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Luis Herrero: «Antes era todo mucho más sucio»

Luis Herrero: «Antes era todo mucho más sucio»

Convengamos que un hijo jamás debería reseñar a su padre. Parece lógico, desde luego. Entrevistarle es otra cosa. A un hijo pueden encargarle que entreviste a su padre sin que después nadie tenga que acudir al texto como quien tienta el agua de una piscina antes de saltar. A mí, desde luego, que me pidiesen esto me ofrecía una oportunidad, aunque el pudor me impide mostrarle al mundo todo lo que he intentado preguntarle y que él, ni siquiera en el marco de la promoción de su novela, me ha querido desvelar.

Mi padre, Luis Herrero, es periodista y locutor de radio. Acaba de publicar una novela, Donde la tierra se acaba (La Esfera de los Libros), que comenzó a escribir después de que la editorial le contratase para otra muy distinta —al parecer una sobre la infancia y juventud del rey emérito— y que no encontrase otra escapatoria que aferrarse a un antiguo guión olvidado de su amigo José Luis Garci. No es su primera incursión en el género, pero yo, que le conozco, puedo decir que es la que más nervios le ha traído. Hablo con él en su casa, en miércoles de ceniza, unas semanas después de que los dos hayamos superado el coronavirus. Todo invitaba a pensar que de aquí saldría una conversación austera y cuaresmal. En cambio, esto es lo que tenemos que ofrecer:

—Papá, ¿cómo se hace una buena entrevista?

"Una entrevista es una conversación que debe fluir con espontaneidad. Requiere que el entrevistador tenga un guión pensado"

—Mira, yo a la gente que trabaja conmigo le digo que me gustaría que me recordara por dos cosas. Uno, por no correr por los pasillos y llegar sin aire en los pulmones al micrófono; y dos, por escuchar a los entrevistados. Por tratar de mantener una conversación con ellos, en lugar de un cuestionario. Hay gente que cuando te entrevista llega con su papel y suelta su lista de preguntas sin prestar atención a lo que tengas que decir. Tú puedes confesar que acabas de asesinar a Prim, que a ellos les da igual. Siguen con lo suyo y a otra cosa. Pero eso no puede ser. Una entrevista es una conversación que debe fluir con espontaneidad. Requiere que el entrevistador tenga un guión pensado con los temas que pretende tratar, pero también que sepa improvisar y que tenga la capacidad de adaptarse a las respuestas. No tiene mucho más secreto el asunto, chaval. Poco más te puedo decir.

—Vale. Entonces, pongamos por caso que tú estás entrevistando a tu padre porque acaba de publicar una novela.

OK.

—¿Qué le preguntarías?

—(Risas). Yo no me lo puedo plantear, porque mi padre nunca escribió una novela. Lo que sí que puedo hacer es entrevistar a mi hijo, que da la casualidad de que trabaja en la sección cultural de un periódico, y preguntarle qué le ha parecido mi novela.

—No, no. Mejor responde a mi pregunta y no hagas líos raros.

"Tú me puedes criticar el estilo, si te sale de las narices, pero una novela es mucho más que la manera de contar. Es lo que cuentas"

—¿Pero qué quieres que responda, si no he pasado nunca por esa experiencia? Lo más cercano que recuerdo a hablar con mi padre sobre algo que había escrito fue una vez que publicó una Tercera de ABC. Algo sobre el ejército y la Constitución, o así. A mí el contenido del artículo no me podía dar más igual. No tenía la capacidad de valorar el contenido, así que me quedé con el aspecto puramente formal y le critiqué seriamente el estilo. Le hizo gracia, claro. Me miró y me sonrió. Pero ese no es tu caso ahora mismo. Tú me puedes criticar el estilo, si te sale de las narices, pero una novela es mucho más que la manera de contar. Es lo que cuentas. Y eso es lo que tú tienes que valorar.

—¿Tú estás orgulloso de ella?

