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Navidades en Grayskull

Navidades en Grayskull

Cuando cumplí nueve años, una amiga de mis padres me invitó a pasar un verano con ella y sus tres hijas en un pueblecito bávaro en el que trabajaba rescatando y catalogando piezas de un yacimiento arqueológico. Parte de las mañanas, de ocho a doce, esas tres niñitas rubias y yo nos entreteníamos limpiando piedrecitas con un cepillo de dientes, entendiéndonos un poco en inglés y un poco en francés, sin la sorpresa que yo siento ahora de que hubieran puesto esa responsabilidad en nuestras manos. Al final de la mañana visitábamos el campamento principal y los encargados nos enseñaban pacientemente el uso que tuvieron aquellas piezas, y algunas otras cosas —me impresionó mucho un esqueleto acurrucado, con algo por encima similar a la arpillera— que todavía hoy recuerdo. En una ocasión me quedé encandilado ante un pequeño objeto bastante tosco que parecía un hombrecito con los brazos abiertos, al lado de un objeto similar que parecía un burrito. La madre de las tres niñas me dijo: “¿Sabes qué son? Son juguetes”. ¡Claro que eran juguetes! Y sentí una inmediata simpatía por aquel niñito de hace miles de años con el que me podía haber entendido perfectamente, cada uno blandiendo entre la hierba su burdo hombrecito y su burrito de pedernal.

"Y si los dioses necesitan juguetes, aunque esos juguetes seamos tú y yo, ¿no los vamos a necesitar también nosotros?"

La historia del juguete está estrechamente vinculada a la historia humana: jugar es nuestra forma, todavía incipiente, de soñar con todos los destinos posibles —y algunos imposibles— y de comunicarnos por encima de la esfera de lo (sólo supuestamente) real. Yo he jugado con muñecas y con muñecos —aunque no había nada como vestir a un muñeco de treinta centímetros de alto, una enormidad para un niñito, como un soldado de asalto o como un explorador inglés—, pero no voy a entrar ahora a disparar contra los que abominan de que una niña escoja fundamentalmente una muñeca o un niño escoja fundamentalmente un soldadito porque ya me he metido en muchos charcos, y quiero pasar tranquilamente las Navidades. A fin de cuentas, igual de fatídico para el desarrollo de la imaginación de un niño me parece el abuso de las tecnologías de acompañamiento que unos padres abúlicos convierten en la niñera de sus hijos. En los colegios ya se está sustituyendo el libro por la pantallita de cristal líquido, supuestamente a beneficio de una generación de mutantes con huesos de plastilina, o si no que me expliquen qué motivo hay para que se les quiera evitar el peso (nada menos) de una mochila cargada con eso que se llama “material escolar”. El “esto matará aquello” de Victor Hugo, señalando a la imprenta y a la catedral, no es nada al lado del “esto matará aquello” que va de la pantallita al libro impreso. Era más sencillo imprimir libros que imprimir catedrales, en los tiempos de Claude Frollo. Ahora no sólo es más sencillo digitalizar datos que imprimir libros: también lo será modificar los datos cuando sea preciso. “¿Y digitalizar personas?”, me pregunta la niña de unos amigos, ocho años, cuando yo ni siquiera me había dado cuenta de que estaba pensando en voz alta. “Como las moscas para un niño travieso somos nosotros para los dioses. Nos matan para su solaz”, le respondo, recordando lo que dijo Gloucester, es decir, lo que dijo Shakespeare. Y si los dioses necesitan juguetes —aunque esos juguetes seamos tú y yo—, ¿no los vamos a necesitar también nosotros?

