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Mujeres literarias trabajadoras e imprescindible y deliciosamente malvadas

Mujeres literarias trabajadoras e imprescindible y deliciosamente malvadas

En este 8 de marzo, en mi celda de Zenda he querido homenajear a media docena de personajes femeninos que cumplen una triple condición: son trabajadoras, han sido encarnados por actrices en películas u obras de teatro y, lo más importante, son imprescindible y deliciosamente malvadas, porque el Día de la Mujer Trabajadora las malas también lo celebran.

Ana Belén encarnando a Medea en el Festival de Teatro Clásico de Mérida en 2015.

Medea, la madre asesina

Nombre: Medea (del griego Μήδεια).

Origen: Cólquida (actual Georgia).

Profesión: Sacerdotisa de Hécate y hechicera.

Inicio de su vida laboral: Primer año de la 87ª Olimpiada (431 a.C.).

Delitos: Filicidio doble y asesinato múltiple.

Cuando los abogados romanos buscaban clientes en el foro, intentaban atraerlos asegurándoles que eran tan buenos en su oficio que conseguirían que los jueces absolvieran a Medea, lo cual, para la mentalidad romana, entraba de lleno en el terreno de lo imposible. Y es que la hija del rey Eetes de la Cólquida (también nieta del dios Helios, el sol) era la orgullosa culpable del peor crimen que una mujer podía cometer: matar a sus propios hijos. Previamente había matado a Glauce, la prometida de su ex marido Jasón, y al padre de ésta, el rey Creonte de Corinto.

El mito de Medea formaba parte del acervo cultural griego desde mucho antes de que Eurípides escribiera la tragedia que la convertiría en un arquetipo universal. Otros autores anteriores como Hesíodo y Píndaro recogieron la historia, y ambos hablan de Medea y Jasón como una pareja feliz que se conocieron cuando él llegó a su reino en la orilla oriental del Mar Negro (en la actual Georgia) buscando el Vellocino de Oro. Ya entonces Medea era una de las hechiceras más conocidas del mundo griego, y su prestigio y sabiduría sólo eran superados por los de su tía Circe —con quien se las verá Ulises en La Odisea— pues no en vano su propio nombre, Medea, viene del verbo μήδομαι (médomai) que significa “pensar”. En todo caso, Jasón y sus amigotes del barco Argos no hubieran tenido la más mínima posibilidad de conseguir el Vellocino de Oro sin la ayuda de Medea que, enamorada hasta las trancas, ayudó a su maromo a domar a los toros que escupían fuego, y a sembrar un campo con dientes de dragón de los que brotan guerreros que se matan entre sí antes de dormir a la gran serpiente que custodiaba el pellejo dorado. Tras conseguir el trofeo, Medea se embarcó en el Argos para huir de la cólera de su padre, el rey Eetes y, tras mil peripecias, llegaron a Corinto.

Y aquí es donde empieza la tragedia de Eurípides. A Jasón se le brinda la oportunidad de convertirse en heredero del trono de Corinto si se casa con Glauce, la hija del rey Creonte. Lo único que debe hacer es repudiar a Medea, la cual, por su condición de mujer y extranjera, no tiene ningún derecho ni forma de impedir su desgracia. O eso se creen Jasón y su futuro suegro.

Medea fingió aceptar la decisión y envía a los dos hijos que tuvo con Jasón con regalos para la que será su inminente madrastra. En cuanto Glauce se puso la corona de oro y el peplo que Medea había embrujado, tal y como dice Eurípides, “la sangre cayó desde lo alto de su cabeza confundida con el fuego, y las carnes se desprendieron de sus huesos, como lágrimas de pino, bajo los invisibles dientes del veneno”. El rey Creonte, horrorizado, intentó ayudar a su hija y también pereció entre las llamas. Después, Medea consumó el cruel castigo que había preparado para Jasón y mató a sus hijos para privarle de su descendencia, que era para los antiguos griegos el patrimonio más valioso de un hombre. La obra de Eurípides termina con la hechicera subida al carro de su abuelo, el dios Helios con el que huye a Atenas.

