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Un violín bajo la tormenta, por Ignacio Camacho

Un violín bajo la tormenta, por Ignacio Camacho

Europa, ¿otoño o primavera? es el nuevo libro de Zenda. Un ensayo en el cual diplomáticos, periodistas, profesores, estudiosos, científicos e historiadores han expresado sus puntos de vista acerca de Europa. 

A continuación reproducimosUn violín bajo la tormenta’, el texto escrito por Ignacio Camacho para esta obra.

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1. SONATA DE PRIMAVERA.- “Europa es un violín sonando de noche en una calle mojada”, evoca Georges Simenon desde algún lugar de América. Era en la época en que el continente trataba de coser con hilos invisibles las heridas de la guerra. Tiempo de reconstrucción, de reconciliación, de deshielo, de primavera civil, política y social plasmada en el proyecto que Monnet y Schuman esbozan primero en la CECA y luego amplían en la CEE, la Comunidad Económica Europea. Tanteos de una estructura política confeccionada a través de lazos comerciales, industriales, culturales, incluso deportivos, como la Copa de Europa, primer intento de saltar a través del poder blando del fútbol las barreras del Telón de Acero. El gran escritor belga intuye en la metáfora del violín el fondo emocional de una unidad recién destruida y sugiere el camino de una comunidad de sentimientos y de un patrimonio inmaterial compartido. Flores musicales sobre los escombros apenas apartados; la cultura como herramienta de rehabilitación moral tras la catástrofe.

Los padres de la CEE optaron por un activismo más pragmático. La economía como motor del acercamiento y la colaboración entre naciones enfrentadas a sangre y fuego dos veces en menos de medio siglo. En aquel momento, en la plenitud de la Guerra Fría, sólo era posible trazar vínculos en la mitad del escenario posbélico; la otra mitad vivía bajo un sistema distinto, con las libertades y los derechos abolidos en nombre del comunismo. Pero el espacio mercantil común constituía sólo el paso inicial de un modelo político, el verdadero final de una operación de largo alcance que acabaría cuajando varias décadas más tarde. La primavera consistía en un clima de cooperación estratégica que impidiera nuevas fracturas y abordase un principio de reunificación bajo los valores de las democracias liberales. Libertad de circulación de mercancías —después de capitales y de personas—, regímenes parlamentarios, sufragio universal, constituciones garantistas, respeto por los derechos humanos. El nuevo orden de paz erigido sobre las ruinas de un conflicto dramático.

Sobre esa paz se escribió una historia de éxito, un espacio de prosperidad, desarrollo y convivencia inéditos que se convirtió pronto en el faro de atracción para las sucesivas ampliaciones a nuevos miembros. Entrar en el club, lo sabemos bien los españoles, era un objetivo esencial de normalización, un billete de primera clase para el viaje hacia el futuro. También un exorcismo contra los viejos demonios nacionales y exteriores que cada país guardaba en el armario de sus fracasos. Europa como solución (Ortega), como aval, como marchamo de progreso en todos sus sentidos. La nueva luz en lo alto de la colina iluminando el territorio de la razón tras el delirio letal de las tiranías y los nacionalismos.

Por razones complejas, que van desde la transformación global y la revolución tecnológica hasta la dificultad de gestionar una alianza cada vez más amplia y heterogénea —pasando por la acumulación de crisis encadenadas en los mecanismos institucionales sistémicos—, el proyecto inicial ha combinado con el paso del tiempo avances significativos y errores de planteamiento que han conducido a ciertos impasses cuando no a palpables retrocesos. En el balance conjunto siguen pesando considerablemente más los aciertos, sobre todo los de la apertura al Este, el marco de seguridad jurídica y el de una cohesión reforzada por los sucesivos tratados y la unidad monetaria (aunque parcial) del euro. Pero el tablero geopolítico ha cambiado fuera y dentro, y ese cambio dibuja un horizonte incierto de amenazas, zozobras y riesgos. El golpe del Brexit es relativamente digerible porque el grado de compromiso británico siempre fue como mínimo discreto. Sin embargo, la irrupción de los populismos, la debilidad de los liderazgos moderados, la desigualdad social incrementada por el desempleo, los problemas energéticos o los derivados de una deslocalización industrial que la pandemia de covid puso de manifiesto plantean retos difíciles que afectan de lleno a los principales objetivos estratégicos. La Unión no está en decadencia pero ofrece síntomas de vivir una crisis de compromiso y acaso de modelo.

