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Operación Jacinto (II): Las maniobras

Operación Jacinto (II): Las maniobras

Jacinto es un anciano que, cada día, inmaculadamente vestido y en silencio, se detiene frente a la ventana de la residencia en la que vive, como queriendo adivinar algo en el exterior. Cuando su secreto sale a la luz, una operación para sacar a Jacinto de la residencia se pone en marcha.

Rodrigo Palacios nos trae la segunda entrega de su serie Operación Jacinto.

***

Pilar Ausente era la mujer más joven de la residencia. O la menos vieja. Pasaba la mayor parte del tiempo en una silla de ruedas, y mantenía la mirada fija hacia el lado derecho y a lo lejos, igual que si tratara de recordar algo.

Fermín sabía que el mejor momento para verla era después de comer, cuando la mayoría de los residentes echaban la siesta y las enfermeras contaban con un rato de descanso. Colocaban a Pilar delante del televisor de la sala, junto con otros cuatro o cinco que no dormían, y solo se asomaban de vez en cuando, para comprobar que no se hubiera caído de la silla. Cuando Fermín llegó, en la tele estaba la Ruleta de la Suerte.

El Conseguidor arrastró una silla junto a Pilar y habló bajo, aprovechando las pausas entre los comentarios del presentador.

—Hola —saludó—. Estamos ayudando a Jacinto a salir de la residencia —disparó un vistazo a su espalda, para asegurarse de que no le oyera nadie—. Necesitamos un mechero. ¿Crees que puedes quitárselo a Maite?

Pilar siguió tan quieta como una estatua, pero parpadeó una vez, de forma prolongada, y Fermín captó el mensaje.

—Perfecto —dijo—. ¿Qué quieres a cambio…? ¿Un puzle?

Pilar parpadeó dos veces.

—Un puzle no… —aceptó el Conseguidor—. ¿Una revista?

Pilar cerró los ojos y los apretó con fuerza, pero luego volvió a hacerlo, cosa que despistó a Fermín.

—¿Eso es un “sí”…? —cuestionó—. Un sí… ¿pero con algo más?

Pilar parpadeó una vez.

—Vale. ¿Dos revistas?

Pilar parpadeó tres veces.

—Tres revistas —aceptó Fermín—. Qué jodía… De acuerdo. ¿Cuándo crees que puedes conseguirlo? ¿Hoy?

Pilar dijo que sí, a su manera.

***

Un par de horas después, Pilar Ausente mantenía su mirar ensimismado mientras la enfermera Maite peinaba su cabello gris, haciendo tiempo con aquellas historias que no iban a ninguna parte.

—Demasiado lleva sin llover, y se quejarán de que los embalses se están gastando —decía—. Luego vendrán tres días de agua y dirán que se han desbordado.

Pilar tenía a la vista el reloj de la pared. Quedaban cinco minutos para el descanso, así que estaba a punto de ocurrir lo que ocurría siempre. Maite sacó el paquete de tabaco y el mechero del bolsillo y lo dejó sobre el regazo de Pilar.

—No te lo fumes —bromeó, mientras iba a dejar el cepillo en el cuarto de baño.

Pilar sentía lástima por Maite. Era una chica atractiva y aparentemente feliz, pero se aferraba a un montón de pequeñas acciones con las que convertía todos los días en el mismo. Eso indicaba que algo no andaba bien.

Maite regresó del baño y se hizo la sorprendida al ver el paquete, igual que hacía todos los días.

—¡Anda! ¿Me has traído tabaco? —preguntó—. Qué detalle, Pilar. Pues voy a salir a fumarme un…

En ese momento, la fingida sorpresa se transformó en realidad.

—¿Y el mechero?

La enfermera miró alrededor y se palpó los bolsillos. De repente, Pilar volvía a ser un ente ausente, y no tenía sentido dirigirle la palabra. Luego, Maite hizo memoria, y estuvo segura de haber dejado el mechero junto al tabaco. Entonces, Pilar se convirtió en alguien de quien sospechar.

Maite arrimó su cara a la de la residente.

—¿No lo tendrás tú? —susurró, temerosa de que otra compañera pudiera llegar en ese momento y tomarla por loca.

Una voz desde pasillo interrumpió sus pesquisas.

—¡Maite! ¿Vienes?

La enfermera arrugó la cara y lanzó un último vistazo por debajo de la silla de ruedas.

—¡Voy! —respondió finalmente, y abandonó la habitación con la duda flotando en el aire.

Ya cuando estuvo sola, Pilar Ausente deslizó la mano por debajo de la manta que le cubría los muslos. Extrajo el mechero, despacio, y lo llevó hasta el borde de la silla de ruedas, desde donde dejó caer la mano, para abandonarla ahí un instante, colgando, con el mechero columpiándose en el extremo de los dedos. La balanceó un poco adelante y atrás, y en el tercer movimiento la abrió, jugándosela a una sola tirada. El mechero rodó por el suelo y se coló debajo de la cama. Pilar sonrió.

***

Fermín llegó al poco rato a la habitación de Ricardo Maquetas, que estaba tan nervioso como el propio Jacinto. Allí esperaban también Marcial y Amparo.

