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Memoria de la peste

Desde agosto de 1737 hasta 1739, todo México padeció una peste que se cobró miles de vidas. En los documentos de la época, el hecho fue de los primeros en ser nombrado por la locución latina «epidemia», pero entre los mexicanos se le llamó matlazáhuatl, palabra náhuatl que significa “red” o “grupo” (matlatl) y zahuatl, “erupciones” o “granos”. Ya en 1575-1576 y en 1696 se habían registrado en lo que entonces se conocía como Nueva España brotes epidémicos con consecuencias graves, pero este fue narrado con lujo de detalles. De acuerdo con algunas crónicas, el cuadro clínico coincidente era el de fiebre intensa, sangrado por boca y oídos, disentería aguda y pústulas, y su patrón de transmisión siguió el trazo de los caminos reales existentes en la época, viajando de Tacuba y Coyoacán, a Toluca, Puebla, Querétaro, Michoacán, Jalisco, Durango, Aguascalientes y Chihuahua. Según lo narrado por Cayetano Cabrera Quintero en su obra Escudo de armas de México (1746), el brote epidémico se habría iniciado en un obraje de lana del pueblo de Tlacopan, entonces separado de la Ciudad de México, en agosto de 1737. Dichos obrajes eran sitios insalubres en donde trabajaban, comían y dormían decenas de personas en contacto con animales y desechos fecales. No obstante, diversas hipótesis señalan que el origen de la infección pudo haber sido ultramarino, viajando desde Europa a través de cargamentos comerciales. El polímata José Antonio Alzate y Ramírez (1737-1799) fue uno de sus mejores cronistas. Como recuerda mi admirado narrador Rafael Pérez Gay (Nos acompañan los muertos, Perseguir la noche, Arde, memoria, No estamos para nadie: Escenas de la ciudad y sus delirios), Alzate contó que fueron dos años de oscuridad funestos para México por la “gran destrucción que despobló el reino”. La velocidad del contagio fue una pesadilla y la cantidad de enfermos desbordó los sanatorios. El Hospital Real de Indios atendió a nueve mil personas, de las cuales solo sobrevivieron dos mil. Se calculó que solamente ahí había 14 mil 600 cuerpos inertes que poco a poco iban ocupando un lugar en el cementerio aledaño al Hospital de Indios. “El resto de hospitales debieron ser pudrideros y la ciudad olía a muerte. Una ciudad fantasma”, dice Pérez Gay. El Ayuntamiento emitió un documento lacónico en el que señalaba que “una grave epidemia había devastado la ciudad”. Alzate calculó que esa epidemia había sido el peor brote del siglo XVIII, causando la muerte de más de un tercio de los habitantes de la Nueva España. Como apunta Donald B. Cooper en su investigación Las epidemias en la Ciudad de México 1761-1813, citado por Pérez Gay, la epidemia mató, solo en Ciudad de México, a 60 mil personas y aproximadamente a 200 mil en el resto del territorio. “De noche, en las calles, cualquiera podía tropezar con un cadáver; al salir de una casa el olor fétido enrojecía los ojos. Eran los días de las fiebres misteriosas”, dice Pérez Gay. Pero no hay que olvidarlas, porque como afirma el escritor chino Yan Lianke, «la memoria no puede transformar el mundo, pero sí dotarnos de una verdad interior». Alzate, un erudito que se dedicó a la investigación y divulgación del conocimiento en sus publicaciones, en las que gastó gran parte de su herencia, así como en su biblioteca, un museo de historia natural, colecciones arqueológicas e instrumentos de astronomía y física, siempre defendió la memoria. Por eso impulsó diversas publicaciones periódicas, como la Gazeta de Literatura de México, que comenzó a editar a partir de enero de 1788 y en cuyo último número, publicado el 22 de octubre de 1795, se puede leer: «Algunos indiscretos piensan que las noticias que presentan las gacetas son efímeras; no es así: reviven a cierto tiempo y son el verdadero archivo de que se valen los que intentan escribir la historia de un país”. Memoria, frágil memoria.

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"La epidemia mató, solo en Ciudad de México, a 60 mil personas y aproximadamente a 200 mil en el resto del territorio"

Tiene razón el escritor regiomontano David Toscana (1961) en enfadarse seriamente por el tratamiento promocional que dan algunas editoriales a sus libros. Resulta que hace poco Alfaguara México reeditó su novela Duelo por Miguel Pruneda, en sus propias palabras su “autobiografía emocional” y una de sus obras más entrañables. Tratándose de una novela de tintes incluso metafísicos, con diversos niveles de lectura y temas de calado, lo mejor que se le ocurre al departamento de marketing, que es en lo que se han convertido algunos gabinetes de prensa y comunicación, es enviar a un nutrido grupo de redes sociales un mensaje donde dicen: “¿Has jugado al detective en un cementerio donde los murmullos de los muertos apenas se distinguen de los de los vivos? Juega al gato y al ratón con David Toscana en Duelo por Miguel Pruneda”. Y se quedan tan panchos, esperando que el “cebo” funcione. Lógico, Toscana se encabrona. Para el autor se trata, simple y llanamente, de publicad engañosa, como si él y su obra fueran un producto mercantil más. Y alzó la voz. Publicó un artículo donde dice lo que, bien juzgado, debía decirse desde hace mucho tiempo. Escribe: “En un tiempo remoto hablar de libros era sobre todo hablar de cultura, de pensamiento, de bellas letras; mientras que la televisión era lo que sigue siendo: la caja idiota. Hoy, las grandes empresas editoriales se inclinan a jugar el mismo juego de la industria del entretenimiento”. Más tarde le preguntaron sobre el tema y remachó: “Acá (en México) tenemos empresas que no leen los libros que publican. Lo mismo pasa con la gente que se encarga de la publicidad: tampoco lee los libros”. Yo creo que sí, que muchos gabinetes de comunicación del mundillo editorial deberían hacer acto de contrición y no pretender el gancho fácil, la lírica del marketing y el slogan barato. No todo vale para vender libros.

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