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Luz en la piel: Cinco voces de mujer, de Gabriela Guerra Rey

Luz en la piel: Cinco voces de mujer, de Gabriela Guerra Rey

Gabriela Guerra Rey (Cuba, 1981) publica Luz en la piel: Cinco voces de mujer (Huso Editorial), cinco historias cuyas protagonistas son amigas desde la juventud, guerreras desde su identidad femenina, dispuestas a defenderse y a defender en su nombre el libre albedrío de decidir por sí mismas y de luchar por todas las demás. Con Bahía de sal, Gabriela Guerra ganó el premio Juan Rulfo de Novela 2016. Cinco historias que, por su dimensión, tienen que ver con «el derecho a ser mujer en el siglo XXI». Posee esta novela la particularidad de mover al lector desde el erotismo, desde las sensaciones, desde la libertad de mujeres que viven sus deseos. Zenda publica el primer capítulo.

 

Después de todo, se fue. Yo no creí que ese momento llegaría: me daba dolor en el arco epigástrico, en el plexo solar y dondequiera. Pero pasados los días ansiaba que saliera de mi rutina y volver a ser yo contra mí misma. Soy buena en eso.

Estaba tratando de no pensar en su partida, y me puse a leer un blog que reviso con cierta asiduidad y que, a pesar de dudosos erotismos, nunca me provocó demasiado. Comencé a sentir por las piernas, hasta el sexo, una cosquilla… era urgente. Él no estaba para hacerme el amor como mis necesidades requerían. Buscar a alguien que ocupara su lugar en mis intimidades hubiera necesitado algo de tiempo, preparación, y es posible que, a la hora, yo no estuviera lista…

Decidí masturbarme; era lo mejor. Hacía mucho tiempo no me descubría, no sola; entre otras cosas, porque ni aun en las semanas de convivencia obligada, después de decirnos adiós, tuve la soledad para ello. Además, estaba el dolor que no se iba, aunque yo anduviera ya haciendo planes para cuando el daño saliera de mí y tuviera todos los segundos del universo a mi antojo.

En lo de revivir mis sentidos sexuales había otro pequeño problema: tenía que despertar a los demonios abominados por los días tristes, y eso podía ser una tarea larga, para la cual los ánimos reveladores de la tarde no me iban a alcanzar. Me decidí por la vía rápida: utilizar el vibrador con el que me solía dar masajes; ese que nunca me atreví a pedirle que usara para esos menesteres por miedo a su juicio silencioso, inquisitorio, que sus riñas entre el bien y el mal no soportaban.

Desde que lo compré deseaba tocarme con él y, cuando lo prendíamos para darme masajes en la cabeza y en la espalda, en mis días de lucha contra los males del cuerpo y la mente, era imposible no vibrar un poco con la idea. Su ruido me llevaba a aparatos anteriores que me hicieron sentir placer, sola o con alguien más manejándolo a su antojo en mis oquedades. No sabía que se podía sentir nostalgia por un objeto muerto.

Muchas cosas no me animé a pedírselas por la misma causa. Ya me veía suficientemente loca, y para como andaban nuestras penas, no quería agregar otra mirada incomprensible e incomprensiva a mis formas y libertad de recibir placer, cuando en él los estigmas del pecado pesaban tanto. Me equivoqué.

Estuve buena parte del crepúsculo jugando con el «dichoso» aparato, satisfaciendo de una vez todas mis fechorías y utopías, hasta que quedé saciada y exhausta y pude dormir, en paz, por vez primera en muchos meses. ¡Coño, si hasta parece que lo que necesitaba era quedarme con mi soledad, ya tan conocida!

Al despertar, volví a los retozos con mi cuerpo, y en ello encontré la fuerza para seguir adelante, una vez más. Tendría que recurrir a ese impulso reiteradamente. Estaría bien. Me lo había prometido.

En los días sucesivos empecé a hacer todo lo que no podía antes. No solo hurgar en mis mugres aposentos, sino en el estadio definitivo de la madurez. Planeé mis próximos viajes, que ahora podría hacer sin rendirle cuentas a nadie. Compuse mi estancia a mis anchas, todavía con sus miserias a cuestas, y volví a tirarme a escuchar cómo las viejas canciones de amor laceraban, una a una, los costados dolidos por la vida. Encontré disfrute en ello, y en las páginas de los libros pendientes, y en las revistas de literatura para las que nunca me alcanzaban las horas de desvelo. Salí… a conocer el pequeño mundo que me rodeaba y del cual viví ignorante en nombre del amor, por más tiempo del que hubiera deseado.

¡Cuántas porquerías en nombre del amor! El amor puede ser una palabra muy triste, una jaula sin ventanas para que entre el sol. La terrible atadura a un lazo escrito con vocales, que se deshace de solo halar una punta. El amor me ha dado vida y me ha condenado una y otra vez, pero vuelvo a tirarme en caída libre hasta llegar al hueco inmenso donde se echan las cosas que queremos olvidar.

Es cierto: hasta que no tocas fondo no estás lista para comenzar la escalada; con ella empiezas a cargar algunas de esas marañas que estaban olvidadas. Y, cuando llegas a la cima, allí estás, nuevamente, con la espalda atiborrada de mensajes, de pasajes, de maletas sin deshacer… estorbos, frustraciones. Entonces, pasa algún tiempo en el que andas por la vida acarreando esas ínfulas, hasta que te encuentras nuevamente con la copa llena, derramada y amarga, que te empuja otra vez hacia el barranco. Los seres humanos hacemos como Sísifo, que cargaba su piedra y al caer, volvía por ella. Luego viene la parte de culpar a alguien. Y a alguien encontramos para soltarle las riendas de lo insatisfecho, para regocijarnos en nuestros fracasos, y absolvernos por las culpas ajenas y las propias. C´est la vie, simplement.

Cerré los ojos mientras escuchaba todavía la música distante de mis nostalgias, el último réquiem del año por mis calles, las imágenes desvanecidas de pasados tormentosos y felices. Y me toqué, despacio, suavemente, ahora sí con ganas para respirar, para atravesar cada rincón, cada arbusto, cada deseo, cada sueño, hasta deshacerme en un orgasmo más. Dejé los ojos clausurados, con la fantasía de que este era el fin de todo. Porque la vida es eso, un orgasmo, una fantasía sucia, una mujer insatisfecha.

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Autor: Gabriela Guerra Rey. Título: Luz en la piel: Cinco voces de mujer. Editorial: Huso. Venta: Casa del Libro

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