—Pues te tengo que decir que es la más ambiciosa de las que he escrito. Quiero decir que cuando escribí la novela sobre Carmen Díez de Rivera, por ejemplo, había un elemento de oportunismo: era un momento en el que estaba muy de moda la historia de su madre, porque acababa de salir una serie de televisión, y eso fue algo que tiró bastante del libro. Además se trataba de una novela puramente histórica. Estaba ambientada en los inicios de la Transición, que como sabes es una época que conozco bastante bien. Para mí no era demasiado arriesgado escribir sobre eso. Sabía perfectamente de lo que estaba hablando y tampoco traté de profundizar excesivamente en la historia personal de Carmen. Me limité a relatar hechos poco conocidos por el gran público, pero sin preguntarme los porqués. Y en mis primeras novelas pasaba un poco lo mismo. Eran thrillers políticos. Tampoco me esforcé mucho por indagar en las emociones de los personajes. Esta es la primera vez que hago un ejercicio, para mí muy complicado, de meterme en el mundo interior de cada uno de los protagonistas. Sin perder de vista la amenidad, además. Y con la dificultad añadida de que muchos de esos personajes son mujeres…

—Tengo una duda. Si no te hubiesen encargado una novela sobre el emérito, ¿habrías llegado a escribir esta?

—No, no, ni de broma. Yo no tenía ningunas ganas de escribir nada. Para mí escribir es una cosa muy fatigosa. Y tampoco creo que las novelas… Quiero decir… Yo no me gano la vida escribiendo novelas. Me gano la vida en la radio. Así que tampoco tenía ningunas ganas de complicarme la vida. Escribir una novela supone sacrificar todo el tiempo que tienes para ti. Los ratos que podrías dedicar a ir al teatro o al cine te los pasas sentado delante del ordenador… Lo que pasa es que también es verdad que la oferta que me hicieron era bastante suculenta y no supe decir que no. Dije que sí por el vil metal, lo reconozco. Luego me vi atrapado por el contrato, preparando un libro que no me salía ni a tiros, y menos mal que apareció Garci.

—Esa es otra duda que tengo. ¿Garci apareció para echarte un cable, o simplemente te habló de un guión cualquiera y tú te aferraste a él para salvarte?

"Garci me mandó los cuarenta folios del guión que le había enseñado personalmente a Paul Newman para tratar de convencerle de hacer la película"

—No. Vamos a ver. La pura verdad es que yo me desahogué con él y le dije que estaba desesperado. “Mira, Garci: he firmado un contrato, tengo que entregar un libro con el que llevo pegándome varios meses, no sé cuántos libros que no me habría leído en mi vida me he tragado ya, he intentado escribir los primeros capítulos y no me salen, estoy hecho polvo…”. Y él, que ya mira la vida con otros ojos, me dijo: “Chico, pues sal de ahí. Yo tengo una historia estupenda, si quieres”. Luego tienes que entender cómo se desarrolló el asunto, claro. Él me la cuenta en una noche tibia de agosto en Marbella, siendo un narrador estupendo, además. Me la relata como se la hubiera relatado Sherezade al sultán. Y a mí, que en aquel momento me hubiera agarrado a un clavo ardiendo, se me antoja como una escapatoria estupenda, no te voy a engañar. A partir de ahí, como sabes, porque te lo he contado, mandé el otro libro a cagar y me puse a escribir esta novela sin avisar a nadie. Garci me mandó los cuarenta folios del guión que le había enseñado personalmente a Paul Newman para tratar de convencerle de hacer la película. Y estaban en inglés, por cierto. O sea que lo primero que tuve que hacer fue traducirlos…

—Empezamos mal, entonces. ¿Estás seguro que has escrito la historia de Garci?

Tú, chaval, no eres más tonto porque no entrenas. Lo importante es que yo en ese momento ya había tomado la decisión de cambiar de historia. Y me puse a escribirla sin que la editorial lo supiera.

—¿No sentiste remordimientos?

Muchos. Por supuesto. Pero qué quieres que te diga. O sea… Yo ya había tomado la decisión irreversible de que no iba a escribir el libro que había firmado con la editorial. Así que sólo me quedaban dos posibilidades. O devolvía el anticipo que ya me habían pagado y me liberaba de la tortura, o proponía un cambio. Pero para eso necesitaba llevarles algo. No podía decirles que les estaba poniendo los cuernos de entrada. Lo que quería era enseñarles varios capítulos ya escritos, para que valorasen bien las dos opciones. Por suerte aceptaron, cambiamos el contrato y la novela siguió adelante sin demasiados sobresaltos.

