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Los muertos son de todos

Los muertos son de todos

David Refoyo aborda en su poemario Redención la historia de Jero, un joven de veinte años que murió en un accidente de tráfico un día de verano. Los poemas hablan, además, de los que sufrieron su pérdida, entre ellos el propio autor. En palabras de Agustín Fernández Mallo, «hacía tiempo que la poesía de David Refoyo era necesaria. Ahora, imprescindible».

En este making of, David Refoyo cuenta el origen de Redención (La Bella Varsovia).

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Tus muertos también me pertenecen y, por eso, te entrego a los míos. Son intercambiables. Compartimos un mismo dolor, un idioma común que sirve para fijar un pasado frágil como de arenisca. Para que el recuerdo perviva y superar el duelo. Y qué es el duelo. Puede que se trate de un lapso de tiempo en el que una palabra aflora tamizada por la ausencia, pero el duelo, en sentido amplio, en sentido trágico, son dos tipos, uno frente a otro, apuntándose con un revólver sobre la arena de un western. No concibo el duelo sin Morricone, sin un océano de cruces de madera en un valle de Burgos.

Y cómo eras, si ya no soy capaz de recordar tu rostro ni tu forma de caminar. Hace tanto que me di cuenta de que la eternidad, lo que creía que sería para siempre, sucumbió al paso del tiempo, diluido. Sucumbió a la velocidad y al impacto, arrojando un amasijo de acero y cristales rotos a un lado de la carretera. La mente se protege para espantar los fantasmas, para seguir viviendo. Pero, ¿cómo eras? ¿Cómo éramos? ¿Cómo seríamos hoy? Para responder también se escribe un libro. O para seguir interrogándonos.

"No me regodeo en los cadáveres de los otros porque también son el mío. De nuevo, un idioma común: salir corriendo. No decir adiós y cerrar la puerta"

Escribir un libro es hacer una mudanza. Es cambiar de residencia. Volver a colocar los libros en estanterías distintas, quizá en otro orden. Ahora los platos se encuentran en un cajón bajo la vitrocerámica y no en una puerta sobre el fregadero. Escribir un libro es una mudanza y yo acababa de llegar a este pueblo (que ya no es el tuyo) y nadie dijo tu nombre. Un pueblo nuevo levantado sobre escombros antiguos, los que dejaste tras tu muerte apilados en aquel cernidero donde tocábamos. Estoy en el bar. Es de noche. Suena la música y bebo una copa. Y pienso en ti, pero no te oigo ni te puedo ver. Me duele porque has dejado de existir y, aunque lo intente, ya no puedo invocarte.

No me cuestiono tu falta y no busco a tus padres, ni a tu hermana. No necesito saber de ti porque otros te han cantado aun sin conocerte. ¿Acaso yo te conozco ahora o simplemente conocí a un chico que me abandonó de repente? La amistad, el enardecimiento, es el verdadero amor adolescente. Leo a Al Berto, a Javier Fernández, a José Luis Peixoto. Leo a Piedad Bonet y a Chantal Maillard. También a Anne Carson y a Ernesto García López. No me regodeo en los cadáveres de los otros porque también son el mío. De nuevo, un idioma común: salir corriendo. No decir adiós y cerrar la puerta.

"He venido hasta aquí para que te recuerden. Para que tu pueblo, que ahora es el mío, acepte que hablar de los muertos es otra forma de redención. Quizá la única"

Tarareo aquella canción que compusiste, pero no recuerdo la letra. Es duro mirar por la ventana buscando Seattle más allá del gallinero, que los pies no quepan en el balde. Pienso en tu batería recién forrada de vinilo blanco, impoluto. En los ensayos para que aprendiera porque necesitabas un guitarrista para que pudieras aporrear las baquetas con toda la violencia. Tu Stratocaster sostuvo mi universo entonces, en medio de bachilleratos y universidades, en medio de exámenes y cambios, de carboncillos desdibujándose. De nuevo mudanza.

Naciste para ser el indio y acabaste como la flecha: clavado en un árbol. En un dique de hormigón. En una cuneta. ¿Quién llamó a la Guardia Civil? ¿Quién observó tu bello rostro desdentado en el pasillo del hospital? ¿Cómo nos enteramos de tu muerte? ¿Por qué no he vuelto a escuchar aquel directo de Metallica? Pero no importa. Casi ninguna pregunta de todas las que me hice importan. Ya no busco respuestas. He venido hasta aquí para que te recuerden. Para que tu pueblo, que ahora es el mío, acepte que hablar de los muertos es otra forma de redención. Quizá la única.

Habían pasado dieciséis años cuando me sobrevino la luz, no una luz claudiana que lo invade todo, más bien un destello blanco, parpadeante, como de concierto que empieza. Embelesado con un Cristo de Benlliure, un espejo y una metáfora recuperé aquel cuaderno. Escribí en la noche más larga los versos tristes y también los otros. Asomado a la sima de tu sepultura vi tus dedos que me decían llévame contigo, pero no supe agarrarte y seguí escribiendo. No fui a tu funeral ni me despedí de ti. No quiero que te vayas. Acompáñame a dejar a la niña en el cole paseando estas calles ahora en silencio. Pronto llegarán los vencejos, y los morbosos, a romper la paz. Tan solo quise hacer literatura: regresarte a la vida.

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Autor: David Refoyo. Título: Redención. Editorial: La Bella Varsovia. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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