Inicio > Libros > Adelantos editoriales > Nosotros morimos solos, de David Howarth

Nosotros morimos solos, de David Howarth

Nosotros morimos solos, de David Howarth

Nosotros morimos solos, libro del historiador y escritor David Howarth publicado por Capitán Swing, relata una de las historias de huida más emocionantes que surgieron de los desafíos y las miserias de la Segunda Guerra Mundial. En marzo de 1943, un equipo de comandos noruegos expatriados navegó desde el norte de Reino Unido hacia la Noruega ártica ocupada por los nazis para organizar y proveer de suministros a la resistencia noruega. Pero fueron traicionados y los nazis les tendieron una emboscada. Zenda ofrece un fragmento de la obra.

PERSECUCIÓN

Si Jan se hubiera parado a pensar, le habría parecido que todo era inútil. Estaba solo, vestido de uniforme, en una pequeña isla pelada, perseguido por unos cincuenta alemanes. Al caminar por la nieve, dejaba un profundo rastro que cualquiera podría seguir. Tenía la ropa empapada y llevaba un pie descalzo, que estaba herido y empezando a congelarse. La isla estaba separada del continente por dos estrechos, ambos de varios kilómetros de ancho y patrullados por el enemigo, y todo su dinero y sus documentos habían saltado por los aires en el barco.

Cuando se tiene la mente entumecida por una catástrofe repentina, sin embargo, se actúa más por instinto que con la razón. En contextos militares, es en momentos así cuando la formación resulta esencial. La formación de los tripulantes del pesquero había sido de tipo náutico; su ambiente era el mar y, cuando su barco desapareció ante sus propios ojos y acabaron en la orilla sin tiempo para recuperarse y ponerse a pensar, su reacción fue perder la esperanza y rendirse. Jan, en cambio, había sido entrenado para ver aquel territorio estéril y hostil como un lugar en el que podría vivir y trabajar durante años. Él había planeado desembarcar y vivir de la tierra, de modo que, cuando sobrevino el trance, acudió a ella en busca de refugio de forma inconsciente y empezó a luchar por salvarse. Sin duda sus compañeros habrían hecho lo mismo si no hubieran resultado heridos o vencidos por el agua helada, aunque entonces ninguno de ellos sabía lo que aprenderían más tarde: que cualquier riesgo y cualquier sufrimiento eran mejores que la rendición.

Por el momento, los planes de Jan no abarcaban más que los minutos siguientes. No pensó más de lo que pensaría un zorro herido perseguido por una jauría aullante y actuó con la astucia instintiva de un zorro. En aquella primitiva situación, le resultaba más útil que los complicados mecanismos de la razón. En las laderas que miraban al sur había menos nieve. En ciertas zonas rocosas, donde el terreno era escarpado, había pequeñas superficies sin nieve, así que se dirigía a ellas renqueando y caminaba por encima para no dejar huellas, dibujando rastros falsos, volviendo sobre sus pasos, saltando de una piedra a otra para no pisar la nieve acumulada entre ellas. Pero no había donde ponerse a cubierto: dondequiera que fuera se le vería desde alguna parte de la isla. Cuando la impresión causada por el combate se fue mitigando y su corazón y sus pulmones empezaron a recuperarse del esfuerzo de la subida por el barranco, empezó a pensar que, si bien había logrado escapar, los alemanes no podrían tardar más de unos minutos en darle caza.

Al ir corriendo a ciegas entre las colinas, entorpecido por la herida del pie, no tenía ni idea de la distancia que había recorrido desde Toftefjorden, y antes de lo que esperaba se encontró de nuevo frente al mar. Más abajo, en la orilla, había unas cuantas casas y un embarcadero, y Jan reconoció la tienda por la descripción de Eskeland. Ya había atravesado toda la isla. Recordó que el tendero tenía un barco y pensó en intentar robarlo, pero la masa de agua que se extendía ante sí era ancha y se encontraba despejada y los alemanes iban a aparecer sobre la colina que tenía a su espalda en cualquier momento. Sabía que no conseguiría alejarse de allí en barco antes de que llegaran y le vieran.

