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Malas compañías, de Marina Garcés

Malas compañías, de Marina Garcés

Este es un libro sobre la libertad y sobre la verdad. Y ahora ya podéis reír. Pero no os protejáis en la risa sarcástica, permitíos una risa impertinente. La libertad y la verdad son dos formas de impertinencia necesaria, cuando hemos comprendido que no somos realmente libres ni escaparemos nunca del error ni del engaño.

De esto hablan estos textos, y lo hacen de la mano de diversos autores y personajes que han hecho de su impertinencia una forma de ensañamiento. Georg Büchner nos presenta a Danton y a Robespierre conversando ante la guillotina. Diderot y Sophie Volland escriben su amor en una eternidad sin Cielo. Joaquim Jordà filma a sus amigos mientras colectivizan la fábrica Numax y Teresa de Ávila corta cebollas en la cocina mientras charla con su inquisidor…

Zenda adelanta el prólogo de Malas compañías, de Marina Garcés (Galaxia Gutenberg).

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PRÓLOGO

Las voces indirectas

Las malas compañías acostumbran a llevarnos por buen camino. No siempre es así, pero sin atrevernos a andar con extraños, solo podremos seguir siendo los mismos. La filosofía tiene algo de esto: atreverse a ir con gente rara.

En las facultades de filosofía se hacen amigos raros, se leen autores raros y se empiezan vidas raras. Aprender a pensar es aprender a encontrar lo extraño de las palabras, de nuestros modos de decir y de estar en el mundo. Es extrañarse de lo que parece normal y desear ser un extraño entre extraños. Este deseo puede convertirse en una pose estética, ridícula y autorreferente. De esto también está lleno el mundo de la filosofía: de gente que no es rara sino que se hace la rara. La excentricidad es entonces un producto académico o cultural, una terapia o una estrategia de seducción. La extrañeza no se demuestra, se encuentra. No se escenifica, se comparte. Es un lenguaje secreto y discreto que solo puede ser hallado si bajamos la voz y empezamos a escuchar.

Se ha afirmado con frecuencia que la voz nunca es propia. Que «yo soy otro» y que muchas voces resuenan en la de cada uno. Para las culturas antiguas, esto tiene que ver con las vidas múltiples de las almas y sus relaciones con lo divino, con los muertos, con los animales… Para las sociedades modernas, esto significa que somos una expresión cultural en la que se acumula, consciente e inconscientemente, la experiencia colectiva que nos permite existir. Sin embargo, nos aferramos todavía, quizá por un afán de contradicción, a la ficción de la voz propia. En el caso de la autoría, esta ficción deviene un argumento de éxito y de poder. Mi voz es mía. Mi obra es solo mía. De tan ridículo es patético. Pero funciona. Y ahí seguimos.

La ficción de la voz propia se asienta sobre tres dimensiones: quién habla, a quién y con quién. Así, tenemos al autor (o emisor), a su público (o receptor) y a la comunidad en que esta relación tiene sentido (la academia, la esfera pública, el canon cultural, etcétera). Pero en esta tríada falta una pregunta: ¿a través de quién pensamos y hablamos? En este a través se abre otra geografía del pensamiento: la de las voces indirectas.

La voz indirecta es explícita cuando citamos, comentamos, glosamos o reproducimos palabras e ideas de otros. Esta práctica de préstamo se ha convertido, a través de los siglos, en la base de la actividad académica: citar para legitimar la propia voz. Citar bien y a quien corresponde es la condición para certificar la propia firma y pertenencia a una comunidad científica. En este sentido, se convierte en una convención autoritaria. Pero se trata de una práctica que viene de antiguo y que, precisamente, hace lo contrario: compartir las fuentes del propio discurso o narración. Tanto en Oriente como en Occidente, es habitual que los antiguos pensadores empezaran nombrando a quien les habían contado lo que iban a decir. Los griegos eran viajeros y su filosofía se hilvanó entre las diversas costas del mar Mediterráneo, sus conocimientos y sus historias. Del mismo modo, cualquier cuento oriental empieza como una narración que alguien ya ha contado alguna vez. Actualmente, desde las prácticas de la cultura libre, podríamos decir que citar o nombrar es abrir el código fuente del propio discurso para quienes deseen retomarlo o recombinarlo. Al mismo tiempo, es una expresión de agradecimiento hacia quienes nos han brindado esas palabras, nociones e ideas, a través de las cuales podemos seguir pensando y hablándonos.