—Por cierto, hablando de Garci, antes de que se me olvide. Me cuentan mis espías paraguayos que eso del golpe de mano que se está urdiendo en Cowboys de medianoche no es una simple broma. Por lo visto tienes que andarte con ojo.

(Risas). Sí, es verdad. Pero lleva cociéndose diez años y hasta ahora he sido capaz de controlar cualquier intento de derrocamiento. Nada te hace estar más atento, cuando tienes un trono que defender, que ser consciente de que ese trono está asediado.

—¿De los tres cowboys, quién te da más miedo?

La combinación de todos ellos. Ahí no hay un cabecilla claro.

—Fíjate que yo apostaría a que el verdadero Macbeth entre las sombras es Luis Alberto. Va de tapado y permite que el ruido lo hagan los otros dos, pero luego…

(Risas). Eso es porque fue el último en llegar. La historia de Cowboys de medianoche ya se prolonga muchos años, y Luis Alberto es de la última hornada. Fundacionales son Garci y Eduardo. A lo mejor por eso da la sensación de que se mueven con mayor impunidad.

—A mí me parece que el que más razones tiene para apuñalarte es Luis Alberto, qué quieres que te diga. Así podría poner a Schütz siempre que quisiera.

(Risas). No, no. Vamos, podría ser. Si me derrocan y se hacen con el poder pueden hacer todo tipo de barbaridades. Pero ya no será mi responsabilidad. Aún así, garantizo a todos los oyentes de Cowboys que, mientras yo siga en el poder, Schütz no volverá a sonar en el programa nunca más.

—Bueno, hablando de bardos y de radio. Escoge: ¿literatura o periodismo?

"Para ser honestos, jamás hubiera imaginado que me iba dedicar a lo que llevo dedicándome no sé cuántas décadas ya"

Pues es curioso. La vida te va llevando por caminos que tú no esperas. Por ejemplo, la mayor parte de mi vida profesional la he pasado en la radio. Un lugar donde, teóricamente, no tienes que escribir. Para ser honestos, jamás hubiera imaginado que me iba dedicar a lo que llevo dedicándome no sé cuántas décadas ya. De hecho, suspendí la asignatura de radio más de media docena de veces en la universidad. Ya te puedes imaginar el interés que me suscitaba el medio. Pero la vida se empeña en llevarte por donde tú no quieres ir.

—¿Y cómo es eso? ¿Cuáles son las artimañas de la vida?

Pues para eso tendríamos que remontarnos a mis inicios profesionales. Yo llegué al periodismo como consecuencia de una cierta vocación literaria. Y claro, donde se escribe es en los periódicos. Así que me puse a trabajar, muy jovencito, de auxiliar de redacción en uno. Lo más importante, de todas formas, es que entonces descubrí lo que era una redacción. No te puedes imaginar lo que era. No se parece en nada a lo que es ahora mismo. Era un mundo fascinante, ya no sólo por la vocación literaria, sino por todo lo que había en él. Un mundo bohemio, repleto de gente extraña, de costumbres atípicas, que rompía las normas. Un mundo transgresor, que a mí siempre me ha atraído mucho. La vida te engancha así. Ya no eres dueño de lo que haces, porque la vida te va llevando. Dirigí un periódico muy joven, me lo pasé muy bien, pero cuando volví a Madrid tuve que encontrar un trabajo nuevo. Es verdad que seguía escribiendo artículos y reportajes en revistas. En Tiempo, cuando nace, con Julián Lago como director. Pero tenía que ganarme un sueldo. Gracias a Dios, tuve la potra de que en esos momentos estaba naciendo Antena 3 Radio, aunque tampoco me convencía demasiado. Todo esto lo conté en mi libro En vida de Antonio Herrero, de todas formas. Cuando a Antonio y a mí nos proponen trabajar en la radio yo le digo que qué vamos a hacer, si no tenemos ni idea de cómo funciona eso. Él había suspendido las mismas veces que yo en la universidad. Habíamos estado en la misma clase, íbamos seguidos en la lista y nos tomábamos la vida de formas bastante similares. Pero en ese momento me cortó y me dijo: “¿Qué más da, si es periodismo? ¿Qué más da hacerlo en la radio que en un periódico?”. Él tenía el periodismo en las venas. Yo me empecé a enamorar del periodismo a posteriori. Lo estudié no por vocación periodística, sino literaria. Antonio no.