2. SONATA DE OTOÑO.- Ninguna fórmula de integración transnacional se entiende sin la consistencia de un ideal político compartido. Y las bases fundacionales, centradas en el marco social-liberal, viven un momento comprometido por el empuje de corrientes populistas que han resucitado discursos escépticos basados en las viejas premisas del nacionalismo. Al auge iliberal en estados como Polonia y Hungría, cuyos regímenes se deslizan hacia modelos autoritarios, se suma el declive de la socialdemocracia bajo el impacto de movimientos de izquierda radical que cuestionan tanto el capitalismo como los valores democráticos clásicos desde patrones ideológicos inspirados en los populismos —o “gentismos”—latinoamericanos. El modelo constitucionalista surgido en la posguerra en torno a dos grandes fuerzas moderadas en turnos de alternancia aparece en cuestión e incluso se atisban síntomas de que haya dejado de ser, como señala David Runciman, “the only game on the city”, el único paradigma concebible en la “polis” contemporánea. La creciente simpatía por la Rusia de Putin entre formaciones europeas diversas, a derecha e izquierda del espectro parlamentario pero caracterizadas por una reivindicación soberanista, constituye una advertencia sobre el deterioro del imaginario cívico y social sobre el que se ha construido y desarrollado la experiencia comunitaria.

En la actualidad hay en la mayoría de las élites políticas de la Unión un cierto consenso —aunque formulado casi siempre en voz baja— sobre la existencia de un problema de “gobernanza”, anglicismo que señala los procedimientos y reglas del proceso de toma de decisiones. Las sucesivas ampliaciones de miembros de intereses muy diversos y a menudo opuestos han ido complicando sobremanera la construcción de marcos de acuerdo, dificultados por obstrucciones y vetos. El espíritu de los tratados se inspira en el principio de igualdad como base de la cooperación democrática, pero las divergencias sobre prioridades y el impacto de las políticas sectoriales en las economías de los distintos países generan conflictos en la aplicación de unos mecanismos que han acabado por volverse escasamente operativos.

En ese sentido, la idea de un núcleo duro que funcione como tractor de las grandes líneas de trabajo choca con numerosas resistencias entre socios de intereses divergentes que han aprendido a formar minorías de bloqueo. Y Alemania y Francia, las dos naciones que deberían constituir, por aportación financiera y peso específico, ese eje dinámico han dejado de concordar sus estrategias con la fluidez de tiempos pasados. El entendimiento, nunca fácil pero sí bien construido, entre Kohl y Mitterrand ha dejado paso a pulsos abiertos de influencia cuyas repercusiones entorpecen la maquinaria de Bruselas. También está pendiente de resolución efectiva el correlato de las relaciones políticas y del sistema de los tres poderes en las instituciones europeas, donde las competencias del ejecutivo y el legislativo no reflejan con exactitud el mecanismo constitucional habitual en las democracias modernas. Hay un claro problema de eficiencia y de interlocución interna. Los órganos ejecutivos responden más a los equilibrios de poder entre socios que a los criterios y resoluciones del Parlamento. El centro de decisión no es la Comisión, apoyada en pactos políticos inestables, ni siquiera el Consejo —una especie de Cámara Alta sin funciones claras—, sino la asamblea periódica de primeros ministros de los países miembros, en la que la presidenta desempeña en la práctica las funciones de un consejero delegado, un CEO. Esa confusa distribución competencial se ha acabado asemejando a un modelo confederal más que federal, de tal modo que el ideal de unos Estados Unidos de Europa se queda en un concepto plasmado a medias y la partitura continental suena en ocasiones desafinada por la ausencia de una correcta dirección de orquesta.