Aún hoy, Medea es un personaje formidable. Y en su contexto histórico lo es más aún, dado que las mujeres en la antigua Grecia eran, salvo contadísimas excepciones, poco más que ganado destinado a la procreación, en el caso de las esposas legítimas, o al sexo en el de las concubinas. Sin embargo, Medea (al igual que Circe o Calisto) es sabia, fuerte, hábil, luchadora y temible. Si no hubiera sido por ella, Jasón no habría pasado ni la primera prueba en la búsqueda del Vellocino, y así como el mito de Jasón acaba ni siquiera lo necesitó en sus andanzas posteriores a los terribles acontecimientos que recreó Eurípides en la tragedia y que según la tradición acabó siendo adorada como una diosa y compañera del mismísimo Aquiles en los Campos Elíseos. Pero, antes, dejó esta frase: “Dicen que vivimos en casa una vida exenta de peligros, mientras ellos luchan con la lanza. Necios. Preferiría tres veces estar a pie firme con el escudo que enfrentarme al parto una sola vez”. Sí, señora.

José Luis Gómez magníficamente caracterizado como la Celestina en un montaje teatral en 2016.

Celestina, la lúcida y universal alcahueta

Nombre: Celestina, la de las Tenerías junto al río.

Origen: Salamanca. Reino de León.

Profesión: Labrandera (bordadora), perfumera, maestra de hacer afeites y hacer virgos, alcahueta y un poquito hechicera.

Inicio de su vida laboral: 1499.

Delitos: Brujería, estafa, extorsión, apropiación indebida y proxenetismo.

En las grandes historias de amor de la Literatura, como la de Romeo y Julieta o la de Tristán e Isolda,  siempre hay alguien que favorece el encuentro de los enamorados y cuya complicidad con uno de ellos (o ambos) es el elemento necesario para que el romance florezca. Un criado, una doncella, un amigo del galán o una tía de la novia suelen hacer de mecha que enciende ese amor, posible o imposible. Sin embargo, sólo en una España en transición desde la Edad Media al Renacimiento podía surgir una historia como la de Calisto y Melibea, en la que las cuitas de los tortolitos terminan importando una higa ante la presencia titánica de un personaje que no sólo cuenta con méritos propios para ser incluido en esta lista de trabajadoras perversas, sino que además es un arquetipo universal: La Celestina.

Estamos ante uno de los grandes clásicos de la Literatura en castellano de todos los tiempos, tan fascinante cuando se comprende como odiado por los estudiantes de Bachillerato, de manera que, como dice mi amigo y también escritor David Jiménez «El Tito»,  estamos perdiendo la fuerza de los clásicos a causa de leer los clásicos a la fuerza. Por ello, si el castellano de los  siglos XV y XVI les asusta un poco, prueben con la versión modernizada de Soledad Puértolas editada por Castalia.

En todo caso, lo que parecía que iba a ser otra historia de amor empalagosa como la de Shakespeare fue convertida por su misterioso autor, Fernando de Rojas, en un monumento que exhibe la maldad humana en toda su estúpida y vergonzosa magnitud.

La tradición dice —que no el texto— que la acción de la Tragicomedia de Calisto y Melibea (que así se llama la obra) transcurre en Salamanca y que Celestina tenía, según la describe Pármeno, el criado de Calisto, “seis oficios; labrandera, perfumera, maestra de hacer afeites y de hacer virgos, alcahueta y un poquito hechicera. […] Y en su casa hacía perfumes, falsaba estoraques, menjuí, animes, ámbar, algalia, polvillos, almizcles, mosquetes. […] Hacía con esto maravillas que, cuando vino por aquí el embajador francés, tres veces vendió por virgen una criada que tenía”.