—¿Le echas de menos?

Todos los días, prácticamente. ¿Echar de menos quiere decir recordarlo? Pues entonces sí. ¿Preguntarme qué habría sido de nosotros? ¿Qué haríamos hoy, si siguiese vivo? Todos los días.

—¿Y la radio no os enganchó de la misma forma? Quiero decir: al final es un medio bastante atractivo también. ¿No hay cierta magia en las ondas?

"Te manchabas de tinta, los teletipos te dejaban huellas en las yemas de los dedos, había colillas por todas partes, todo era un desorden… Ahora no"

Sí, entiendo lo que dices. Pero para eso tendrías que tener la capacidad de comparar. Ha cambiado todo mucho. La radio tiene un factor, que es el de la inmediatez. Tú tienes una idea y la ejecutas. Y la consecuencia de esa idea ejecutada tarda segundos en llegar a su destinatario. Preparas un programa, sí, pero luego tienes que establecer improvisaciones que se trasladan inmediatamente al oyente. En un periódico de entonces no. La inmediatez no existía. Era otro rollo. Otro ambiente. Otra gente. Las redacciones de los periódicos, con cierres tan tardíos… Hasta las tres de la mañana fumando, jugando al póker, encestando bolas de papel en la papelera, interactuando con gente de procedencias muy distintas, tribus diferentes, mentalidades… Tenían un valor que ahora no encuentras en ninguna parte. En el periodismo digital actual la inmediatez también juega su papel. Ya no tienes que esperar 24 horas para ver publicado el resultado de tu trabajo. Escribes, lo mandas, y ya está ahí. Me imagino que eso cambia bastante la manera de trabajar. También la tecnología, la rapidez, la limpieza de los utensilios… Antes era todo mucho más sucio, en el sentido literal del término. Te manchabas de tinta, los teletipos te dejaban huellas en las yemas de los dedos, había colillas por todas partes, todo era un desorden… Ahora no. Ahora entras en una redacción y parece el laboratorio: todo batas blancas y ordenadores como tubos de ensayo, perfectamente alineados. No hay ruido, no se fuma…

—¿Cuánto romanticismo hay en lo que cuentas? Uno escucha todo eso y no puede dejar de pensar que las épocas que no ha vivido eran siempre más felices.

Eso te pasa a ti. Te lo digo yo, que soy tu padre. Tú tienes propensión a dividir las cosas en mejores y peores, buenas o malas, blancas o negras. Pero no es así. Yo no me planteo si era mejor o peor. Yo sencillamente digo que era distinto.

—¿Pero lo echas de menos?

Naturalmente.

—¿Preferirías trabajar en una redacción de hace cuarenta años que en una de ahora?

Por supuesto. Pero, probablemente, si tú le preguntaras a la gente que estuvo cerca de Gutenberg si preferirían los sistemas de impresión originales a sus evoluciones más modernas te dirían lo mismo. No porque sea mejor, sino porque te devuelve a tu época. Al momento en el que descubres la vida.

—Sin embargo eso no sólo le ocurre a la gente con las cosas que ha vivido. Existe un cierto síndrome Midnight in Paris, a veces. Una especie de nostalgia del pasado desconocido. Como una huida del presente.

