sobre todo las referidas a las humanidades. La educación es básica en el futuro, y sin ella la unidad política y económica estará cuarteada. Europa, con sus grandes altibajos, se ha desarrollado casi al unísono. No así en su educación y formación común. Las cuestiones locales no han dejado de superponerse a las esenciales y generales. Europa tuvo grandes enemigos y, unas veces (quizás las menos), ha acudido toda ella en su propio auxilio, o se abandonó al destino, por ejemplo, o a la abulia a la hora de rechazar conjuntamente el avance otomano que llegó hasta las puertas de Viena. Y ya, contemporáneamente, el haber cedido a la URSS gran parte de su territorio central, hoy felizmente recuperado. Europa ha sufrido muchas invasiones, guerras sin fin y enemigos encarnizados. El principal de todos ha sido ella misma. Dicen (lo escribió el famoso periodista y polemista austríaco, maestro del aforismo, Karl Kraus) que los Balcanes producen más historia de la que pueden digerir. En realidad es Europa la industria matriz. Una creadora de conflictos que, en la mayor parte de los casos, ella misma ha padecido. Europa ha sido la cuna del mundo civilizado y lo sigue siendo, con permiso de las grandes civilizaciones anteriores, a los griegos y latinos de los que somos deudores y a las que siempre hemos rendido pleitesía. El eje se ha trasladado a los EEUU que son los herederos y prolongación renovada de nosotros mismos.

Quienes nacimos en la segunda mitad del siglo XX, en medio de un período de calma y prosperidad, en medio de una gran tregua que duró otro medio siglo más y la mayor parte de estos años del presente siglo XXI, pensamos quizás ingenuamente que la paz ya iba a formar parte indestructible de nuestras vidas y las nuevas generaciones por venir. Pero como ya estamos viendo muy crudamente, no es así. La guerra fratricida en la ex Yugoeslavia nos avisó y nos previno que el fuego no estaba del todo apagado. En la actualidad, la guerra de Ucrania nos ofrece un síntoma de enfermedad grave en nuestras sociedades. La guerra de Ucrania nos vuelve a enfrentar con la parte más díscola de nuestro continente: Rusia. Una Rusia que no sabe o se niega a aplicar la democracia a sus formas de gobierno. Vivió la dictadura de los zares, luego la del comunismo y ahora la autocracia de Putin, un régimen populista que mezcla la extrema derecha e izquierda según le convenga. La Europa dormida plácidamente en sus laureles ha tenido que despertar alarmada y con preocupación. Tras los dos gravísimos conflictos mundiales de la primera mitad del siglo pasado, con millones de muertos que avergüenzan al ser humano, vimos como todo un continente trabajaba al unísono en paz, consiguiendo un progreso económico inusitado. Con todo y eso, durante la última posguerra mundial, convivimos con la Guerra Fría entre ambos bloques, así como con las traumáticas descolonizaciones. El desarrollo y auge económico ayudó a dar los primeros pasos a la unidad oficial de la Comunidad Europea. También fue muy importante repensar la cultura después de Auschwitz. Las nuevas generaciones de europeos iniciaron sus protestas y se avanzó en el cambio de los caducos valores sociales. Mientras tanto, la URSS y sus satélites del Telón de Acero eran un intramundo dantesco. Quienes durante años habían sufrido el infierno del nazismo, tuvieron que padecer muchas décadas más los horrores del comunismo. Pero de nuevo Europa logró liberar todos sus territorios ocupados sin derramar una gota de sangre, los volvió a la democracia y Alemania se reunificó gracias a Gorbachov y Kohl. La caída del Muro de Berlín fue el mayor símbolo de un nuevo mundo libre y en paz. No ha sido así del todo. La incipiente democracia fracasó en Rusia y esa parte tan importante de Europa, en principio, colisionó consigo misma y, luego, con el resto del continente. Y en esas nos encontramos.