Pero de todas las habilidades de Celestina, su arma más temible es la palabra bien municionada con su astucia. Por su condición de símbolo, corremos el riesgo de reducirlo a un simple tópico, pero el personaje va mucho más allá. Es una mujer marginada, condenada al delito y al desprecio de todos pero que, para vergüenza de los ricos y poderosos, cumple con su función social facilitando a quien quiera pagarlos cuantos vicios pida. Y todo el mundo los tiene, aunque nadie quiere reconocerlos. A ella no le protegen ni su cuna, ni su oficio, ni su patrimonio, con lo que su vida es y ha sido un continuo sobresalto, con lo que le podemos perdonar —y alabar— su cruel cinismo porque la vieja bruja sabe, de verdad, cómo es el mundo: un asco que no se puede cambiar ni reformar, sólo sobrevivir a él como se pueda y contra quien se tercie.

Lana Turner como Anne de Breuil en la versión clásica de Los tres mosqueteros dirigida por George Sidney de 1948.

Anne de Breuil, el diabólico ángel rubio de Richelieu

Nombre: Anne de Breuil, Charlotte Backson, Condesa de La Fère, Lady Clarick, Baronesa de Sheffield y/o Milady de Winter.

Origen: Templemars. Región del Paso de Calais. (Francia).

Profesión: Espía y agente del cardenal Richelieu

Inicio de su vida laboral: 1844.

Delitos: Hurto, robo, conspiración, inducción al suicidio y al homicidio y asesinato.

No temo equivocarme si aseguro que Anne de Breuil, la diabólica criatura concebida por Alejandro Dumas para Los tres mosqueteros, es la primera femme fatale de la Literatura, nacida casi un siglo antes de que esta clase de súcubos poblaran el género negro. Tan bella como malvada, Anne de Breuil (su nombre real, aunque en la novela usa cinco alias más) se gana muy bien la vida como espía del no menos siniestro cardenal Richelieu. De hecho, Dumas la presenta como mucho más peligrosa que el retorcido ministro del rey Luis XIII de Francia.

Cuando D’Artagnan la conoce, la describe como «pálida y rubia, de largos cabellos que caían en bucles sobre sus hombros, de grandes ojos azules lánguidos, de labios rosados y manos de alabastro». Este cuerpo angelical es regido por una mente poderosa que es un prodigio de ambición y maldad. Como agente del cardenal Richelieu ha estado implicada en el robo de los herretes de diamantes que Ana de Austria entregó a su amante, el duque de Buckingham, quien será asesinado por sugerencia suya. También envenenará a Constanza, la novia de D’Artagnan, y sobre su conciencia pesa el suicidio del joven sacerdote al que sedujo siendo una novicia del convento de Templemars y convenció para que robara el tesoro de las religiosas antes de abandonarlo para casarse con el conde de La Fère, que no es sino uno de los mosqueteros —el taciturno Athos— que vivirá siempre con el remordimiento de haber dejado suelto semejante mal en el mundo. Y todo ello por no hablar de la muerte en extrañas circunstancias de Lord Winter, su segundo marido.

Como tantas otras femmes fatales posteriores, Milady utiliza su encanto como la munición más poderosa de su arsenal. Y ante su embrujo, todos los hombres se vuelven más idiotas de lo que ya somos sin ayuda externa. Hasta el noblote y un tanto bobalicón D’Artagnan se enamorará como un becerro hasta tal punto que, al final de la novela, cuando el verdugo (que encima era el hermano del cura que ella corrompió) está a punto de decapitarla, Milady casi consigue convencer a los criados de los mosqueteros para que la dejen escapar, y sus súplicas son tan convincentes que el aguafiestas de Athos desenvaina su espada para advertir a D’Artagnan que se batirán en duelo si da un paso más en dirección a la mujer, porque es «un demonio enviado a la tierra», aunque se equivoca en la definición. A Milady no la enviaron desde el infierno: la echaron de él por mala.

Kathy Bates en el papel de Annie Wilkes en la película de 1990 y por el que ganó un Oscar. 

Annie Wilkes, la aterradora fan número 1

Nombre: Anne Marie Wilkes Dugan, alias «La Dama Dragón»

Origen: Bakersfield, California (EE UU).

Profesión: Enfermera. Jefa de Maternidad de un hospital de Colorado (EE UU).