"Con la aparición de He-Man, Beast Man, la diosa guerrera Teela, Skeletor y el castillo de Grayskull comenzó una larga historia que se ramificaría por las series de animación, el cine, los cómics y los juegos de ordenador"

De lo que quería hablar, y ya aprovecho para salir del jardín, era de un libro encantador que cuenta la historia de un juguete, y en general de los entretenimientos de una generación que para bien o para mal no habrá de repetirse. El poder de los 80 es el retrato a escala 1:12 de millones de niños que llenaron sus estanterías con la fabulosa serie de los Masters del Universo, y que, en no pocos casos, llevarían esa afición al coleccionismo de figuras. Si, inevitablemente, este libro apunta de manera directa al corazón de quienes tuvieron esas figuras como parte de sus juegos —y la conmovedora dedicatoria de su autor es una prueba de ello—, no es menos cierto que supone también un relato muy completo, y perfectamente documentado, de la experiencia de ser niño en la década de 1980. El hilo del collar, por evitar un tópico y traer aquí una bonita imagen de Flaubert, es la serie de juguetes creada por Mattel para su lanzamiento en las Navidades de 1981. Como muchos otros éxitos inesperados, la historia de los Masters del Universo comienza con una colosal metedura de pata: en 1976, George Lucas había ofrecido a Mattel la licencia para fabricar los personajes de La guerra de las galaxias, un ofrecimiento que Raymond Wagner, CEO de Mattel, casi ni se molestó en considerar. Kenner aceptó la oferta y el éxito de la película de Lucas dejó a Mattel tiritando y pendiente únicamente de sus series más populares (Barbie y Hot Wheels) para salvar su cuota de mercado. Pensando en contrarrestar el varapalo, Wagner se reunió con Conan Properties International, propietaria de los derechos del personaje creado por Robert E. Howard, y llegó a un acuerdo para producir una serie de muñecos aprovechando el éxito de los cómics de Marvel y el estreno de la película protagonizada por Arnold Schwarzenegger en la primavera de 1982. Poco después de firmar el contrato, no obstante, Wagner se echó atrás ante el temor de que la violencia que caracterizaba las aventuras de Conan pudiese afectar a las ventas de las figuras. Se le había ocurrido una idea mejor: crear una serie de personajes propios sin abandonar el terreno de la fantasía heróica. Esa fue la tarea del diseñador de la marca, Roger Sweet, aunque la originalidad del planteamiento no libró a Mattel de una demanda presentada por Conan Properties International, que consideraba —sin razón, como se ha demostrado recientemente— que Mattel había plagiado el prototipo del personaje de Conan para fabricar el molde de He-Man, cuando lo cierto es que He-Man, como figura de acción, ya existía con anterioridad.

Con la aparición de He-Man, Beast Man, la diosa guerrera Teela, Skeletor y el castillo de Grayskull comenzó una larga historia que se ramificaría por las series de animación, el cine, los cómics y los juegos de ordenador, que Kromic Bruck (el alter ego, o quizá sólo seudónimo, del coleccionista Adolfo Saro) relata con tanto detalle como sentido de la maravilla a lo largo de este libro. Hay que precisar que la aventura de los Masters del Universo en el marco del planeta Tierra no sólo involucra unas figuras de plástico y a unos niños embelesados con su trasfondo histórico. Alcanza también a los ilustradores de cajas y de blísteres, de folletos publicitarios y anuncios en los cómics, artistas (nada menos) como Alfredo Alcalá, Esteban Maroto y Rafael López Espí, que ya eran conocidos por sus trabajos publicados en cabeceras como Cimoc, Dossier Negro y 1984, o, en el caso de López Espí, como portadista de Vértice e ilustrador de los cromos de un álbum icónico del que ya he hablado en otra ocasión.

El libro se completa con un espectacular trabajo de investigación de todas las referencias de la marca —cómics, película y serie animada incluidos— y varias aportaciones en primera persona de especialistas y coleccionistas, además de una entrevista en profundidad a Tom Kalinske, responsable de Mattel (y del destino de los Masters del Universo) en los años de mayor éxito de la compañía. El gran trabajo de Adolfo Saro nos permite asomar a la inmensa mitología que existe alrededor de lo que ni sus propios creadores consideraron —qué equivocados estaban— como algo más que un juguete, y demuestra sobradamente que el grito de “larga vida a He-Man, héroe de Eternia”, no es un grito que alguna vez haya resonado en vano.

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Autor: Kromic Bruck. TítuloEl poder de los 80. He-Man y los Masters del universo. Editorial: Dolmen. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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