Creímos que Europa había superado la xenofobia, el racismo, los extremismos de derechas y de izquierdas, pero no fue así. Los viejos fantasmas malignos de Europa han resucitado con inusitada fuerza y, como escribió el gran filósofo polaco Bauman en su último libro titulado Retrotopía, hemos regresado a los años treinta del pasado siglo. ¡La década que preparó la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto! Europa, a finales de los años cuarenta, había reiniciado su camino bajo la amenaza del Telón de Acero y el temor nuclear. Inmediatamente su desarrollo económico le ganó al estatismo estalinista. Los coches, los alimentos, los electrodomésticos, la ropa, la vivienda, la sanidad, el Estado de bienestar, el consumo, la libertad de los medios de comunicación, las nuevas tecnologías, constituyeron un signo de victoria de la Europa libre frente a la Europa esclavizada. Sin embargo, aún durante varios años se prolongó el racismo, aún sobreviviente, la pena de muerte abolida, las persecuciones por cuestiones sexuales, y la desigualdad femenina hoy ya casi extinta. Alemania, en los primeros tiempos, apoyada por el Plan Marshall norteamericano, fue el motor de Europa y lo sigue siendo aunque con mayores dificultades. Mientras que la Europa occidental se iba haciendo tolerante, pacífica, progresista e internacionalista, la oriental no evolucionó así. Hoy, el contagio democrático ha llegado a todos los países de la Europa central, con muchas de estas naciones incorporadas ya a la UE, excepto Rusia que dio un paso atrás gigantesco. Y no solo ella fue culpable. Europa debería haber sido más comprensiva y cooperadora con el mundo postsoviético y buscar vías de entendimiento, complicidad y colaboración. No fue así, o no fue con la intensidad que era precisa. De ahí ese sentido de humillación con la que ha vivido estos últimos años y que ha dado lugar a uno de los dictadores más crueles y asesinos. Sí, Europa se ha equivocado muchas veces y esta equivocación ahora la empezamos a pagar, y es muy compleja la solución. Porque no me cansaré de repetir que Rusia es, y ha sido siempre, Europa. Recordemos la historia, el arte, la música, el cine y la literatura. ¿Qué seríamos sin la cultura rusa? Rusia es Europa, pero no se la trató bien o como debía haber sido tratada. Y por si no fuera poco esto, Gran Bretaña es otro hermano díscolo. Su orgullo crepuscular la ha llevado a separarse de la UE. Y por mucha segregación que haya llevado a cabo, pocos países tan europeos como los ingleses-galeses-escoceses e irlandeses del norte. Desde la romanización, su lengua común así lo atestigua. Gran Bretaña ha intervenido en todos los conflictos europeos; ha sido a veces aliada y a veces enemiga, pero siempre ha estado presente. No puede negar su hermandad. ¿Cuántos jóvenes británicos murieron en las dos primeras guerras mundiales luchando por la libertad del continente y por la suya propia? Gran Bretaña, lo quiera o no, es Europa, parte esencial de la misma.

La prosperidad creciente de Europa se mantuvo desde los años cincuenta hasta incluso avanzados los setenta, cuando se produjo la crisis del petróleo. Aun así, la economía europea ha resistido bien con las monedas locales y hoy ya con el extendido euro. Los ideales por los que, en el año 1948, en la Haya, se inició la unión política, económica, monetaria y militar, siguen incólumes. Las ilusiones de Schuman, Monnet, Adenauer, De Gaspari, Mollet y nuestro Madariaga. Pero también los peligros han crecido mientras tanto. Al conflicto con Rusia se ha unido esa presencia ya insoslayable de China y otros grandes países en vías de desarrollo como, por ejemplo, India. Los EEUU no atraviesan su mejor momento, incluso en algunos medios de comunicación se ha hablado de un nuevo conflicto civil. Creo que esto último es un poco exagerado, pero la situación no es buena. Trump lo destrozó casi todo, destrozó la democracia; mientras que Biden, con buena voluntad y con un no muy buen equipo de gobierno, ha estado tratando de recuperar el prestigio nacional e internacional perdido. Los EEUU no pueden caer, con ellos desapareceríamos todos nosotros. Pero también Europa debe ser cada vez más responsable de sí misma, se debe implicar más en esa gobernanza del mundo. Europa fue una carga, buena, pero al fin y al cabo una carga, para los EEUU. Hoy ya no debería ser así. Y la OTAN es un buen ejemplo. Europa debe saber defenderse a sí misma y disponer de los medios necesarios, no volver a tener que dejar en manos de nuestros aliados nuestro destino y libertad. Ucrania, como Rusia, es también Europa. La Ucrania agredida por Putin debe ser defendida por Europa, que es el mayor implicado geográficamente. Incluso Alemania debe olvidarse de su pasado militarista, y rearmarse para defender la democracia y la libertad de todos. Todo esto es triste e inesperado, pero lo cierto es que es así.