"Siempre tendemos a idealizar nuestro pasado y nos sentimos tentados a desescalar el tiempo. Pero eso es una estupidez"

A mí no me pasa. Yo no añoro lo que no he vivido. A ver, me encantaría pegarme un paseo por el tiempo y ver con mis propios ojos cómo era la vida en determinadas épocas y lugares. No te diré la Edad Media, porque debía de hacer un frío espectacular y tampoco existirían las mejores condiciones higiénicas. Pero no sé, ir al Nueva York de los 40; o ir a principios de siglo y ver cómo vivían los ancestros más cercanos a mi generación, mis abuelos, me produce curiosidad, sí. Pero tampoco lo miro con nostalgia. Uno mira con nostalgia su infancia. Sus recuerdos. Siempre tendemos a idealizar nuestro pasado y nos sentimos tentados a desescalar el tiempo. Pero eso es una estupidez, desde mi punto de vista. Creo que somos hijos de nuestra época y tenemos que saber vivir en el mundo que nos ha tocado.

—Bueno, a veces da la sensación de que, a partir de cierta edad, a algunos les cuesta vivir en un mundo que se parece poco al de su juventud. ¿Tú no has escrito una novela de señor mayor?

¿Cómo que de señor mayor? ¿Qué quieres decir con eso, necio?

—(Risas). No sé. Por cosas del argumento… Por ejemplo: ¿Crees que si Bin Laden se hubiera escondido en la Costa da Morte seguiría vivo y en paradero desconocido todavía?

Tú, chaval… Definitivamente, eres necio.

—(Risas). No sé. En tu novela parece que la Costa da Morte es un lugar mágico en el que una celebridad puede instalarse en pleno 2019 con intención de desaparecer del mundo y conseguirlo.

¡No, hombre, pero en determinadas circunstancias! Para empezar, eso de que Macfarlan lo consigue no está claro. Que quieres ir de listo. Y para seguir, se tienen que dar una serie de premisas que se establecen en la novela. Macfarlan no quiere ser encontrado y, por lo tanto, adapta su vida a ese deseo. Siempre paga en efectivo, por ejemplo. No utiliza teléfono móvil. No tiene ordenador. Sigue escribiendo a máquina…

—Ya, papá, hombre. No te pongas así tampoco. Lo que quiero decir es… ¿No era más sencillo concebir cierto tipo de historias en otra época? Todo esto me recuerda a un episodio de Modern Family en el que los protagonistas se topan con un escritor de best sellers y le tiran por tierra la novela que está escribiendo porque le hacen darse cuenta de que el crimen perfecto que planeaba para la trama no se puede realizar en una sociedad tan evolucionada tecnológicamente.

"Cuando Garci escribió el guión, no situó la acción en el año 2000. La situó bastante más atrás"

Pues mira, si a mí me preguntan, con los conocimientos limitadísimos que tengo sobre tecnología, si mi novela es verosímil, mi respuesta sería que sí. Igual para alguien que esté puesto en la materia no lo es. Pero yo no soy capaz de encontrar ninguna contraindicación argumental que eche por tierra la trama de la historia. Probablemente exista, yo qué sé. La acción transcurre en una aldea gallega donde hay muy poca gente. Y además, los que viven allí conocen al protagonista. Saben que es un escritor americano reconocido, pero poco más. Además no tienen ningún interés, ni por despertar curiosidad en el pueblo, ni por que aquello se convierta en una feria. Tampoco son capaces de valorar muy bien el nivel de reconocimiento del forastero. ¿Qué es un Pulitzer en Estados Unidos? Pues qué más da, ¿no? Esos son datos que no forman parte de su vida diaria. Dicho esto, te diré una cosa que a lo mejor te aporta un poco de luz. Cuando Garci escribió el guión, no situó la acción en el año 2000. La situó bastante más atrás.

—Claro. Cuando digo lo de señor mayor también me refiero a otra cosa que no soy capaz de explicar muy bien. Me da la sensación de que hay una serie de historias que asociamos al pasado. No sé. Un tipo de thriller concreto, por ejemplo, que parece más cercano al cine clásico. Igual me equivoco y esto sólo tiene que ver con que soy tu hijo, y nada más.

