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Muñeco Diabólico, el remake innecesario que es la película del verano

Muñeco Diabólico, el remake innecesario que es la película del verano

La década de los 80/90, poblada como estuvo de psycho-killers y asesinos sobrenaturales de todo tipo, tuvo con Muñeco Diabólico (1988) uno de sus más icónicos villanos. Chucky era en realidad el asesino despiadado Charles Lee Ray, encerrado en ese objeto-muñeco para escapar de la muerte y la policía, y la historia de la saga que protagonizó es bastante singular dentro del terror sobrenatural de la época. Es, de hecho, la única que sigue viva, habiéndose adaptado a la vertiente irónica y referencial post-Scream de los 90 (La novia de Chucky y La semilla de Chucky) y a las nuevas necesidades de la industria contemporánea, con dos góticos y muy válidos productos directos a DVD como La maldición de Chucky y Cult of Chucky, esta última en 2017.

El remake de Muñeco Diabólico era por eso mismo innecesario como pocos. Es el primero en no estar pilotado por Don Mancini, creador del muñeco, que ya ha manifestado su evidente descontento no tanto por la película, sino por la propia iniciativa de rodarla. La Metro Goldwyn Mayer, propietaria del guión de la primera entrega (las sucesivas se fabricaron en la Universal) todavía podía operar con gran parte de su creación original, y el guión adaptado por el joven Tyler Burton Smith se basa en criterios de reinterpretación entre personales y legales que a este cronista le resultan fascinantes. Mancini, a día de hoy, sigue con su propia saga con una futura serie de televisión.

"Chucky es ahora una entidad que solo quiere agradar al niño, no habitar su cuerpo, para lo cual no dudará en eliminar cualquier amenaza a su bienestar"

He aquí la sorpresa (y la razón de que ustedes vean este artículo aquí, en Zenda), porque el filme del que hablamos es excelente. Lo es por su modestia, por su humor y por su capacidad de ir al grano (85 maravillosos minutos en tiempos de blockbusters de tres horas). Lo es por ser distinto del original, por combinar la advertencia tecnófoba de Black Mirror (Chucky es ahora una IA descontrolada) pero anulando esa misma pose de «producto Netflix transcendente» con muchos litros de sangre, caradura y amor por el cine de terror de serie B. La película funciona tanto si somos nostálgicos del terror sobrenatural de los 80 y 90 como millenials más o menos talluditos en el audiovisual contemporáneo, a quienes también va dirigida esta versión. La nueva Muñeco Diabólico, o Child’s Play, es un delirio crítico que de postre merecería un buen estudio intertextual: por un lado, los homenajes a la saga original son evidentes, empezando por el aspecto del angelical villano, pero por otro el devenir de la cinta se aleja en todo lo posible de la primera (y por tanto de la mayoría de las decenas y decenas de remakes de títulos más o menos clásicos del terror que hemos visto recientemente) para impulsar, redirigir, el impulso de la nostalgia hacia nuevos intereses.

En un momento concreto del remake, un póster en la habitación de uno de los niños imita, con una mano robótica, el cartel de la mítica E.T. de Steven Spielberg. Esta imagen es la clave del replanteamiento ejecutado por el noruego Lars Klevberg, que con apenas 10 millones de dólares de presupuesto ha facturado una película que combina lo elegante de su oscura fotografía con lo grueso y grand-guignolesco, todo sin asomo alguno de vergüenza, y que además recrea de manera elegante un par de planos «spielbergianos» para después redirigir su aliento crítico hacia otros asuntos. Chucky es ahora una entidad que solo quiere agradar al niño, no habitar su cuerpo, para lo cual no dudará en eliminar cualquier amenaza a su bienestar: una crítica nada velada a una sociedad incapaz de lidiar con su angustia, donde los memes con frases de Paulo Coelho proliferan por doquier y en la que las redes sociales proporcionarán al muñeco la oportunidad de acceder al niño como haría cualquier obseso de internet. Ojalá hubiera un clímax más espectacular en esta Muñeco Diabólico, aunque el contenido de la cinta (con al menos tres muertes sangrientas, sádicas y memorables) sigue intacto.

"Hay muchos más rasgos formales y narrativos en la película que el aficionado al videoclub de años pasados agradecerá sobremanera"

Hay muchos más rasgos formales y narrativos en la película que el aficionado al videoclub de años pasados agradecerá sobremanera. El comenzar con un vídeo corporativo de Kaslan, firma responsable de los muñecos Buddi (¿alguien ha dicho Apple?) es un toque directo a las sátiras corporativas de ciencia ficción de Paul Verhoeven, como la inigualable Robocop. El corte directo de montaje a una factoría en Vietnam, y lo que ocurre en ella, ya es un comentario irónico a dónde se apoya el consumismo de la clase media occidental. Y para muestra definitiva de esa dosis de comentario social en «solo otra película de terror», ese escenario en los barrios bajos donde se ambienta la historia, ya tan lejano a los suburbios de la clase media-alta de las películas de Spielberg. La nueva clase media americana no vive en un aseado barrio de viviendas unifamiliares como en Poltergeist, sino en un barrio digno de los jóvenes descarriados de The Wire. Esos mismos trabajadores tratan de estudiar pero viven con su madre a los 40, así como ganar dinero en trabajos basura como el de Karen (Aubrey Plaza), la madre de Andy. Los personajes del filme tienen teléfonos de última tecnología, pero todos ellos con la pantalla rota por no tener dinero para repararlas. Y por ahí es por donde Chucky va a llegar a sus vidas. La distopía es ahora y la película lo narra sin pesimismo, sino con un espíritu juguetón análogo al Joe Dante de Gremlins.

Chucky es aquí harina de otro costal. En lo fundamental, la labor de doblaje de Mark Hamill (el mítico Luke Skywalker), bien cojuntada con la excelente banda sonora de Bear McCreary, resulta fundamental en la versión inglesa. Hamill, versado en el doblaje de dibujos animados y responsable de una de las mejores iteraciones del Joker, la de Batman: The Animated Series, otorga una extraña ternura compatible con la naturaleza siniestra, ridícula del personaje. Chucky nació como comentario a cómo, ya en la década de los 80, el consumismo ataca a los niños con juguetes y productos: ellos son el «consumidor cero» a adoctrinar desde la tierna infancia. Ahora, en la era de la nube y Alexa, su sustancia cambia, pero el espíritu crítico permanece, incluso amplificado. Lo que llama la atención es que el Chucky capaz de lanzar frases humorísticas en pleno asesinato pervive, si bien de manera distinta, llamando ahora más que nunca su condición de producto desechable y otorgando de paso un halo trágico al personaje. Chucky ha cobrado vida en la transición de un iPhone 7 a un 8, y a punto de ser sustituido por una nueva versión del mismo, eso no hará sino aumentar su angustia por encajar. La paradoja del personaje, todavía un audaz asesino, resulta incluso conmovedora en su obligada y descorazonadora soledad, pese a que el filme no elude ni maquilla su naturaleza sangrienta. «Pero tú eras mi amigo», dice sorprendido cuando es desmembrado en un par de instantes del filme. Klevberg diluye esto en humor negro, sin sentimentalismos, pero siempre con el espíritu adecuado, juguetón sin ser cínico, y factura una película divertida: Chucky no hace sino dar su merecido a personajes que dentro de la lógica de un filme de terror lo merecen, aumentando la identificación del espectador con el homicida y de paso proporcionando al público una válida experiencia slasher. Modesta, breve, hilarante y sangrienta, la película da para nueva saga según aumente la curva de aprendizaje del nuevo Chucky. Queda claro que me ha gustado, ¿no?

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