A partir de esa indefinición política y del manifiesto influjo francoalemán en las directrices del Banco Central Europeo, ciertos movimientos de corte populista llevan tiempo expandiendo un sentimiento euroescéptico, un nacionalismo de nuevo cuño basado en el rechazo a la supuesta intrusión de métodos de gobierno ajenos. En general se trata de estímulos emocionales propagados a ambos extremos del espectro ideológico y favorecidos por la aparición de amplias capas sociales que se sienten perdedoras de las crisis económicas, de la revolución digital y de la reconversión provocada por la lucha contra el cambio climático. La izquierda radical agitó en Grecia la protesta contra las medidas de austeridad durante la crisis de deuda y la extrema derecha utiliza el miedo a la inmigración y los recelos sobre las consecuencias de la Agenda 2030. El arraigo creciente de esa conciencia de perjuicios sirve de combustible para estrategias de manipulación externa, patentes en la acogida popular a bulos y teorías conspirativas divulgadas desde la órbita rusa con claras intenciones desestabilizadoras.

3. ADAGIO.- El mensaje rupturista cala de forma indubitada, sobre todo tras el terremoto del Brexit. El programa nacionalista de Meloni ya gobierna —aunque con inesperada moderación pragmática— en Italia; los partidos de Le Pen y Melenchon se acercan seriamente a la posibilidad de disputar la Presidencia de Francia; Hungría y en menor medida Polonia han asentado regímenes iliberales antieuropeístas de paladinas tendencias autoritarias y son numerosas las fuerzas de izquierda populista que bajo consignas pacifistas expresan su repudio al apoyo de la OTAN y la UE a la invadida Ucrania. En las seis décadas de historia del proyecto comunitario no había existido una corriente tan amplia de opinión pública adversa, cuyas premisas se ven reforzadas por los ya mencionados defectos de gobernanza y por la ausencia de mecanismos institucionales que reflejen una conciencia de ciudadanía plena e igualitaria. La cohesión es así más débil que nunca; de repente, las estructuras sistémicas se han descubierto peligrosamente amenazadas y se muestran incapaces de encontrar antídotos para combatir el virus de la propaganda, que ha aprovechado la pandemia de covid para burlar las defensas inmunes de las democracias.

Los retos confluyentes del nuevo orden geoestratégico mundial han sorprendido a Europa en una situación de vulnerabilidad agravada por deficiencias en el liderazgo. El retiro de la última gran dirigente europeísta, Angela Merkel, parece haber dejado una vacante sin relevo claro. La agresión de Putin contra Ucrania y la subsiguiente crisis energética han minado el prestigio de la excanciller al revelar errores estratégicos inadvertidos —la dependencia del gas ruso, sobre todo— que han quedado de relieve con carácter retroactivo. Los partidos convencionales, pilares de la construcción de la UE, carecen de estadistas con autoridad para asentar mensajes prescriptivos que asienten la confianza social sobre una respuesta adecuada a los crecientes desafíos. Sólo la OTAN ha mostrado fortaleza unitaria, con reparos, ante el conflicto, erigiéndose de algún modo en la estructura clave de un muy perfectible entramado político. Pero la consistencia de la organización atlántica está sostenida por dos potencias externas: Gran Bretaña y Estados Unidos; los países de la Unión se han visto en posición de inferioridad por su compromiso tardío a la hora de asumir el incremento de los presupuestos de Defensa. El ataque ruso evidencia importantes grietas en un proyecto pensado desde la tranquilidad que suponía delegar su propia protección en manos del poderío militar americano. En este momento crucial, Europa aparece como una potencia de consumidores desarmados y con ascendiente muy escaso en la configuración de los nuevos ejes de poder planetario.

