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Los gatos piden prórroga y Jesús Pardo se despide de ustedes

Los gatos piden prórroga y Jesús Pardo se despide de ustedes

Era oscuro pero sobre todo silencioso. Y elegante. Nadie sabe andar como los gatos. Las panteras, los guepardos son demasiado corpulentos para que la flexibilidad de su armonía nos deslumbre. Las jirafas tienen ojos (pestañas) y andares femeninos. Los lobos se deslizan como sólo ellos saben, desconfiados y alerta. ¿Y qué hay de los cocodrilos, taimados y de mirada amarilla?  (“Con una cuchara/ arrancaba los ojos de los cocodrilos”, escribió Lorca; esos saurios que duermen en largas colas “bajo el amianto de la luna”).

El gato cruzó la calle vacía en la primera hora de la noche con la parsimonia de quien es dueño de una parcela del universo. El gato tiene cuatro almohadillas para enseñorearse zumbón ante los últimos cantos de los pájaros. Los gatos nunca duermen. Y si cierran sus ojos es para soñar.

El gato, aquel y los otros, temía esa noche la inminente llegada de los bárbaros que tanto inquietó a Cavafis, sólo que hoy se conoce bajo el rótulo del Fin del confinamiento. El gato recelaba del futuro porque había padecido el pasado. Aquella última noche fue también la mía.

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Se ha muerto Jesús Pardo, quien no tuvo piedad para sí ni para sus semejantes. Sólo si sacas tus vísceras al sol puedes sajar el alma de tu vecino.

"Se ha muerto Jesús Pardo, quien no tuvo piedad para sí ni para sus semejantes. Sólo si sacas tus vísceras al sol puedes sajar el alma de tu vecino"

Jesús Pardo de Santayana nació siete meses antes de que Alberti, Lorca (sí, otra vez y las que haga falta), Chabás, Bacarisse, Romero Martínez, Blasco Garzón, Guillén, Bergamín, Dámaso y Gerardo Diego (de izquierda a derecha) se hicieran la foto en el Ateneo de Sevilla en diciembre de 1927. Pardo, un niño bien de Santander, tenía que apartar los cortinajes de terciopelo color burdeos para, desde un ventanal del chalet Villa San José, ver cómo otros mozalbetes jugaban a su libre albedrío en el Sardinero.

Cuando nadie iba a Londres él volvió de allí con bombín y paraguas después de un larguísimo periplo de dos décadas por Ginebra, Nueva York, Escandinavia y tras haber escrito para cabeceras que hoy sólo son patrimonio de señores con Alzheimer como Pueblo o Madrid, y sobre todo para la agencia Efe. Horas de sofá en domingo leyendo Memorias de memoria con devoción y asombro. Historias lúgubres de funcionarios con uniforme en el ocaso del franquismo, detalles de visitas a «meublés» con espejo unidireccional y casadas infieles —como el de doña Alienar— con un almirante septuagenario. Un Madrid «galdobarojiano» (expresión suya y de Umbral) donde además del Gijón detalla las visitas al Roma de la calle Serrano, muy cerca de Efe cuando estaba en Ayala. Allí, señoritos y «camisas viejas» bebían a la salud de toda la manzana y era el refugio preferido de periodistas a los que había que recuperar, como si se tratara del entrañable Pablo Sandoval que interpreta —como mejor no se puede interpretar— Guillermo Francella en El secreto de tus ojos.

"Siempre erguido y leyendo mientras caminaba ajeno a cualquier cruce, taxista o conductor sin temor de Dios"

Pasada cierta edad, no se sabe si las normas del pudor se diluyen porque ya nada importa o porque antes del último viaje has de rendir cuentas ante alguien por algún lance del que nadie se acuerda. O se escribe para ponerse en limpio, acto de contrición que sustituye la visita del sacerdote en los minutos de descuento con la extremaunción. Nunca se supo porque sé escribe y mejor será no preguntarlo ahora. Tampoco sabía Pardo dónde se metía cuando le llamaron para que formara parte de aquella balsa de la medusa de nombre Grupo 16 que capitaneaba Juan Tomás de Salas mientras hacía aguas lo que se dio en llamar el Régimen. De todo da detalle el susodicho para sonrojo o divertimento de muchos.

Solía verlo a finales de los años 80 calle Espronceda arriba, en el tramo de la agencia a la librería, por la acera de los pares. Siempre erguido y leyendo mientras caminaba ajeno a cualquier cruce, taxista o conductor sin temor de Dios. Como un Moisés de hoy, la ciudad paralizaba su tráfico para que el hombre que sabía al menos media docena de lenguas vivas, muertas o moribundas continuara a lo suyo. Era parte del paisaje y paisanaje habitual. En la librería le teníamos gran aprecio porque su presencia garantizaba cuadrar las cuentas del día.

Llegar a los 93 es cosa seria, de admirar y de tertulia. O de sofá y lámparita. Tiffany, por favor.

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