La voz indirecta también puede ser implícita, incluso inconsciente. Son todas aquellas expresiones, modos de pensar y de hablar que impregnan nuestra manera de decir y de expresar. Si el cuerpo es vulnerable, la voz es permeable. Lo es la voz sonora, porque entonamos como hemos aprendido a cantar las palabras. Pero lo es, sobre todo, la voz de nuestro pensamiento: pensamos en los tonos que vamos adquiriendo e incorporando a lo largo de la vida. Decía Wittgenstein que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. Pero quizá es al revés: los límites de los mundos que compartimos, ingerimos y componemos desplazan y rehacen los límites de lo que podemos llegar a pensar y a decir. Así, pensar a través de otros es una práctica política que desacopla los mundos propios y desalambra las vidas privadas.

El mito de la autenticidad penaliza esta forma de convivencia entre presencias extrañas en la propia voz. Hay que reconducirla a lo identificable bajo dos estrategias fundamentales: o bien identificar lo irreductible de uno mismo o bien identificar al maestro o a la ideología que habla en ti y por ti. La primera alimenta la idea de la originalidad, de la verdad íntima o del yo como referencia última de cualquier ficción, idea o verdad. La segunda asegura las relaciones de filiación ideológica o cultural y organiza el sentido de lo que ocurre a partir de estas continuidades. El mito de la autenticidad tiene miedo de la cacofonía y de la ventriloquia del pensamiento. Percibe como confusión lo que es una forma de compañía. En vez de acogerlo, sospecha de lo extraño y lo expulsa. El mito de la autenticidad nace del miedo a comprender que lo más singular se desprende de lo menos propio.

Este libro es un encuentro de voces. Empieza con una glosa de los presos esperando la guillotina, en La muerte de Danton, de Georg Büchner, y acaba con la lectura de las cartas que mi abuela materna escribió, siendo casi una niña, durante los años de la guerra civil, en Toulouse. La muerte pauta el inicio de la Europa moderna, en Francia, y la muerte sigue marcando el ritmo de un presente que no termina. El pasado familiar es un tiempo inacabado en el que se encuentran las cartas que viajan con el último tren que salió de París durante la invasión alemana y las imágenes con las que hoy la Europa ucraniana y rusa nos devuelven el sentido de una historia que habíamos querido olvidar. En este libro hay muchos muertos, pero son muertos muy vivos. «Todo está lleno de muertos», dice uno de los personajes de Le voci di dentro, de Eduardo de Filippo, que también aparece en estos escritos. Hay muertos en vida y muertos que no dejan de insistir en volver. En las voces indirectas todos se pueden encontrar. La filosofía es una forma de espiritismo, quizá, una invocación irónica y tierna en la que vivos y muertos pueden intercambiar sus papeles y volver a pensar.

Las malas compañías no se escogen: son fruto de los encuentros que no hemos podido evitar. Aquí tampoco pueden evitarse, porque en este caso yo, mi yo ventrílocuo, ha construido un lugar a partir de todas ellas. Están los condenados por la Revolución francesa y mi abuela prometiéndose, entre dos guerras, con el abuelo que nunca conocí. Están los maestros amenazados de muerte en México y las guerrilleras que, en el Kurdistán, desafían con las armas la política de asesinato del ISIS y de sus cómplices internacionales. Está Albert Camus, con su preocupación por la verdad en un mundo mentiroso, y están las verdades parciales y anónimas de la stripper Christa Leem, del cineasta Joaquim Jordà, del filósofo Santiago López Petit, de la anarquista Amparo Poch y Gascón, del gitano Torete, de Teresa de Ávila y sus visiones, o de Pol Guasch y su amor en llamas, entre otros. Diderot y Sophie Volland se amaron más allá de su imposible encuentro e hicieron de sus cartas y de sus cenizas una promesa de eternidad sin Cielo. Así lo hacemos nosotros, sea quien sea que quiera hacer suyo este plural.

