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Monch, monch, monch (Arresto domiciliario 30)

Monch, monch, monch (Arresto domiciliario 30)

¿Qué hace la gente cuando nadie la ve? Engordar, por lo pronto. No sé si sean mis nervios o la pura inquietud de soportar esta quietud tirana, pero observo que en los últimos días el refrigerador se ha ido poniendo sexy. Ya solamente abrirlo y probar de los pies a la cabeza el golpe de frescura redentora, me da por recordar la primera sex shop a la que logré entrar, en plena pubertad. No sabe uno ni para dónde mirar, de sus pupilas brotan manojos de apetitos paralelos, cada uno a su manera impostergable, cual si en esos momentos la vida se aprestara a compensarle por todo cuanto pudo haber faltado. No quiero imaginar qué habría sido de mi adolescencia teniendo una sex shop en la cocina.

Desde el inicio de la cuarentena, mi correclusa y yo aprendimos a hacer el súper en línea. Tímidamente fuimos sumando leche, azúcar, jabones, pan de caja y otras necesidades más o menos frecuentes a nuestra lista de favoritos, de modo que las compras por venir se hicieran más sencillas y expeditas. Cada nueva visita, desde entonces, hace crecer la lista providencial con un marcado sesgo compensatorio. Pues si al principio solamente añadíamos lo que juzgábamos indispensable, hoy menudean dulces, chocolates y antojos variopintos que bien podrían parecer superfluos si no hubiera estas ansias de resarcimiento bullendo a la primera provocación.

"No quiero imaginar qué habría sido de mi adolescencia teniendo una sex shop en la cocina"

Por alguna razón, remanente quizá de la arcadia infantil, asumimos que cuando la vida nos castiga, o no nos premia como debería, queda por ahí un saldo a favor nuestro. Si hace cuatro semanas estoy aquí encerrado, me toca desquitarme con la despensa. Agárrense pasteles, tamales, papas, chicharroncitos, cervezas, cacahuates, gelatinas, que esto ya es más revancha que apetito. Sintomáticamente, hemos visto crecer las sucesivas cuentas del supermercado igual que los juguetes nuevos se multiplican sobre la cama de un pequeño enfermo.

El factor económico tampoco es inmune al prurito de la compensación. Después de tanto ahorrar en gasolina, cines, teatros, tiendas, restaurantes y caprichos de ocasión, cabe pensar que la única oportunidad de hacerse uno justicia por la propia mano está en fortalecer la oferta cotidiana del refrigerador. Clic, clic, clic, clic, clic. “Que no se vea miseria”, decimos por aquí cuando nos pica el bicho del despilfarro, valoramos de más nuestros merecimientos o concluimos que ya bastante miseria hay en el mundo para para encima venir a castigarse solo.

"A veces, en mitad de algún insomnio, me pesco suspirando por una bolsa de osos de grenetina –color dorado, de la marca Haribo–"

No he llegado al extremo de meter golosinas debajo de la cama porque justo ahí se guarda la báscula, cuya presencia últimamente ignoro como el vacacionista que se resiste a ver el calendario. A veces, en mitad de algún insomnio, me pesco suspirando por una bolsa de osos de grenetina –color dorado, de la marca Haribo–. Se nos acaban pronto, ya sean pocos o quizá demasiados, porque así de arbitrarias son las reglas de la autocompensación. Hace un rato, conforme iba empezando a dar forma estas líneas, me compensé comprando un juego de moldes para hacer las gomitas en casa y llenar vitroleros y vaciarlos de vuelta a la velocidad de los actos reflejos.

Está por verse que la venganza sea en verdad dulce, pero no tengo duda sobre el gusto exquisito del resarcimiento. Señal de que ya es hora de hacerle una visita al refrigerador.

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