Descendió en dirección al mar y llegó hasta la orilla, a cierta distancia del embarcadero. Al menos allí había una estrecha franja de playa en la que no había nieve y por la que, aunque despacio y con gran dolor, podía caminar sin dejar huellas. Echó a andar hacia la izquierda, alejándose de la tienda, de nuevo en dirección a Toftefjorden. Se sentía tremendamente solo.

Junto a la orilla había dos pequeños cobertizos para almacenar heno. Le entraron ganas de meterse en uno, esconderse allí, taparse con el heno para entrar en calor y echarse a dormir. Era un lugar obvio en el que esconderse. En cuanto se puso a pensarlo, sin embargo, supo que era demasiado obvio. No había nada alrededor. Se imaginó estando allí escondido a oscuras, oyendo a los alemanes acercarse por la playa y gritar con expectación al ver los cobertizos, y a él mismo allí acorralado mientras le rodeaban. La pura inutilidad de los cobertizos le dejó claro que realmente no había donde esconderse en aquella horrible isla. Si se quedaba en ella, se escondiera donde se escondiera, le encontrarían.

Aunque él no lo sabía, al avanzar dificultosamente por la playa se estaba aproximando al seno por el que habían navegado Eskeland y los otros para llegar a la tienda. Se llama Vargesundet y está lleno de rocas, a diferencia de las grandes masas de agua que se extienden sin interrupción al norte y al sur de esa zona. La roca más grande tiene una superficie de unos dos mil metros cuadrados. En cuanto vio aquel islote, Jan supo lo que tenía que hacer y por primera vez albergó un atisbo de esperanza. Se acercó corriendo a la orilla, se metió en el agua y empezó a nadar de nuevo.

Solo había unos cincuenta metros hasta el islote y, a pesar de la ropa, la pistola y la bota, no le costó atravesarlos a nado. Cuando salió de la mezcla de agua y hielo y se subió a la roca por el lado más alejado de Rebbenesøya, sin embargo, el efecto de ese segundo baño empezó a pasarle factura. Tenía que empezar a tener en cuenta que existía la posibilidad de que muriera congelado.

En el islote había un diminuto montículo de turba que alguien había estado cortando. Se metió detrás y empezó a hacer ejercicios, sin dejar de vigilar las colinas de la isla principal. No sentía nada en el pie que llevaba descalzo, aunque la carrera le había dejado hecha cisco la punta del dedo gordo y la tenía en carne viva. Se quitó la bota y se cambió el calcetín del pie izquierdo al derecho. Parecía buena idea llevar una bota en un pie y un calcetín en el otro. Agachado detrás del montículo, se puso a dar patadas en el suelo para hacer circular la sangre e intentar evitar la congelación.

Los alemanes no tardaron mucho en aparecer. Durante las dos horas siguientes los estuvo observando, primero con recelo y después con una sensación cada vez mayor de encontrarse en una situación de ventaja. Se aproximaban despacio, avanzando desordenadamente en línea, deteniéndose a inspeccionar cada piedra, acompañados por una mezcla de gritos, órdenes y contraórdenes. Jan, observándolos con el espíritu crítico adquirido gracias a su propio entrenamiento en el terreno, recordó una de las muchas cosas que le habían contado y que no había llegado a creerse del todo: que las guarniciones de aquella remota zona de Noruega estaban formadas por soldados de baja graduación que tenían la moral minada por el aislamiento y los largos periodos de inactividad. Poco a poco, mientras era testigo de sus torpes labores de búsqueda, empezó a despreciarlos y a reconocer indicios de falibilidad e incluso de temor bajo aquellos imponentes uniformes. Seguramente fueran oficinistas, cocineros y ordenanzas, trasladados de un día para otro y contra su voluntad desde sus cómodos alojamientos en el centro de operaciones de la ciudad. Se imaginaba perfectamente lo que pensarían de tener que estar persiguiendo a un fugitivo armado y desesperado por el hielo, las rocas y la nieve.