Inicio de su vida laboral: 1987.

Delitos: Secuestro, tortura y más de 70 asesinatos.

Stephen King escribió Misery (publicada en 1987) puesto hasta las trancas de alcohol y cocaína, con lo que la gordita enfermera psicópata es la hija de los delirios de un yonqui. Además, hubo tres eventos que desencadenaron esta fábula terrorífica sobre la creación y la admiración. El primero fue la iracunda reacción de algunos fans del propio King tras la publicación en 1984 de su novela Los ojos del dragón, en la que se salía del género de terror para explorar los terrenos de la fantasía épica. Aquella “traición” se tradujo en centenares de cartas con quejas, insultos e incluso amenazas de muerte. Además, un perturbado se coló en la casa de King en Maine con una caja de zapatos en las manos en la que, según decía, había una bomba, cosa que no era cierta, tal y como comprobó la Policía cuando lo detuvo. Annie terminó de nacer en un vuelo trasatlántico a Londres, donde King soñó con una mujer corpulenta y diabólica, pese a su cara alegre, a la que le gusta tanto un determinado escritor que encuaderna con la piel del infortunado literato su última novela. Cuando despertó, King apuntó estas ideas en una servilleta de papel y, ya en el hotel Brown’s de la capital británica (en el que se alojaron escritores como Bram Stoker, Robert Louis Stevenson o Agatha Christie), esbozó la historia usando la misma mesa en la que Rudyard Kipling sufrió un derrame cerebral. Con semejantes ingredientes, el guiso tenía que salir forzosamente sabroso.

Annie Wilkes es el eje absoluto sobre el que gira la novela y la película homónima con una Kathy Bates haciendo una de las mejores malvadas de todos los tiempos. Wilkes es una enfermera retirada y aficionada a las novelas románticas de aire victoriano protagonizadas por Misery Chastain y escritas por Paul Sheldon. Este escritor sufre un accidente de tráfico en una carretera perdida de Colorado durante una tormenta y es rescatado por Annie. Sheldon apenas puede creer la buena suerte que ha tenido, pese a que se ha roto las piernas, al estar en la casa de una enfermera que resulta ser fan de su obra. Ella promete cuidarlo y ayudarlo a recuperarse, le dice que ha avisado a sus familiares y al hospital, y que tan pronto como abran las carreteras bloqueadas por la nieve podrá llevarlo al hospital más cercano.

Sin embargo, Wilkes descubre que Paul Sheldon, como Conan Doyle con Sherlock Holmes, ha matado a Misery en su última novela. Cuando Annie se hace con una copia de El hijo de Misery y se percata de que han acabado con su personaje favorito, empieza el horror.

La enfermera de mediana edad, tan gordita y adorable como para ser nuestra encantadora vecina del cuarto, se convierte del “fan número 1” en un aterrador demonio que tortura al literato para obligarle a escribir otra novela donde haga volver a Misery de entre los muertos. Para ello castiga a Paul con todo tipo de perrerías (desde dejarle sin comer a no proporcionarle sedantes) e incluso quema el único manuscrito de Fast Cars, la novela que Sheldon llevaba en el momento del accidente y con la que pretendía abandonar el género romántico victoriano que le había hecho famoso.  Durante semanas de infierno, Sheldon complacerá a su carcelera escribiendo la novela mientras planea cómo matarla y averigua, de paso, que es una psicópata con más de 70 asesinatos en su cuenta, la mayoría de recién nacidos y ancianos, cometidos cuando Annie trabajaba como enfermera en un hospital de Colorado.

Misery es una obra maestra, y creo que también es la mejor novela de Stephen King, porque consigue cuajar una historia aterradora con muy pocos personajes. Ese entorno cerrado y asfixiante es el marco perfecto para comprobar cómo la creación artística y su efecto en los receptores de la obra puede abrir las puertas del infierno, como se demuestra en el asesinato de John Lennon a manos de Mark David Chapman. En todo caso, Annie Wilkes está en el corazón de servidor de ustedes como uno de sus personajes favoritos porque, a fin de cuentas, ella es esa lectora entusiasta que a todos los escritores nos encanta tener. Aunque con ella, lo de los amores que matan sea cierto. Literalmente cierto.