Pues puede ser. Lo que sí que es verdad es que las cosas que uno escribe le describen, de alguna manera. Aunque no sólo. Primero, no todo es consecuencia de decisiones voluntarias. Cuando yo llevé a la editorial los primeros diez capítulos para venderles el cambiazo, me maquillaron muchas cosas. Las que me dicen que lo ambiente en el presente, por ejemplo, son mis editoras. De todas formas, yo sigo creyendo que en la literatura, como en el cine, lo más importante es que la historia sea creíble. Si no consigues hacerla creíble, la has cagado. Tú ves películas de los años 40 y te das perfecta cuenta de que hay un forillo detrás de unos personajes que fingen conducir un coche. Pero da igual. Te lo crees. ¿Por qué? Pues porque no es fundamental. Tú trasciendes ese detalle y vas a la historia. Y la historia es perfectamente verosímil en cualquier época del año. En mi novela hay un tío que tiene mucho éxito literario en su país y que por alguna razón extraña, que debe producir una cierta intriga en el lector, desaparece del mapa. No quiere ser encontrado. Se convierte en un alcohólico amargado que vive de recuerdos y que se ve incapaz de escribir una sola línea por más que su editorial se empeñe en renovarle contratos para tratar de rescatarlo del hoyo en el que se ha metido. Eso es lo que hay. Que sea en Finisterre no tiene tanta importancia como que sea en el Maestrazgo de Castellón, cosa que me planteé, por cierto. Lo importante es la historia. Yo lo que me planteé desde un primer momento fue escribir una novela que no aburriese; que el lector la cogiera y dijera: “Bueno. Me ha intrigado lo suficiente como para darle una oportunidad”.

—¿Alguna dificultad por el camino?

Muchas. Al final también quería que fuese una novela que no le hiciese trampas al lector. A mí me cabrean mucho las novelas que hacen trampas. Que ocultan cosas y que luego te tratan de sorprender sin haberte dado la oportunidad de anticiparte. En ese sentido sí que es verdad que Donde la tierra se acaba intenta ser un poco como una película de Hitchcock. Ya sabes, no tanto un thriller, sino más bien una historia de intriga, de suspense. Yo quiero sorprender, pero no hago ninguna trampa para ello. Aporto todos los elementos. Aunque independientemente de eso hay una historia. Quiero decir: existe el valor añadido de intentar que las personas se reconozcan en determinadas emociones.

—Eso también. Otra cosa que me recuerda a las “historias de señor mayor”, o como quieras llamarlas, son los valores que desprende tu novela. No sé. Ese sentido de la amistad. La lealtad inquebrantable entre Brais y Macfarlan. La caballerosidad. El juego limpio. La dignidad en el sufrimiento… Igual son cosas mías y estoy derrapando. ¿No crees que las historias de ahora encaran esos asuntos de otra manera?

"Yo no formo parte de tu generación, y en muchas cosas no la entiendo. Ese gap generacional siempre ha existido"

La verdad es que me tranquiliza bastante que pienses en cosas como esas cuando dices que mi novela es de señor mayor, no te voy a engañar. Yo no formo parte de tu generación, y en muchas cosas no la entiendo. Ese gap generacional siempre ha existido. Pero me entristecería mucho descubrir que en tu generación esos valores no están presentes.

—No, tampoco digo que no lo estén. Pero creo que la manera como se plasmaban hace unas décadas no es la misma. Igual es que esos valores tampoco son los mismos, no lo sé. O a lo mejor yo estoy equivocado y ya está. A mí me da la sensación que hoy en día existe un cierto descreimiento con esas cosas. La mayoría de las historias que salen ahora son más nihilistas, o posmodernas, o como lo quieras denominar. O consideran que antes se trataban esos valores desde un prisma un tanto ingenuo, tal vez. No sabría explicártelo mejor.

Es posible. Tampoco lo sé. Conforme me lo dices me parece que tiene todo el sentido del mundo. Lo que pasa es que yo veo el mundo desde mis gafas, no sé cómo decírtelo. No me las puedo quitar. Hay determinados valores que te impregnan tan profundamente que cuando tratas de imaginar una historia los sacas a relucir irremediablemente. Esa idea de la amistad está muy arraigada en mí. A lo mejor se trata de una sobreexposición de mi yo más profundo, pero es que tampoco me parece que haya otra manera de escribir. Si quieres ser honrado, no puedes huir de eso. Un escritor es como una esponja que, cuando se exprime, sólo puede sacar lo que ha ido absorbiendo con antelación. Eso es lo que hay dentro de mi esponja. Y tampoco tengo la imaginación suficiente para prescindir de ello, porque ni siquiera sé qué sería de mi vida si no lo tuviese.