Estaba anocheciendo cuando el primer grupo de alemanes empezó a aproximarse por la playa, pero las linternas que iban dirigiendo a los oscuros recovecos le permitieron verlos con claridad. Pasaron por delante del islote sin volverse ni una sola vez para mirar hacia el mar. Parecía que por ahora no se les había pasado por la cabeza que pudiera haberse ido nadando.

Una vez que se hizo de noche, la confusión fue en aumento. Los alemanes estaban desperdigados por las colinas en pequeños grupos y cada grupo hacía señas con sus linternas a los demás. Gritaban sus propios nombres, por miedo a que sus compañeros los confundieran con el fugitivo. De vez en cuando, el eco de un disparo recorría las colinas, lo cual solo podía significar que, con los nervios, disparaban cuando creían ver algún movimiento en la oscuridad. Poco a poco, con una sensación de intensa euforia que le dio nuevas fuerzas y coraje, Jan cayó en la cuenta de que, por mucho que le superaran en número, le tenían miedo.

Aquella oportunidad de estudiar al ejército alemán en uno de sus peores momentos tuvo más valor que meses de formación militar, ya que, a partir de entonces, nunca volvió a tener ni la menor duda de que podría burlarlos hasta el final.

Al mismo tiempo, estaba tomando mayor conciencia de los peligros del entorno en el que se encontraba. Un enemigo humano, por implacable y despiadado que sea, tiene debilidades humanas, pero el Ártico no es algo que pueda tomarse a la ligera. En el plano más inmediato, Jan sabía que, si se quedaba donde estaba con la ropa mojada, estaría muerto antes del amanecer.

Evidentemente, solo había una alternativa: volver a nadar. Podía regresar a Rebbenesøya, donde de nuevo estaría entre los alemanes, o tenía la posibilidad de atravesar el seno a nado hasta Hersøya, la siguiente isla en dirección este. De una forma u otra, tenía que encontrar una casa en la que pudiera entrar a secarse y calentarse. En Rebbenesøya solo había visto dos casas, la del tendero y la de Toftefjorden, y ambas estaban descartadas. Sabía por el mapa que había otras más al oeste, pero seguramente para entonces ya estarían llenas de alemanes. Al otro lado del seno, en Hersøya, había visto una casa solitaria, pero no tenía ni idea de quién viviría allí.

Miró hacia Vargesundet y se preguntó si era factible. En realidad había doscientos metros hasta el otro lado, pero le resultaba difícil calcularlo a oscuras. La otra orilla no era más que una sombra entre el brillo del agua y el brillo de las colinas. En la superficie del agua se veía algún que otro remolino: la marea había empezado a cambiar de dirección. Con fuerzas y buena salud habría podido nadar esa distancia fácilmente, pero no podía calcular los efectos que tendrían la marea, el frío y su propio cansancio. Se quedó allí parado un buen rato antes de decidirse. No quería morir de ninguna de las dos maneras, pero ahogarse parecía mejor que congelarse. Se volvió para echar una última mirada a las linternas de los soldados, bajó dando traspiés por las rocas, metió las piernas en el agua y volvió a tirarse al mar.

Es una suerte que el sufrimiento físico extremo a menudo solo quede en la memoria en forma de recuerdos borrosos. Jan apenas recordaba nada de aquella tercera zambullida, la más larga de las tres, con la excepción de unos calambres espantosos y del terrible convencimiento de que estaba a punto de morir, algo que la mayoría de la gente experimenta una o dos veces en su vida, pero a lo que él había tenido que enfrentarse varias veces solamente a lo largo de aquel día. Cuando ya había abandonado toda lucha consciente y admitido su derrota y estaba listo para recibir el desenlace que pondría fin a su dolor, una corriente fortuita lo arrastró hasta la otra orilla, hizo rodar su fláccido cuerpo por las piedras y lo dejó allí tendido boca abajo, gimiendo y retorciéndose de los calambres, sin poder moverse ni pensar en moverse.