La actriz mexicana Kate del Castillo como Teresa Mendoza en la telenovela La Reina del Sur, de 2011.

Teresa Mendoza: convertirse en la muerte para huir de la muerte

Nombre: Teresa Mendoza Chávez, alias “La Mexicana” y “la Reina del Sur”.

Origen: Barrio de las Siete Gotas. Culiacán. Estado de Sinaloa (México).

Profesión: Empleada en una tienda de sombreros; cambiadora de dólares; cajera de un club de alterne de Melilla y jefa de un organización de narcotraficantes.

Inicio de su vida laboral: 2002.

Delitos: Contrabando de tabaco, tráfico de estupefacientes, tenencia ilícita de armas, pertenencia a organización criminal, homicidio e inducción al homicidio.

“En aquellos tiempos era una de tantas: jovencita, callada. La chava de un narco. Con la diferencia de que no se teñía el pelo de güera y que tampoco era de las buchonas a las que les gusta aparentar. En cuanto a lo otro, añadió, aquí las hembras suelen ocuparse de sus asuntos: peluquería, telenovelas, Juan Gabriel y música norteña, compras de tres mil dólares en Sercha’s y en Coppel, donde su crédito vale más que el dinero. Ya sabe. Reposo del guerrero”. Así describe el narco César Batman Güemes a Teresa Mendoza Chávez al periodista y escritor (un trasunto del propio Arturo Pérez-Reverte) que indaga en la vida de una joven que se convierte en la jefa de una organización criminal dedicada al tráfico de drogas.

Con La Reina del Sur (2002), Pérez-Reverte cuajó una historia que, siguiendo los cánones del viaje del héroe (heroína, en este caso), consigue llegar muy lejos, construyendo un personaje femenino que, para huir de la muerte, termina convirtiéndose en la muerte. La epopeya de Teresa empieza como la de muchas otras chicas de Culiacán que no tienen más ambiciones que las normales en alguien de su condición. Dice la novela que era de Las Siete Gotas, un barrio muy humilde de Culiacán, y que era hija de padre español y madre mejicana. También que dejó los estudios en la primaria, y que, “empleada de una tienda de sombreros del mercadito Buelna y luego cambiadora de dólares en la calle Juárez, una tarde de Difuntos —irónico augurio— la vida la puso en el camino de Raimundo Dávila Parra, piloto a sueldo del cártel de Juárez, conocido en el ambiente como el Güero Dávila a causa de su pelo rubio, sus ojos azules y su aire gringo”.

Su romance con el Güero Dávila acabará con su novio muerto en uno de los enésimos ajustes de cuentas entre los cárteles mexicanos de la droga, en los que no sólo mueren los narcos, sino también sus seres queridos. Así, Teresa huye de México y termina en Melilla, donde Dris Larbi, el encargado de un club de alterne donde encuentra trabajo, dice de ella que no era “ni guapa ni fea. Ni muy viva ni muy tonta. Pero salió buena para los números… Me di cuenta en seguida, así que la puse a llevar la caja […]. Y no, la verdad es que nunca fue puta”.

A partir de ahí, Teresa irá evolucionando hasta convertirse en la jefa de una organización de narcotraficantes. Aunque durante toda la novela Teresa mantiene hombres a su lado, jamás deja que ninguno de ellos vuelva a interferir en su vida. Tuvo que huir de su patria por culpa del amor que sentía por el Güero Dávila y ésa fue la última vez que permitió que las acciones u omisiones de un tío pudieran tener algún efecto en su destino.