¿Por qué lloran los niños más pequeños cuando empiezan el curso escolar? Hay que romper el vínculo para hacer posibles otras compañías y emprender otros aprendizajes. El bautizo consagra un llanto en el que se apoya y se renueva el sentido de la comunidad. Pero esta comunidad es frágil y tiene muchas sombras. «Este no es un lugar bonito para vivir», dice una pintada al lado de la piscina de una comunidad de vecinos en una obra teatral de Josep Maria Miró. El rectángulo pintado de azul de la piscina nos recuerda que cualquier intento de protección es un simulacro y que el bienestar siempre está amenazado. No somos libres. Comprenderlo es la condición para desprenderse de la tentación reaccionaria: porque no somos libres, podemos salir al mundo y desafiar sus condiciones. La libertad no es un atributo ni una propiedad: es una forma de impertinencia a la que solo las malas compañías nos pueden convocar.

En estas páginas circula una pandilla posible, una banda sin cabecilla que, como Jacques y su amo, quizá no sepa adónde irá pero sí que quiere ir a alguna parte. En los últimos tiempos ha vuelto a imponerse la idea de que no hay futuro o de que el futuro es lo que ha quedado atrás. La humanidad se encamina hacia el abismo o hacia un después de todos los después. No es un imaginario nuevo, pero sí lo son sus proporciones globales. En un planeta desgastado y en una historia sin progreso, las expectativas son un bien escaso duramente disputado y no hay horizontes colectivos que no sean catastróficos. La salvación se vende como un seguro a plazos. Las lecturas del presente están capturadas por este dogma apocalíptico, difícil de rebatir cuando los hechos se han convertido en premoniciones de un final inminente.

Invocar a las malas compañías en este escenario es un desafío al colapso de la imaginación. La imaginación tiene la virtud de moverse libremente en el tiempo: es memoria y es proyecto a la vez. Hace presente lo ausente para abrir los recorridos que no fueron y despertar las resonancias que nos hace falta escuchar. Si la libertad es impertinente, la imaginación es desobediente: no entiende de puntos finales ni acata el poder de la última palabra. La imaginación cumple un papel importante en la pugna por la verdad porque su punto de partida es la ausencia. ¿Qué nos falta? Esta pregunta abre un vacío e interrumpe el juego de la representación. La compañía y sus voces indirectas parten de la verdad última de la soledad. Hay una escena en La muerte de Danton que no me atreví a incluir entre los fragmentos con los que se inicia este libro de voces y de encuentros. Ahora creo que es la clave silenciada del libro mismo y, en el fondo, la razón última para pensar.

JULIE: ¿Crees en mí?

DANTON: ¿Qué sé yo? Sabemos poco el uno del otro. Somos animales de piel dura, nos tendemos mutuamente las manos, pero es un esfuerzo inútil, solo nos frotamos mutuamente el duro cuero: estamos muy solos.

JULIE: Tú me conoces, Danton.

DANTON: Sí, lo que suele entenderse por conocer. Tú tienes los ojos oscuros y el cabello rizado y la tez suave y siempre me dices: querido Georges. Pero (señalando a la frente y los ojos) ahí, ahí, ¿qué hay detrás de eso? No, no, nuestros sentimientos son toscos. ¿Conocernos? Tendríamos que abrirnos las tapas del cráneo y de las fibras del cerebro, e ir sacándonos mutuamente los pensamientos.

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Autora: Marina Garcés. Título: Malas compañías. Editorial: Galaxia Gutenberg. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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