El papel de la UE en la geopolítica del siglo XXI está por resolver. Los Estados Unidos llevan cierto tiempo replegados sobre sí mismos, una posición que durante el mandato de Trump fue un verdadero programa de gobierno y que Biden no ha revertido del todo. La salida de Gran Bretaña permite la idea de un eje estratégico transatlántico fuera del concierto europeo. Las antiguas potencias metropolitanas, en especial Francia, han mermado su influencia en Asia y África permitiendo que China despliegue su expansión comercial, financiera e industrial, y que Rusia gane adeptos mediante la cooperación armada. España no ejerce con provecho su proyección en la órbita latinoamericana, y en general es constatable la pérdida de peso de la Unión en la esfera diplomática. Sin embargo, basta mirar un mapa para advertir que la teoría de que toda crisis alberga una oportunidad adquiere sentido ante la coyuntura ucraniana.

Sea cual sea el desenlace de la guerra, una Ucrania neutral ya no parece concebible a medio plazo, por lo que una integración militar o política —o ambas a la vez— en el ámbito comunitario se perfila en términos más o menos inmediatos. La visibilidad y el protagonismo de Polonia en esta crisis la han distanciado del grupo de Visegrado, quizá el núcleo más hostil actualmente, aislando a Hungría y reforzado parte de los lazos que había descosido el euroescepticismo polaco. Pero si el conflicto no sirve para profundizar más en la solidez del proyecto, el futuro no será grato. Y eso implica avanzar en asuntos de relevancia esencial, como la autonomía energética, la reindustrialización de sectores deslocalizados, la homogeneidad fiscal, las reglas financieras o la vigilancia rigurosa de los estándares democráticos amenazados por el avance de los populismos autoritarios. Es asimismo urgente una política fronteriza bien definida, con pautas comunes que eviten la ruptura del espacio Schengen, ahora prácticamente suspendido o anulado, y la conversión del debate migratorio en un arma arrojadiza en poder de los movimientos nacionalistas. El mecanismo confederal de facto agrava —por defectos de coordinación administrativa y por resistencias nacionales a la aplicación de criterios homogéneos en la justicia— la ausencia de un modelo común de seguridad y de una inteligencia antiterrorista. Si el riesgo del yihadismo y los problemas de seguridad quiebran la cohesión, pudren los lazos internos y deterioran el derecho de acogida, Europa habrá renunciado a la vocación solidaria y humanística que ha caracterizado su ética colectiva.

4. RONDÓ FINALE.- Sin embargo, si hubiese que reflejar los saldos positivos y negativos en una cuenta de resultados, el balance final arrojaría conclusiones satisfactorias. Con todos sus problemas, imperfecciones y carencias, y con su ensimismamiento susceptible de conducir a una autocomplacencia peligrosa, la Europa actual constituye hoy un oasis de bienestar y de estabilidad política, social, cultural y económica. Su rol en las dos últimas grandes crisis ha evitado que las naciones menos pujantes se deslicen hacia una inestabilidad peligrosa. En apenas década y media, se ha resuelto con aceptable solvencia la aparición de tres jinetes del Apocalipsis: el hambre (dos crisis económico-financieras), la peste (el covid), y la guerra. La masiva compra de deuda por el BCE evitó que algunos Estados cayesen en la quiebra —aunque los rescates impusieran dolorosas condiciones— y la inyección de fondos de ayuda tras la pandemia ha supuesto una generosa transferencia de rentas para paliar la escalada de pérdidas en sectores productivos de vital trascendencia. La gestión unitaria de las vacunas y la distribución de los citados fondos de recuperación han dado satisfactoria respuesta a la durísima prueba de estrés que ha representado la pandemia. Y las diferentes opiniones públicas nacionales han reaccionado con insospechada firmeza colaborativa ante la aparición de una emergencia bélica.