Teresa es fascinante por muchas razones, pero me resulta especialmente atractiva porque, a través de ella, Pérez-Reverte compone un poema de amor a los libros y la Literatura. Durante su condena a tres años de prisión en el Puerto de Santa María, la mexicana —que es casi analfabeta— empieza a leer orientada por Patricia O’Farrell, su compañera de cautiverio. Y así brillan joyas como El conde de Montecristo de Alejandro Dumas, Gabriela, clavo y canela, de Jorge Amado, Ana Karenina, Historia de dos ciudades y Pedro Páramo. Envuelta en un entorno brutal, violento e inmoral, Teresa encuentra en la literatura las verdades que necesita para arrostrar la existencia. Como deberíamos hacer todos, vaya. 

Carmina Barrios, que encarnará a La Puri en la versión cinematográfica de El silencio del pantano.

La Puri, la cocinera del infierno

Nombre: Purificación Borrull, «La Puri».

Origen: Barrio del Cabañal. Valencia.

Profesión: Empresaria hostelera, cocinera y jefa de un clan de narcotraficantes.

Inicio de la vida laboral: 2015.

Delitos: Pertenencia a organización criminal; tráfico de drogas; blanqueo de capitales e inducción al homicidio.

Me van a perdonar ustedes la auto referencia pero, mientras reflexionaba en mi celda de Zenda sobre el listado de personajes femeninos que fueran a la vez trabajadoras y malvadas, no podía dejar de lado a una de mis propias criaturas y que, además, cumplía con la condición de contar con una versión de cine o teatro que le diera vida más allá de las páginas del libro donde fue concebido. Vaya por delante que cuando a los escritores se nos pregunta por quiénes son los personajes más queridos de los salidos de nuestra imaginación solemos contestar que queremos a todos por igual. Y como en muchas otras cosas, mentimos. Tenemos favoritos, y Purificación Borrull ,»La Puri», es una de mis creaciones más queridas. Incluso la que más, diría.

La Puri es un nombre que se ha aprendido a temer en los bajos fondos de la Valencia retratada en mi novela El silencio del pantano, cuya versión cinematográfica está en marcha en un proyecto dirigido por Marc Vigil y producido por Zeta Cinema para TVE y Netflix. La Puri —encarnada por Carmina Barrios— es una señora de sesenta y tantos años que, junto a su familia, regenta un popular bar del Cabañal, famoso por sus almuerzos, que es como denominan los valencianos al contundente tentempié de media mañana. Parece una humilde cocinera de un bar de barrio, pero en realidad es la jefa de un clan de narcotraficantes cuyas alianzas llegan a las élites valencianas. De los seis hijos que salieron de sus entrañas —cuatro chicos y dos chicas— dos están muertos (y también su marido) y otro en la cárcel. Desde hace quince años, desde su minúscula cocina ha hecho el negocio del tráfico de drogas al menudeo mucho más grande que lo que su difunto esposo hubiera imaginado nunca. Tal y como recuerda su principal matón, José María Heredia alias «El Falconetti», la Puri «ha ordenado palizas y muertes; ha adulterado mercancía sabiendo que enviaría al otro barrio a los desgraciados que se la metieran por la vena; ha sobornado a policías, extorsionado a pequeños empresarios y chantajeado a funcionarios. […] Es poderosa, sí, porque es cruel, despiadada y violenta. Y porque se alió con la banda más cruel, despiadada y violenta de todas: la gente ‘bien’ de Valencia. Los de toda la vida».  

La Puri es acero forjado en el fuego de la marginalidad y templado a golpes de desgracia. Cuando un empleado de una funeraria intentó impedirle que viera el cadáver de su segundo hijo, reventado a golpes en un ajuste de cuentas, porque quería ahorrarle la impresión, le escupió a la cara «que los hombres piensan que a las mujeres les asusta la sangre, las tripas, el vómito o la mierda. Y no es así. Le gritó que son ellos que se acojonan cuando se rompe una de las cañerías que hacen funcionar a la gente. Las mujeres no se asustan. Lo que les jode es que algún hijo de puta haya roto lo que tanto les ha costado hacer. […] Pensaba el enterrador que se iba a impresionar por unas cuantas cicatrices. Ni harta de grifa. Lo que la iba a dañar, lo que la podía destruir, era ver un trozo roto de sí misma». 

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