Unos segundos o minutos más tarde, en un estado de neblinosa semiinconsciencia, le llegó ruido de voces. Se oyeron pisadas en la playa y el sonido de piedras al moverse. Con una leve curiosidad, Jan se preguntó si el idioma que oía era alemán o noruego. Desde algún lugar situado fuera de su propio cuerpo, observó al hombre que yacía maltrecho en la orilla y a quienes se aproximaban a él y sintió lástima, ya que, si eran alemanes, aquel hombre se encontraba demasiado débil para huir. Poco a poco, sin embargo, su débil y embotado cerebro empezó a aceptar un hecho que, en aquella jornada de muerte y violencia, resultaba inesperado y extraño. Eran voces de niños. Había unos niños acercándose por la playa y parloteando en noruego. De pronto se detuvieron y Jan supo que le habían visto.

Levantó la cabeza y las vio: dos niñas de corta edad, cogidas de la mano, con los ojos abiertos de par en par con un gesto de pánico, demasiado asustadas para echar a correr. Jan sonrió y dijo: «Hola. No tengáis miedo». Consiguió darse la vuelta e incorporarse. «He tenido un accidente —dijo—, espero que podáis ayudarme». Las niñas no respondieron, pero notó que se relajaban un poco y comprendió que al verle habían pensado que estaba muerto.

A Jan le encantaban los niños. Se había hecho cargo de sus propios hermanos pequeños al morir su madre. Quizá en ese momento no había nada en el mundo capaz de darle fuerzas excepto la compasión: la urgente necesidad de calmar el miedo de aquellas niñas y compensarlas por el susto que les había dado. Se dirigió a ellas con tono sosegado. La autocompasión y la desesperación habían desaparecido. Les enseñó lo mojado que estaba e hizo una broma sobre ello, y las niñas se fueron acercando a él a medida que el temor daba paso al interés y la fascinación. Les preguntó sus nombres. Se llamaban Dina y Olaug. Al cabo de un rato les preguntó si vivían cerca de allí y si podían llevarle a su casa. Ante la idea de llevarle a casa y enseñarles a sus padres lo que habían descubierto, a las niñas se les iluminó el rostro y le ayudaron a levantarse. La casa no estaba lejos.

En ella había dos mujeres con el resto de sus hijos. Al ver al hombre desaliñado, renqueante y muerto de frío que habían traído las niñas, prorrumpieron en gritos de asombro y horror. En cuanto Jan les habló en noruego, sin embargo, su espanto se transformó en preocupación maternal y le llevaron rápidamente a la cocina, donde le acercaron a la lumbre, le trajeron toallas y pusieron agua a calentar.

De toda la serie de admirables actos de caridad de los que Jan sería objeto en los meses siguientes, la ayuda que le prestaron estas dos mujeres la primera noche de su viaje fue la más generosa, ya que sabían lo que había sucedido justo al otro lado del seno y eran conscientes de que en cualquier momento, definitivamente antes de la mañana siguiente, tendrían a los alemanes aporreando su puerta. Sabían que, cuando se enfrentaran a sus interrogatorios, sus vidas y las de todos sus hijos podrían depender de una simple palabra desacertada. Aun así, abrieron su puerta de inmediato a aquel desconocido desesperado, le prestaron sus cuidados, le salvaron la vida y le despidieron sin considerar ni esperar otra recompensa que la seguridad de que, fuera cual fuese el precio que tuvieran que pagar por ello, habían cumplido con su deber cristiano. Sus nombres son fru Pedersen y fru Idrupsen.

Lo primero que hizo Jan fue advertirlos a todos de que le perseguían los alemanes y de que, cuando los interrogaran, debían decir que había entrado allí con una pistola y los había obligado a ayudarle por la fuerza. Sacó su revólver para enfatizar lo que estaba diciendo. En cuanto estuvo completamente seguro de que lo habían entendido y de que hasta los niños tenían claro lo que debían decir y hacer, mandó a dos de ellos a vigilar fuera y les pidió que le avisaran de inmediato si veían entrar algún barco en el seno.