En otros órdenes, las políticas climáticas, si bien cuestionadas por significativos segmentos de población temerosos de sus efectos inmediatos, se están implementando con notable consenso respecto tanto a su necesidad en la preservación del medio ambiente como a su potencial de progreso. El nivel de vida medio y los estándares de igualdad son más que aceptables, comparativamente punteros. En el Eurobarómetro de enero de 2022, el 81 por 100 de los encuestados afirma ser feliz viviendo en la UE y el 68 por 100 la considera un lugar estable en un mundo turbulento. La absorción de migrantes y refugiados se produce con razonable capilaridad a pesar de su conflictivo impacto en ciertas sociedades acostumbradas a la endogamia de lazos. El desarrollo cultural, educativo y asistencial, la autonomía alimentaria, la seguridad jurídica, la tolerancia cívica, la circulación comercial, el equipamiento urbano o la protección del sector agrario superan el rango de la mayor parte del mundo desarrollado. El BCE, acaso la institución más efectivamente federalizada, ya no es sólo el guardián de la inflación sino un verdadero banco de reserva capaz de afrontar rescates encubiertos mediante “manguerazos” de deuda. El Tribunal de Justicia define normas supranacionales a través de su jurisprudencia. Y en especial, las libertades individuales y públicas siguen estando en el centro de un modelo de respeto a los derechos humanos que empieza a volverse una excepción en un escenario mundial de palpable retroceso democrático.

Sucede que la mayoría de esos éxitos se fundamentan en mecanismos estructurales cuyo diseño esencial pertenece al pasado. Y que las nuevas generaciones, atacadas de desafecto general por la política y sus agentes, reclaman parámetros políticos y representativos mejor adaptados a los problemas contemporáneos. Buena parte del euroesceptismo anida en las capas más jóvenes, que se sienten alejadas de los ideales y métodos de una organización surgida en la posguerra. Agobiadas por un horizonte socioeconómico de perspectivas poco halagüeñas —especialmente para los nacidos en familias extranjeras— no acaban de aceptar una legitimidad a cuyo origen se consideran ajenas ante la ausencia de una pedagogía centrada en la transmisión generacional de la misión europea. A ello hay que sumar la pérdida entre la población adulta del sentido de interdependencia, la dificultad para asumir cesiones de soberanía hacia instituciones en cuya gestión aprecian ineficacia, rutina y displicencia. Eso conforma un horizonte de pesimismo creciente bajo el síndrome de lo que Robert Hughes llamó “la cultura de la queja” y la constatación de que las sociedades avanzadas tienden a incrementar su grado de exigencia. La crisis de crecimiento, la desigualdad y el distanciamiento de las claves políticas convencionales plantean incógnitas complejas que sólo pueden resolverse con avances perceptibles y transformaciones concretas. Nada aleja más a los desencantados y a los indiferentes que cierta retórica abundante en la jerga bruselesa, llena de conceptos huecos formulados con lenguaje de madera.

Hay mecanismos anquilosados, si no directamente averiados, que necesitan reformas y deben producirse a la velocidad impuesta por la revolución tecnológica. El pulso de hegemonía chino-americano va a provocar cambios profundos y rápidos ante los que será menester adecuar estrategias de aliento largo para que el proyecto no colapse bajo el empuje simultáneo de los gigantes enfrentados. Europa es inferior a ambos en pujanza industrial, militar y tal vez financiera, pero continúa disponiendo de los resortes intangibles del poder blando. Y ése es un capital de enorme relevancia en una escena polarizada…, si se dispone de inteligencia estratégica para establecer el diagnóstico preciso de las circunstancias.

Además de reformas, que también, se echan en falta impulsos más potentes que el de mantener el equilibrio de un statu quo más basado en la inercia que en la energía. Y eso es una cuestión de voluntad política, de brío en el liderazgo, de luces largas como las que periódicamente y no sin esfuerzo han brillado en coyunturas igual de problemáticas. El violín callejero de Simenon, donde resuenan notas de la mejor tradición cultural del continente, simbolizaba el eco balsámico de una paz kantiana recién recobrada, y su melodía debe y puede seguir sonando bajo la lluvia de este tiempo de incertidumbres planetarias. Pero esa partitura hay que saber tocarla. Con pasión, con fibra moral, con nervio, con garra. Con la convicción intacta de que se trata de un modelo de éxito cuya proyección hacia el futuro depende de un ejercicio colectivo de autoconfianza.

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VV.AA. Título: Europa, ¿otoño o primavera?

Editorial: Zenda. Descarga: AmazonFnac y Kobo.

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