—Pilar ha cumplido su parte del trato —anunció el Conseguidor, dejando el mechero de Maite sobre la mesa. Luego puso al lado el clip.

—¿Qué vas a hacer con esto? —le preguntó al Maquetas.

Ricardo abrió un cajón y sacó la cinta aislante. Agarró el clip y empezó a deformarlo para convertirlo en un alambre recto.

—¿Seguro que queréis hacer esto? —preguntó Jacinto con su voz gastada—. Me da miedo que os pillen por mi culpa…

Amparo le quitó las dudas de un solo golpe, con el dorso de la mano, en el brazo.

—¡Tranquilo, Jacinto! Déjanos a nosotros.

—Este es el momento perfecto —anunció Marcial, frotándose las manos—. Las enfermeras están en el jardín. Solo se ha quedado Cristina en la garita de la entrada. Amparo y yo iremos a robarle la llave —ahora señaló a Fermín—. Tú te quedas aquí y vigilas el pasillo, para que Ricardo pueda quitarle el reloj a Jacinto y hacer eso de abrirlo y romperlo para que no suene.

—Un momento —interrumpió Fermín—. ¿Qué es eso de vigilar? Mi parte era traerte el mechero, el clip y las pastillas.

—¿Qué pastillas? —preguntó Amparo.

—Que te cuente tu novio.

—¡Dejad eso ahora! —cortó en seco Marcial—. ¡Te necesitamos aquí, Fermín! No pueden quedarse Ricardo y Jacinto solos con este berenjenal.

—No, por favor —musitó el Maquetas, limpiándose el sudor de la frente antes de fijar el alambre en paralelo con el cuerpo del mechero. Lo rodeó todo con cinta aislante. Ahora el mechero parecía un soldado que portaba una raquítica lanza.

—Venga, anda —aceptó Fermín, con un amplio gesto del brazo—. Pero, si nos pillan, voy a decir que no sabía lo que estabais haciendo.

Marcial ignoró el comentario y se dispuso a salir de la habitación, tirando del brazo de Amparo.

***

Ya en el piso de abajo, Marcial echó una ojeada a su Casio. Quedaba menos de un minuto para la hora convenida con sus compañeros.

—Vamos a hacer dos jugadas al mismo tiempo —susurró—. A las once y diez le quitarán el reloj a Jacinto. Saltará la alarma y la enfermera Cristina saldrá de la garita para ver qué ha pasado. Entonces es cuando tú la distraes, para dar tiempo a que el Maquetas inutilice el reloj. Mientras, yo entro en la garita a por la llave de la puerta del jardín.

A su lado, Amparo notaba el corazón a cien por hora.

—Cuánto nervio, la leche —se quejó—. ¿Cómo podías tú dedicarte a estas cosas?

Marcial miró hacia la garita, que estaba junto a la entrada del pasillo principal. La enfermera Cristina escribía con dedos veloces en la pantalla del móvil.

—Era un trabajo. El que me dieron —respondió Marcial. Volvió a comprobar su reloj—. Diez segundos. ¿Preparada?

—No.

—Venga, mujer, que lo vas a hacer de miedo —trató de animarla—. Voy a mi posición.

—Cago en la mar… —murmuró Amparo, mientras Marcial avanzaba hacia la garita con el cuerpo bien pegado a la pared, como la versión lenta y torpe de un ninja.

Hubo un instante de silencio en el que solo se escuchaba el siseo de sus alpargatas deslizando sobre el suelo. Se detuvo a un par de metros de la garita y contuvo el aliento. Levantó la mano lo justo para ojear el reloj por el rabillo del ojo.

Las once y diez pasadas, pero no ocurría nada.

—Vamos, Ricardo… —susurró, igual que rezándole a un santo.

Treinta segundos tarde sonó el pitido, y la enfermera Cristina se incorporó en su silla para mirar el mapa en la pantalla del ordenador. Un punto rojo parpadeaba sobre la habitación de Ricardo Maquetas.

—No me fastidies… —murmuró, levantándose de la silla.

Abandonó la garita rascándose la nuca, con pereza, sin percatarse de la presencia de Marcial de puro milagro, mientras él la observaba pasar por delante con cara de susto. Amparo salió entonces a escena, fingiendo abrocharse la chaqueta mientras enfilaba el camino de vuelta a la sala de la televisión.

La enfermera le adelantó por un lado, y ahí fue cuando Amparo entró en acción. Apoyó la espalda contra la pared, dando un golpe con el codo, para que sonara bien fuerte. En el mismo movimiento levanto una pierna y la agitó para que el zapato saliera disparado. Después ya fue cuestión de dejarse resbalar, justo en el momento en el que Cristina se daba la vuelta y la veía cayendo hacia el suelo con cara de vértigo.

—¡Amparo, Amparo, Amparo! —repitió muy rápido mientras se abalanzaba hacia ella.

Amparo se agarró a Cristina con fuerza, para que las dos se desplomaran juntas.