—De todas formas, al final, los grandes temas de la literatura no han cambiado, ¿no? Se sigue escribiendo de lo mismo desde siempre, más allá de las épocas.

—Eso es. Es la condición humana. Las pulsiones que mueven a los seres humanos desde que pisan la corteza terrestre siguen siendo las mismas.

—En ese sentido, más que una novela de suspense, tu novela me ha parecido una novela sobre el amor. Entendiendo esa palabra en su sentido más amplio.

"Uno se descubre a sí mismo cuando escribe. Yo lo he hecho con esta novela"

—Sí, claro. Es una reflexión sobre eso. Esa es una de las razones por las que te decía antes que es mi novela más ambiciosa. Yo no soy un buen escritor. No pasaré a la historia de la literatura por los libros que he escrito, ni mucho menos. Me hubiera encantado, pero es evidente que no va a ser el caso. Lo asumo con toda la deportividad del mundo. Pero da igual. El ejercicio de ponerse a escribir, con independencia de que luego tengas esa notoriedad que te hubiera gustado tener, te enfrenta contigo mismo. Uno se descubre a sí mismo cuando escribe. Yo lo he hecho con esta novela. Porque de tus obsesiones, de las cosas que llevas dentro, no puedes liberarte. Y yo del amor, por ejemplo, tengo una idea claramente redentora. Creo que los seres humanos cometemos cantidad de errores. Fallamos. Hacemos infinidad de cosas mal. Algunas de las cuales tienen consecuencias determinantes para terceras personas. Y creo que lo único capaz de redimir esos errores es el amor. Esa es una idea que tengo muy metida en muchos órdenes de la vida. Luego me doy cuenta de que, de una manera o de otra, siempre salen a relucir en las cosas que escribo. Por otro lado, también he descubierto que no seré nunca un gran escritor. Que me perdonen los grandes escritores, pero no soy tan malvado como ellos. No soy capaz de machacar a un personaje. No soy capaz de mostrar a una mala persona en toda su ruindad. Tengo como una especie de afán irrefrenable por redimirla. Macfarlan es un personaje despreciable en muchos momentos de su vida. Y sin embargo yo no soy capaz de condenarle. Tengo que tratar de salvarle, no me preguntes por qué. Es una debilidad de la que no era consciente hasta que me he puesto a escribir esta novela.

—¿Hay redención en la huida, o uno huye también de su propia redención?

—En el caso de Macfarlan, desde luego, la segunda opción. Él está huyendo constantemente porque le falta el valor para pegarse un tiro.

—Eso me recuerda a lo que escribió Dostoyevski en Crimen y castigo: “Rodión Románovich tiene ante sí dos caminos: o un balazo en la cabeza o tomar el tole para Siberia”.

—Eso es. Ya me habría gustado a mí que la novela se pareciera un uno por ciento a Crimen y castigo. Pero sí, van por ahí los tiros. Macfarlan es un personaje que no tiene ningunas ganas, ni de ser redimido ni de nada. Se refugia, para seguir vivo, en un lugar remoto donde se pueda emborrachar todos los días de su vida.

—Lo que pasa es que lo que plantea Crimen y castigo es que para alcanzar la redención lo único que se puede hacer es asumir las consecuencias del crimen. No huir de ellas, sino reconocerlas y aceptar el castigo. Donde la tierra se acaba no incide tanto en eso.

—Claro, no. Aquí es al revés. Aquí esa posición se da, pero digamos que se da una vez ha descubierto que la vida merece la pena por el amor, que sigue ahí pese a cualquier cosa.

—¿El amor sólo redime si perdura? Me refiero. Macfarlan llega al fin del mundo y se topa con la última barrera natural, que es el mar. Pero se sigue preguntando si su amor existirá más allá del horizonte de la muerte.

—A esa pregunta te podría responder con mayor libertad si pudiera destripar cosas del argumento que no quiero destripar. Pero creo que has entendido bien lo que pretendía hacer.