¿Cuáles, entre otros muchos, son los problemas más destacados de Europa? En primer lugar la guerra contra Rusia. No contra el pueblo ruso, sino contra su tirano. La gente no se da cuenta de que Europa está en guerra. Y esta guerra, como ya he comentado antes, no se producía desde la Segunda Guerra Mundial, descontando la guerra civil de la ex Yugoeslavia. Siempre se priorizó una unión económica y política, algo fundamental; pero se relegó la importancia de la educación y la cultura. Hasta ahora la autoridad de Bruselas ha sido frágil y condescendiente con los poderes locales que como, por ejemplo, ahora en Polonia o en Hungría están al borde de dejar de ser democráticos. Lo que hoy se denomina como iliberales, es decir, autoritarios. Europa debe estar alerta porque no debe permitir ninguna excepción. En el año 2019, el Parlamento Europeo igualó oficialmente los “asesinatos en masa, genocidios y deportaciones” de los regímenes nazi y soviético del pasado siglo.

La burocracia es otro de los graves problemas. Muchas veces va unida a la corrupción. No se deberían superponer a las burocracias locales otras del gobierno de la UE. Este último tendría que ser el único. Por ejemplo, debería existir un ejército común, una diplomacia común, un sistema jurídico común, una economía centralizada y así un largo etcétera. Las leyes comunitarias deberían estar por encima de las locales y cumplirse. No ser, como en la mayoría de los casos, simples sugerencias. Europa es ya nuestra patria común y debemos entenderla como tal. Los infantilismos británicos del Brexit no conducen a nada. Hoy en día, Gran Bretaña sin Europa, los EEUU o incluso Canadá, no es nada. Su tiempo pasó, y hoy es el tiempo de colaborar. ¿Cómo enfrentarnos a los miles de millones de chinos, indios y asiáticos en general? Y la palabra “enfrentar” no la utilizo en un sentido bélico, sino en la competencia económica. La ingente burocracia europea y la fama de sus grandes sueldos es un arma importantísima para los antieuropeos. Es decir, la extrema derecha y la extrema izquierda, más los populismos añadidos.

A pesar de que el terrorismo de otras épocas representado por la banda Baader Meinhof, las Brigadas Rojas, el IRA o la ETA, han sido “erradicadas”, al menos por ahora, tienen sustitutos en los yihadistas. Estos asesinos han llevado a cabo atentados en masa contra civiles inocentes. Tantos asesinatos o más y, sobre todo, más crueles que los de nuestros viejos terroristas. Este movimiento no solo ataca a las personas, sino también a nuestra libertad y civilización. Además es el origen de los grandes conflictos con los inmigrantes, sobre todo aquellos de origen musulmán. Son, a la vez, el aliento de la extrema derecha. En nuestros países, laicos o no confesionales, no se puede permitir la práctica de las leyes religiosas que nos remontan a la Edad Media, queriéndose imponer a nuestras normas democráticas. Este es un asunto muy delicado y complejo. Y es la Unión Europea quien debe tomar las decisiones cruciales para resolver estos conflictos de plena y permanente actualidad. La Unión Europea no debe dejar únicamente estos asuntos en manos de los países que se vean más afectados. El problema le corresponde a toda Europa y debe ser resuelto por ella misma en su conjunto.