Fru Idrupsen resultó ser la mujer que vivía en Toftefjorden. Había echado a correr hacia las colinas con sus hijos cuando comenzaron los disparos y había visto casi todo lo ocurrido desde lo alto de la isla. Había cruzado el seno en una barca de remos para refugiarse en casa de sus vecinos. Fru Pedersen tenía un hijo y una hija mayores y dos niños pequeños. Su hijo había salido a pescar, pero regresaría en cualquier momento. Su marido, al igual que el de fru Idrupsen, estaba trabajando en Lofoten y no volvería a casa hasta que terminara la temporada de pesca.

Todo el tiempo que Jan estuvo hablando, las dos mujeres se mantuvieron atareadas prestándole los cuidados prácticos que tanto necesitaba. Le dieron comida y algo caliente de beber y le ayudaron a quitarse la ropa empapada. Le encontraron ropa interior y calcetines secos, así como una bota de pescador de herr Pedersen. Pusieron su uniforme a secar, le frotaron los pies y las piernas hasta que empezó a recuperar la sensibilidad y le vendaron el muñón del dedo del pie.

Mientras las mujeres se afanaban en reanimarle, en dos ocasiones los centinelas vinieron corriendo a decirle que se acercaba un barco. Las dos veces Jan se puso la chaqueta y los pantalones humeantes de vapor, se calzó las botas —una suya y una de herr Pedersen—, recogió todas sus pertenencias y salió corriendo de la casa en dirección a los montes, pero en ambos casos el barco pasó de largo.

Entre una alarma y la siguiente, descansó y se relajó. Aquella modesta cocina noruega, con los niños a su alrededor hablando en su lengua materna, era más acogedora que cualquiera de los lugares en los que había estado en los tres años que había pasado en el extranjero. El calor y la sensación de haber regresado a casa, así como el contraste del ambiente familiar con la horrenda tensión del día, le dieron somnolencia. Era difícil tener presente que fuera de allí, en la oscuridad, seguía habiendo hombres despiadados que le dispararían nada más verle, que destrozarían aquella casa si le encontraban allí y que encerrarían a los niños y someterían a sus madres a un sufrimiento atroz. Aquella violencia parecía un sueño. Cuando obligó a su mente a volver a enfrentarse a la realidad, Jan se vio asaltado por una duda que más adelante volvería a acompañarle a menudo. ¿Debía permitir que esas personas le ayudaran? ¿Tenía tal valor su propia vida? ¿Era justo que un soldado dejara que mujeres y niños arriesgaran sus vidas hasta ese punto? Para proteger a esa gente de las repercusiones de su propia generosidad, ¿no debía marcharse y librar su propia batalla él solo? Por el momento, sin embargo, aquellas preguntas quedaron sin respuesta, ya que no estaba en condiciones de tomar esa decisión. Fru Pedersen y fru Idrupsen le habían tomado a su cuidado y le trataron como a un hijo más.

Cuando llevaba una media hora allí, el hijo mayor de los Pedersen volvió a casa. Había oído la explosión de Toftejorden, pero no sabía lo que había pasado. En cuanto le contaron la historia, aceptó como la cosa más natural del mundo que hubiera un superviviente herido sentado en la cocina de su madre mientras los alemanes batían las islas de la zona. Como su padre no estaba en casa, era su responsabilidad poner a salvo a Jan. Empezó a darle vueltas a cómo hacerlo.

Lo primero era que Jan descansara. Para empezar, no se sabía cuándo volvería a tener la oportunidad de hacerlo; por otro lado, sería una locura salir en barco mientras los alemanes aún andaban por allí. Después, dijo el joven, cuando hubiera descansado, debería abandonar por completo las islas e ir a tierra firme. En cualquier isla, por grande que fuera, podría verse acorralado, no solo porque podría encontrarse con que le habían cortado la retirada, sino porque en una isla todo el mundo estaba al corriente de lo que hacían los demás. Si se quedaba un día más en Hersøya, todo el mundo sabría que estaba allí. En tierra firme, en cambio, uno siempre podía seguir avanzando si le perseguían, y allí los chismes no se propagaban tan rápido. En general, estaría más seguro. Además, ese era el camino para llegar a Suecia.