Marcial escurrió el cuerpo dentro de la garita igual que un atún queriendo parecer una anguila. Abrió el armarito de las llaves y buscó dentro, ansioso, hasta que encontró la que quería. Con dedos temblorosos, la sacó del llavero que rezaba “Salida Calle”, y se dispuso a buscar otra que tuviera la misma forma, para sustituirla. Encontró una idónea en el llavero de “Mantenimiento”. Se limpió el sudor de la mano sobre el pantalón y realizó el cambio todo lo rápido que pudo.

—La madre que me parió…

Terminó, cerró el armarito y se asomó fuera de la garita. Cristina había terminado de ponerse en pie, así como de incorporar a Amparo. Ahora miraba a los ojos de la residente, para asegurarse de que todo estuviera bien.

—Un mareo, hija, un mareo —decía Amparo, todavía agarrada con fuerza al hombro de la enfermera.

Marcial sonrió, orgulloso de su compañera, y deseó que en la habitación del Maquetas las cosas marcharan igual de bien.

***

—¡Nos pillan, Ricardo! —se quejaba Fermín, azuzándole—. Como no te des prisa, ¡nos pillan seguro!

El reloj de Jacinto estaba sobre la mesa, dado la vuelta y con la tapa abierta. Ricardo examinaba el interior igual que un forense en busca de la causa de la muerte. A su lado, Jacinto lanzaba miradas llenas de ansiedad.

—Tú tranquilo, Jacinto, que este acaba en un momento —añadió Fermín.

—¿¿Te quieres callar de una vez?? —le regañó Ricardo. Resopló y volvió a husmear de cerca sobre el reloj, dialogando consigo mismo—. El localizador va por un lado y el detector por otro…

Encendió el mechero y utilizó una goma elástica para mantener apretado el pulsador de salida de gas. Entonces, lo colocó en horizontal, para que la llama calentara el filamento metálico que había hecho con el clip, y se puso al rojo vivo.

—¡Jolín, Ricardito, eres como McGyver! —concedió Fermín con admiración.

—¿No deberías estar vigilando el pasillo? —murmuró el Maquetas, arrimando el extremo ardiente al punto del circuito que quería fundir. Empalmó un pequeño filamento entre dos extremos y así puenteó el detector. Ahora, la señal de alerta estaría siempre inactiva.

—¡Ya está! —exclamó, triunfal—. Solo queda cerrar el reloj.

—¿Jacinto? —preguntó una voz en el pasillo.

Los tres se quedaron de piedra. Ricardo fulminó a Fermín con la mirada.

—¡El pasillo, coño! —se quejó—. ¡Te lo he dicho!

Fermín salió disparado fuera de la habitación, mientras Ricardo se apresuraba a apagar el mechero, poner la tapa del reloj y fijar los tornillos de cierre. Jacinto jadeaba, nervioso.

En el pasillo, Fermín vio a la enfermera Cristina y se fue directo a por ella.

—¡Cristina! —la llamó—. ¡Me está matando la ciática! ¿No puede darme algo?

Cristina se paró en seco y lo miró de arriba abajo, sospechando.

—Muy fresco lo veo yo caminar… —dijo—. ¿Ha visto a Jacinto?

—Jacinto… —repitió Fermín, haciéndose el despistado—. ¿Cuál Jacinto?

La enfermera ignoró al Conseguidor y siguió caminando.

—El único que tenemos. El Ventanas.

—¡Ah, ese! —aceptó Fermín. Y se quedó con cara de perplejidad, sin saber qué hacer, mientras Cristina pasaba por delante, en dirección a la habitación de Ricardo.

Al entrar, la enfermera se encontró con el Maquetas enseñándole a Jacinto un tanque de la Guerra Civil.

—¡Que sí, Jacinto, que te juro que este es un Verdeja! —estaba diciendo.

Jacinto, por su parte, se quedó mirando a Cristina, antes de recordar que tenía que responder. Entonces, de la manera más torpe del mundo, señaló al tanque y negó con la cabeza.

—Yo creo que no —dijo.

Cristina puso los brazos en jarras, se acercó a Jacinto y comprobó la muñeca y el reloj. Luego los examinó a los dos, que trataron de fingir que allí no había pasado nada.

—Huele a quemado, Ricardo —acusó.

—Ah, ¿sí? —cuestionó el Maquetas—. Pues no sé por qué será.

Cristina soltó aire por la nariz, igual que un toro a punto de embestir, pero después negó con la cabeza y se marchó por donde había venido.

Al poco entró Fermín, acompañado de Marcial y Amparo. Encontraron a Jacinto y al Maquetas compartiendo una risa contenida, floja y aguda. Ricardo agitaba la mano en vertical, mientras elevaba las cejas.

—¿Os ha dado tiempo? —quiso saber Marcial.

El Maquetas asintió.

—Qué poco ha faltado, la hostia… —acertó a decir.

Amparo liberó la tensión en un suspiro, y apoyó el hombro contra el marco de la puerta.

—¿Tenéis la llave? —preguntó Fermín.

—Sí —respondió Marcial—. Todo listo. Mañana es la fuga.

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