Otro de los graves asuntos europeos surge de los populismos de derechas e izquierdas que otorgan vida renovada a los totalitarismos del pasado siglo. En Europa también está creciendo la autocracia que se cuela a través de los débiles sistemas parlamentarios. Y, además, en tiempos sumamente difíciles como los presentes, es más fácil reclamar un líder carismático y fuerte, para que ponga orden a la corrupción y otras indigencias que a menudo las democracias cansadas no son capaces de controlar. Y ya sabemos en qué devienen estos salvadores de las patrias. Y entre todos estos populismos la mayor gravedad la veo en los nacionalismos locales que promueven una independencia utópica utilizando formas violentas, racistas, fascistas y dictatoriales. No hay ningún país del mundo que sea homogéneo y Europa disfruta de una gran riqueza plural. Lenguas, culturas y creencias han convivido en paz, y en conflictos aparentemente ya superados a lo largo de los siglos. Toda esta amalgama ha conformado nuestros Estados actuales. Tratar de disgregarlos es de una irresponsabilidad enorme, pero eso es lo que les conviene a nuestros enemigos: un continente de pequeños e insignificantes países, peleados entre ellos mismos y satélites de otros Estados más poderosos y ajenos a nuestro continente. En España este asunto lo sufrimos con el independentismo catalán y el vasco.

Uno de los grandes estudiosos del siglo XX europeo es Ian Kershaw, autor de Descenso a los infiernos. Europa 1914-1949 y Ascenso y crisis. Europa 1950-2017. En este último volumen le da una reprimenda a Tony Judt por haber escrito, alegremente, que el nacionalismo, en nuestro territorio, se había esfumado para siempre. Craso error. Yo estoy con Kershaw. El nacionalismo, como la historia enseña, es una permanente amenaza y el peligro más grande en el mundo. Una de las labores fundamentales de Bruselas tiene que ser el impedir su desarrollo. Por este motivo, el juicio contra los sublevados catalanes que se llevó a cabo en el Tribunal Supremo, en Madrid, no fue solo un juicio español, sino europeo. Un juicio a favor de Europa y contra su disgregación. Cosa que le encantaría a Putin quien, según parece, colaboró con estos insurgentes y ha estado detrás de otras muchas manipulaciones electorales en otros países. La nación identitaria está ligada al suelo, a una sociedad cerrada y patrimonializada; mientras que el Estado alberga a ciudadanos en una sociedad abierta, protegida por la ley, ordenada y pacífica. La nación que promueve el independentismo quiere tomar el Estado como una empresa de poder, agresiva y expansiva. El nacionalismo siempre es una forma de totalitarismo. Quienes sufrieron el nazismo y el comunismo creyeron en la reconstrucción de una Europa fuerte y no aislacionista, capaz de moderar el Este y el Oeste. El juicio que derivó de los sucesos independentistas fue en defensa de un sistema político democrático español y europeo. Dar razones a los destructores de Europa sería un suicidio. Deberían recordar las actuales democracias europeas lo que pasó por no acudir en auxilio de nuestra Segunda República. Aquel campo de entrenamiento de los extremismos de derechas e izquierdas puede ser hoy el beneficio de la duda contra quienes intentan derrumbar la paz, el desarrollo y la concordia en la que hemos vivido en el continente durante décadas. La democracia debe combatir el adoctrinamiento y el fanatismo. ¿No es acaso violencia imponer a los jóvenes doctrinas unilaterales y absolutamente falsas? ¿No es acaso violencia la propaganda antidemocrática? ¿No es acaso violencia el insulto reiterado proferido a través de los medios de comunicación audiovisuales contra el resto de los españoles o europeos? ¿No es acaso violencia recorrer medio mundo denigrando a sus compatriotas, tanto españoles como europeos? Los nacionalismos destruyen la comprensión que se basa en el conocimiento, y el conocimiento no puede avanzar sin una articulada comprensión previa que denuncie las formas totalitarias del independentismo. El independentismo ha decidido que nuestra lucha contra él es una lucha contra la libertad, entendida a su manera y conveniencia. Otras formas de gobierno han negado la libertad, pero no de forma tan radical como los totalitarismos nacionalistas. Kant, cuya efigie hoy los nacionalistas rusos persiguen en su ciudad natal de Königsberg (antes prusiana y después de la Segunda Guerra Mundial, soviética, ahora rusa) a finales del siglo XVIII, habló de un equilibrio de poder para evitar los conflictos en la nueva Europa de las Naciones Estado. Y ponía como ejemplo una historia del escritor satírico irlandés Jonathan Swift: habían construido una casa maravillosa en un lugar de gran belleza, todo transcurría en silencio y dentro de una gran paz bucólica hasta que un delgado y diminuto pájaro se posó sobre el tejado y, entonces, todo el edificio se vino abajo. Eso mismo nos podría pasar a los europeos. Pero además de ese frágil pájaro que pudiera ser el nacionalismo local, tenemos a un gran cocodrilo que es el nacionalismo vecino de Putin, que tiene la complicidad y simpatía de nuestras extremas derechas e izquierdas. Es decir, en nuestro caso español, de Vox y Podemos. Este último partido, presente en el gobierno de Pedro Sánchez, impide el envío de armas a Ucrania para combatir a Putin.

