Ilustración de portada: David Bastos
A continuación, reproducimos la séptima entrega de la serie de relatos Crónicas desde El Cabo, de Patricia García Varela.
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Así como nuestro querido Don Quijote descubría gigantes a lomos de su fiel Rocinante en las tierras de La Mancha, ahora yo sólo tengo que abrir los postigos de las ventanas para poder verlos. Altos, con los brazos bien abiertos, los aerogeneradores surgen en nuestro paisaje cuantiosos y en formación, igual que las setas en el otoño con la humedad.
Por lo que cuentan, vivir pegados a ellos es tan molesto cuando hace viento como vivir al lado de una discoteca. Pero también hay otros muchos de este lado de la frontera, y no lejanos. Cada día son más los gigantes, aunque no se note en los beneficios que supuestamente deberían haber traído consigo.
Sólo tengo que salir de casa para casi tropezar con el cable del tendido eléctrico, que muy probablemente acabará cayendo en el próximo temporal, dejándonos sin luz a toda la aldea. ¿Culpa de los vientos huracanados o de las lluvias torrenciales que están por venir? No: culpa de la falta de mantenimiento. Esos cables y los palos que los mantienen deben ser los mismos desde hace casi un siglo. Da igual las veces que hayamos solicitado su arreglo; el ninguneo al que nos someten deja muy claro lo que importamos a los señores de las eléctricas los habitantes de las tierras productoras de la “energía verde”. Los pobres no deben tener beneficios suficientes como para soterrar el tendido eléctrico como se hace en Dinamarca o en Finlandia, o por lo menos renovarlo.
No me gustan esos molinillos hipertrofiados, no me gustan ni un poquito. Reconozco que al principio pensaba que eran el mejor sustituto para los malos humos de las fósiles, pero ¿dónde está la biodiversidad en unos aparatos que terminan con la vida de cuantos pájaros hay en sus proximidades? ¿Dónde, si para colocar los aerogeneradores hay primero que talar montones y montones de árboles? Y con los árboles se van los líquenes, los hongos, los tejos, los acebos… Toda una masa forestal que desaparece, contribuyendo al empobrecimiento del suelo. Parece que para salvar el planeta hay que empezar por arrasar lo que queda de él.
No sólo se arrasa la masa verde, también se acaba con la fauna. Desde las musarañas a los zorros, pasando por las liebres, los tejones, los murciélagos… Qué decir de estos últimos, que parecen ser los más afectados: según un estudio conjunto del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), la Universidad de Lund y la de Sevilla, casi un millón de quirópteros muere al año por culpa de las aspas de los aerogeneradores. Malos tiempos para los morciguillos.
Eso me hace pensar que luego no vamos a poder quejarnos porque cada año las plagas de mosquitos sean peores. En los informativos de verano se suceden las noticias de los ataques del mosquito tigre, del de la fiebre amarilla o del de la chikungunya, en lugares de nuestra geografía en que antes no eran comunes. Calor y falta de depredadores naturales se conjugan en nuestra contra. Si no tenemos quien nos defienda de ellos (porque los masacramos vivos) pues a jodernos toca. O a untarnos bien untados de repelente en espray y a rezar para que funcione.
Qué quieren que les diga: yo prefiero un entorno natural bien lleno de ranas, sapos y tritones, además de murciélagos, martines pescadores, vencejos, gorriones y muchos otros pájaros, que pelado de árboles y sin vida, excepto por los insectos.
Me doy cuenta que yo no soy la medida de todas las cosas y que mis gustos pueden no ser del agrado de muchos. Pero, a raíz del aún reciente gran apagón eléctrico de nuestra nación, —aunque algunos se empeñen en quitarle importancia—, las voces disidentes contra las renovables se han empezado a oír con mayor fuerza. Poner el carro antes que los bueyes es muy español, y quizás de nuevo se cumpla el dicho con las energías verdes. Mientras nos venden el cuento de la transición ecológica como si fuera el nuevo maná, resulta que ni los gigantes internacionales logran cuadrar las cuentas.
En las altas esferas de la energía verde, también hay tormenta. Ørsted, la danesa que hasta hace poco era la niña bonita de la eólica marina, recibió a mediados de agosto un buen revolcón bursátil por el fracaso de sus proyectos frente a las costas de Nueva York. Los aranceles de Trump, la retirada de incentivos y el amor renovado de EEUU por el fracking y otras energías “menos verdes” hace que se tambalee pese a su respaldo estatal y toda su maquinaria financiera. Es curioso que Ørsted consiga completar su ampliación de capital y sin embargo vaya igualmente a recortar a la cuarta parte de su plantilla en los próximos dos años. Mucho crecimiento pero, ¿en qué lo notan sus trabajadores? Especialmente aquellos que han estado desde sus inicios.
Y mientras aquí seguimos esquivando cables caídos y contando murciélagos muertos, la Xunta ha decidido que es momento de redoblar la apuesta. Ha dado luz verde a 70 nuevos parques eólicos, los primeros bajo la nueva Ley de Recursos Naturales, prometiendo beneficios sociales como descuentos en la factura de la luz, participación ciudadana en el capital del proyecto y hasta créditos a interés cero para emprendedores rurales. Todo muy goloso sobre el papel, lo que lleva a algunos vecinos a preguntarse si esto será el fin del movimiento “Eólicos sí, pero non así”.
La próxima vez que abra los postigos quizás vea a los gigantes más cerca. Cada vez más difícil distinguir si lo que se mueve es progreso… o simplemente viento.
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Entregas anteriores:
El agua, la piscinita y la madre que los parió
No hay turista para tanta cultura
Próximas entregas:
De tejones, infancias y pies rotos
El robot Manolo
Las gallinas, la duquesa y el pintor
Mujeres, rural y soledad
Los jabalíes, el pulpo y las velutinas
Mi gato


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