Esa fue la primera vez que Jan se paró a pensar en una huida final. Hasta entonces, sus planes habían consistido en esconderse durante unas horas y había seguido viendo el norte de Noruega como su destino. Su objetivo había sido llegar allí y lo había conseguido, y, pese a haber perdido a sus compañeros y todos sus pertrechos, no había reconocido ante sí mismo que toda la expedición había fracasado. Aún esperaba realizar al menos parte de su tarea en la región, en cuanto recobrara sus fuerzas y se librara de los alemanes. Pero todos los que vivían allí, según estaba empezando a comprobar, pensaron inmediatamente en Suecia como destino para alguien en una situación tan comprometida como la suya. Era un viaje complicado, pero no muy largo: unos ciento treinta kilómetros en línea recta, si es que se hubiera podido viajar en línea recta.

El problema, continuó el joven, era que él solo tenía un bote de remos y con eso sería imposible llegar a tierra firme. Justo al sur de donde estaban se encontraba Skagøysundet, un seno de algo más de tres kilómetros de ancho. Al otro lado estaba Ringvassøya, una isla de unos mil kilómetros cuadrados, al sur de la cual habría que cruzar el propio Grøtsundet, el principal canal para acceder a Tromsø desde el norte, que medía seis kilómetros y medio de ancho y estaba lleno de patrulleros. Lo más que podía hacer él era llevar a Jan en su bote a Ringvassøya antes de que amaneciera. Pero conocía a alguien allí que era de fiar, un hombre llamado Jensen que tenía una lancha motora y que pensaba ir a Tromsø pronto. Su esposa era la partera de la zona y él tenía un permiso y siempre estaba yendo de un lado para otro con su barco. Podría dejar a Jan en tierra firme fácilmente.

Jan escuchó cómo se iba gestando el plan con agradecimiento. Por ahora le parecía bien que otros lo pensaran todo por él y estaba dispuesto a aceptar cualquier sugerencia que supusiera alejarse de Toftefjorden.

Una vez que estuvo todo decidido, y mientras Jan descansaba, el hijo mayor de la familia de Toftefjorden fue con su bote a ver lo que había sucedido en la bahía y averiguar si quedaba algún rastro de los demás miembros del destacamento de Jan. Estuvo fuera un par de horas. A su regreso, Jan recibió la confirmación de que, de los doce hombres, él era el único al que no habían matado o capturado. La propia bahía de Toftefjorden estaba tranquila. Aún había patrullas de alemanes batiendo las colinas a lo lejos. En las laderas había trozos de madera. El muchacho había encontrado los restos de un barril de gasolina y había visto una cartuchera colgada de un árbol. Pero en las playas no quedaba nadie, ni vivo ni muerto. El buque alemán se había ido. Iba navegando lentamente frente al lado norte de la isla, apuntando a la costa con un reflector. A bordo debían de ir los compañeros de Jan, con vida o sin ella. No quedaba rastro de Eskeland, Per Blindheim y todos los demás, y no podía contar con volver a verlos nunca más. No le quedaba otra que seguir adelante solo.

Partió de la casa de Hersøya muy temprano, mucho antes del amanecer. Fru Pedersen y fru Idrupsen se despidieron de él sin aceptar sus palabras de agradecimiento, que a la fuerza tuvieron que ser insuficientes para corresponderles por lo que habían hecho por él. El muchacho le condujo hasta su bote, se subieron y lo empujaron hacia el agua. Jan volvía a encontrarse en forma y listo para cualquier cosa. Se pusieron en marcha con rumbo sur. Pasaron por delante del lugar al que había llegado nadando y por delante de la tienda, y a continuación salieron a aguas abiertas en dirección a Ringvassøya y dejaron Toftefjorden a popa. Todo estaba en calma.

—————————————

Autor: David Howarth. Título: Nosotros morimos solos. Editorial: Capitan Swing. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

0/5 (0 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios