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Nieva, nieva, nieva sobre los recuerdos

Nieva, nieva, nieva sobre los recuerdos

Afirma Olga Merino al comienzo de Cinco inviernos que le resulta curioso, cuando relee sus diarios de treinta años atrás, que lo narrado en ellos no coincida con sus recuerdos actuales. Mucho de lo escrito se ha borrado de su memoria, y aquello que recuerda, a menudo no aparece en las páginas. Esto le produce un asombro parecido al del maestro Ricardo Piglia cuando escribió Los diarios de Emilio Renzi: “la extraña sensación de haber vivido dos vidas”.

Quizá a raíz de este extrañamiento, de estas dos existencias, la autora decidió confrontar su voz del pasado: la de la joven corresponsal en Moscú de El Periódico de Cataluña, que vivió la caída del comunismo, con la de la mujer, la escritora madura que contempla sus ayeres y los glosa desde el presente.

"Desde el comienzo de esta novela de la vida se suceden, cual ritornelos, los mismos leitmotivs: el deseo de escribir, el sentimiento de culpa por no hacerlo, la pasión por la literatura"

La inteligencia del planteamiento, a mi juicio, es lo que convierte en excepcional una obra que sería notable si se compusiera solo de los diarios; porque no solo son los hechos y recuerdos lo que ha cambiado, sino la visión que Olga Merino tiene hoy de la Historia, del amor, de la literatura… De suerte que Cinco inviernos se convierte en una narración a dos voces, ya que entre la primera y la segunda también cambia el tono, el estilo literario.

Desde el comienzo de esta novela de la vida se suceden, cual ritornelos, los mismos leitmotivs: el deseo de escribir, el sentimiento de culpa por no hacerlo, la pasión por la literatura, el deseo de amar, la pasión por el periodismo. Todo ello tejido por las dificultades que la existencia nos impone. Cuando la autora prepara las maletas para marchase a Moscú en diciembre de 1992, reconoce que no quiere echar por la borda aquello que ha conseguido a base de esfuerzo: “de estudiar como un macaco, de aguantar mucho, de años sin vacaciones, de hacer horas por un tubo, de trabajar vendiendo pantalones en una tienda donde debe marcar los bajos con un alfiler…”. En este estado de cosas, le ofrecen la corresponsalía rusa poco antes de que el presidente Boris Yeltsin ordene al ejército bombardear el Soviet Supremo: el parlamento de la Rusia comunista.

"Las estatuillas de Lenin menudearán en los apartamentos con servilletas anudadas en la cabeza a modo de mitras"

Durante cinco largos inviernos, la autora y protagonista compartirá exiguos apartamentos con cucarachas y polillas; enviará a Barcelona crónicas sin cuento sobre la rabiosa actualidad; aprenderá ruso; leerá a Dostoievski, Chéjov o Bulgákov; amará al arquitecto Serguei; trabará íntima amistad con su empleado Yuri o con personajes inspiradores que encontrará a su paso, como la anciana Cécile, víctima del siglo XX; también participará en infinitas fiestas en pisos, regadas con vodka y otros bebedizos poco saludables. Las estatuillas de Lenin menudearán en los apartamentos con servilletas anudadas en la cabeza a modo de mitras.

Y, entre medias, el lector encontrará en las páginas cinco traducciones de una misma escena de Guerra y paz, o una tabla con la evolución en rublos de los precios del pan, la fruta o las salchichas, que servirán para sugerir aumentos de sueldo o pagos de nóminas atrasadas; porque en Cinco inviernos lo prosaico se mezcla continuamente con lo elevado. “La mujer que soy ahora relee los cuadernos rusos y observa a la muchacha que los escribió con cierta ternura condescendiente (…). Por lo menos, me digo, se entresaca cierta coherencia: una vocación de granito, el entender la literatura como una forma (¿la única?) de estar en el mundo. Sigo siendo una mariposa nocturna que revolotea, deslumbrada, en torno al fanal”.

"Olga Merino no pide ni espera nada, e imagina que ahí reside el secreto de muchas cosas, en dejar que fluyan, sin darles trascendencia"

Otro de los grandes temas de Cinco inviernos, que he dejado para el final de esta reseña, es el amor. Al partir de Barcelona, la autora echa de menos a A., con quien mantenía un idilio que terminó, pero ahora, cuando todavía extraña su olor y su inteligencia, acaba de conocer a Serguei y jamás ha sentido tanto deseo físico por un hombre: la química se los come a ambos. Olga Merino no pide ni espera nada, e imagina que ahí reside el secreto de muchas cosas: en dejar que fluyan, sin darles trascendencia. Y así debería también practicar la escritura —se dice—, dejando que la tinta se expanda libre sobre el papel, sin frenos ni ataduras. Sin expectativas. El deseo imperioso de escribir, que nunca se materializa satisfactoriamente, es como el espejismo del amor, como la posibilidad del gran amor. A pesar de todo ello, tan solo unas páginas más adelante, Serguei pasa unos días sin llamar y a la autora la devora la angustia. “¿Se puede vivir sin amor, así, como si nada?” —se pregunta—.

Toda la literatura rusa está recorrida por un pitido de tren en la noche, escribió Álvaro Cunqueiro; tal vez por la inmensidad de su territorio, por sus confines inhóspitos y helados, por la espesura de los bosques, apostilla la autora, y agrega que también la nieve aparece en todos los grandes clásicos, desde Tolstói hasta Pasternak. “Nieva, nieva, nieva sobre la literatura rusa” —escribe Olga Merino, mientras la sempiterna nieve cae también sobre sus recuerdos en este maravilloso libro—.

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