El feminismo es otro asunto muy importante. La mujer en Europa, afortunadamente, ha dado pasos gigantescos para equipararse con el hombre. De la misma manera que los militantes LGTB han visto reconocidos sus derechos. Sabemos que en Rusia no es así, donde son perseguidos y expulsados de sus trabajos. Pero en nuestro continente suceden cosas como las siguientes. En marzo del año 2018, Día Internacional de la Mujer, un importante grupo de cineastas francesas clamaban contra el machismo falocrático de directores europeos como Fellini, Bergman, Lubitsch, Lang, Wajda, Melville o Buñuel, entre otros muchos de gran relevancia. Y lo hacían en Francia, donde las leyes contra el acoso sexual son muy duras. En ese país un treinta por ciento de las cárceles está ocupadas por delincuentes sexuales, a diferencia de lo que en España ha pasado con la Ley del solo sí es sí. En ese mismo día, el Guía Supremo de la República Islámica arengaba solemnemente a sus seguidores, también en Europa, en favor de la castidad de la mujer musulmana frente a las costumbres decadentes de Occidente. Justificaba así el encarcelamiento de las mujeres iraníes que se atrevían a descubrirse abandonando el velo. Ninguna de esas cineastas dijo nada. Y aún hoy, con el añadido de Afganistán, esta cuestión sigue siendo irrelevante para estas feministas. Europa en su conjunto es cobarde con este asunto externo pero también interno. El fundamentalismo islámico en Europa es muy grave porque está muy presente en la extensísima comunidad que aloja. Y el problema de la inmigración y el islamismo provoca en muchos ciudadanos la idea peligrosa de que asistimos a una creciente deseuropeización de Europa.

Europa, por otra parte, no ha sabido explicarse a sí misma. Sigue habiendo una sensación de opacidad y secretismo. Por ejemplo, hay que explicar muy bien que el Mediterráneo no es un nuevo Auschwitz. Miles de seres humanos han sido rescatados a pesar de que Europa se ha convertido, en las últimas décadas, en una de las mayores áreas de inmigración del mundo y que, por ejemplo, los recién llegados reciben ayuda médica, alimentos y ayudas económicas. Evidentemente no todos los países actúan así, pero está generalizado. Europa se halla en un difícil equilibrio entre aquellos que piensan que puede desaparecer la civilización de nuestros antepasados ante el avance de la África joven, y aquellos otros que anteponen a todo la defensa de los derechos humanos. En este terreno se dilucida una de las grandes batallas ideológicas.

La globalización, la gran crisis ecológica y el desarrollo de las nuevas tecnologías son otros de los grandes retos. La globalización fue desenmascarada con la pandemia. Nos habíamos entregado a otros países y no disponíamos de medios para combatir esta semejante, y nueva, enfermedad que nos asoló. Las nuevas tecnologías nos enfrentan a un mundo nuevo y muy distinto al que vivimos. Europa debe vigilarlas. Vigilar que las empresas tecnológicas no coarten nuestra libertad y no intervengan por encima de la política y los Estados. Para eso hay que afrontar nuevas leyes, disponer de las maneras y formas adecuadas de aplicarlas.

A pesar de todo, la Unión Europea ha sido un rotundo éxito, aunque todavía siga siendo mejorable. En la primera mitad del siglo pasado, incluyendo Rusia, murieron violentamente por las guerras y los genocidios más de cien millones de personas. Ochenta años después, con las excepciones comentadas, las cifras de muertos son infinitamente menores. Sigamos luchando porque esto continúe así.

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VV.AA. Título: Europa, ¿otoño o primavera?

Editorial: Zenda. Descarga: AmazonFnac y Kobo.

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