—Bueno, intentémoslo de otra manera. ¿Es necesario Dios para que el amor redima?

"¿Cómo pensaría si no tuviera fe? Pues no lo sé. Lo que sí que quiero pensar es que es perfectamente posible la redención de una persona a través del amor"

—(Risas). No tengo ni idea. Es que para eso tendría que ser un filósofo, que no soy, o prescindir de ciertas convicciones que tengo. No puedo mirar la vida nada más que a través de las gafas que llevo puestas, como te he dicho antes. Porque como tú sabes muy bien, yo tengo una convicción muy clara, aunque tampoco sea producto de ninguna certeza racional. ¿Cómo pensaría si no tuviera fe? Pues no lo sé. Lo que sí que quiero pensar es que es perfectamente posible la redención de una persona a través del amor, sin mayores trascendencias. Quiero pensar que es posible. Sin embargo, al mismo tiempo, no soy capaz de concebir ese amor si no es una derivación de algo superior. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

—Sí, lo entiendo. ¿Podríamos decir entonces que el amor de tu novela bebe del amor que enseña la doctrina católica?

—No exactamente de la doctrina católica. Quiero decir: yo, desde que leo novelas, desde que tengo noticia de las grandes preguntas que se ha hecho el ser humano, independientemente de factores religiosos, creo que la idea de la trascendencia aparece en todas ellas. En todas. O casi todas, entiéndeme. Incluso en las más agnósticas. Mayoritariamente, la gente tiende a pensar que de alguna manera no va a morirse para siempre. Esa es mi percepción. Bien porque queda nuestro recuerdo, bien porque hemos dejado rastros que nos sobreviven —una novela, un árbol sembrado—, bien por lo que sea. De hecho, el planteamiento de Macfarlan tampoco es un planteamiento católico. El “nos amaremos después de la muerte” que él plantea y que le lleva a un desenlace determinado no es un planteamiento acorde al catolicismo que yo entiendo. Creo que la cosa tiene que ver más con una necesidad de trascendencia que lleva dentro el ser humano, independientemente de la concreción religiosa que le quieras dar a esa necesidad.

—Sí, sí, si tampoco estoy diciendo que hayas escrito un catecismo. Igual lo que me pasa es que soy tu hijo y te leo de esa forma. Lo que sí que te tengo que decir es que leyendo tu novela me he acordado de esos autores católicos que escribían grandes obras desde su condición religiosa y que lo hacían a pecho descubierto: C. S. Lewis, Graham Greene, Chesterton… ¿Es posible que hoy en día exista un cierto pudor editorial a la hora ofrecer historias al gran público que sean explícitamente católicas?

"No sabemos qué es. Puede esfumarse o puede perdurar. Y la conducta del ser humano en la tierra está siempre planteándose esas cuestiones"

—En mi caso no lo hay, desde luego. Y si lo ha habido ha sido de una manera tan inconsciente que ni siquiera me he dado cuenta. No me identifico ahí. Nunca me he preguntado si es un tema que puede beneficiar o perjudicar comercialmente a una novela. Lo que sí que tengo clarísimo es que, más allá del catolicismo, o de cualquier otra condición religiosa, todas las personas con las que yo me he relacionado —y muchísimas de las mejores novelas que he leído— abordan esa cuestión. Desde una óptica o desde otra. Hablábamos antes de que algo pasa con la vida cuando se acaba. No sabemos qué es. Puede esfumarse o puede perdurar. Y la conducta del ser humano en la tierra está siempre planteándose esas cuestiones. No creo que haya demasiada novedad ahí. Francamente, es un aspecto que ni destacaría. Es decir, me parece tan elemental que una de las cuestiones que forman parte esencial del hombre es la pregunta de qué pasa cuando morimos. Es tan recurrente, tan universal; está tan presente en las conversaciones, cuando hay confianza; es tan visible en el rastro que ha dejado la humanidad en sus diversas culturas que me parece algo obvio. No creo que haya que justificarlo.

—Deduzco que, siendo miércoles de ceniza, no me vas a invitar a cenar.

—Ayuno y abstinencia, chaval. Si quieres pedir algo, te lo pagas tú.

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