Inicio > Libros > Narrativa > El volcán, siempre el volcán

El volcán, siempre el volcán

El volcán, siempre el volcán

El 19 de septiembre se cumple un año de la erupción volcánica de la isla de La Palma, el volcán Tajogaite, en Cumbre Vieja, y el Festival Hispanoamericano de Escritores, que el año pasado debió ser aplazado por ella, calienta motores para una semana después, el próximo lunes 26 se septiembre, con México como país invitado. Traemos a Zenda cinco entregas literarias de autores de la isla de La Palma, todas ellas relacionadas con la erupción: Elsa López, Anelio Rodríguez Concepción, Lucía Rosa González, Nicolás Melini y Ricardo Hernández Bravo. En esta segunda entrega, Anelio Rodríguez Concepción nos ofrece un fragmento volcánico propio de su narrativa.

******

EL VOLCÁN, SIEMPRE EL VOLCÁN

A comienzos del verano de 2021, apenas dos meses antes de que explotara el Tajogaite, escribí un texto de ficción que tomaba como referencia el surgimiento de otro volcán no menos real, el San Juan, de 1949. Se trata de uno de los capítulos de la novela Lo mejor contra el óxido, aún inconclusa, sobre cuya trama no hace falta hablar ahora. En él hallamos retazos impresionistas que, sin saberlo su autor en los días en que fueron compuestos, en cierto modo adelantan todo lo que vino a partir del 19 de septiembre del año pasado. Esta coincidencia no debe sorprendernos. Los naturales de La Palma vivimos con la conciencia de que la realidad del volcán está latente bajo nuestros pies y nos supera por completo cuando le toca asomarse a la atmósfera. Sabemos desde muy niños que nada se puede hacer cuando la tierra se desata con esa fuerza y esa indiferencia que sacuden a las primeras de cambio el orden de las cosas, al menos el que ingenuamente se cree legítimo en un mundo diseñado por seres humanos, pobres diablos, rehenes de su propio engreimiento. Sabemos también que la isla en sí, toda ella, es un volcán gastrítico, a qué engañarnos, y que de vez en vez se despereza poniendo las cartas boca arriba sobre el absurdo de la existencia. Y sin embargo seguimos apegados al terruño como al clavo ardiente que produce daño y que también salva para darle sentido a todo, desde el misterio de las estrellas, arrebatador en noches sin luna, hasta la omnipresente línea del horizonte ahí mismo, como quien dice a dos palmos y medio de distancia. Nos azuza el volcán, nos da miedo, qué duda cabe, pero en el fondo ya estamos hechos a él, mal que nos pese, así que reprimimos la pataleta del desconsuelo con cada erupción, evitamos rasgarnos las vestiduras ante la mirada de los foráneos, incapaces de comprender que bajo la resistencia física o psíquica hay un poso de escepticismo no del todo malo, un atávico entendimiento de lo inevitable.

En fin, el arranque del capítulo en cuestión es el siguiente:

“De entre todos los compromisos que Ismael hubo de sacar adelante en el largo cumplimiento de su oficio, ninguno obtendría tanta resonancia como el de aquel profuso reportaje dedicado al Volcán de San Juan, así llamado porque entró en erupción al amanecer de un 24 de junio trayendo bullicio de ascuas purificantes a juego con lo que las tradicionales hogueras de la noche anterior habían representado en playas y descampados. Cualquier astrólogo diría que el mundo, con un imperceptible clic o contrapié en busca de algún engaste bajo la corteza terrestre, refrenó levemente el giro de rotación de ese día, ese concreto y no otro, sólo por darse el gusto de realzar una efeméride de tanto abolengo como la de San Juan. ¡Y tenía que suceder en las coordenadas de La Palma, ni más ni menos, como si no hubiera otras islas inmemoriales donde oficiarse un sacrificio de tal envergadura! Antes de que lo bautizaran con el nombre del santo, este volcán se embelleció simbólicamente al recibir el calificativo de estromboliano. Parecía claro que desde pronto pretendía imitar a sus antecedentes, ya petrificados como graciosos conos recubiertos de maleza y arbolillos sobre un área cercana en no muchos kilómetros a la redonda, aunque no por ello iba a pasar como uno más del montón: no estaba dispuesto a quedar sin pena ni gloria en el recuerdo de quienes lo vieron inflamarse. En verdad fue algo tremebundo. Suponía una vuelta de tuerca definitiva en tantas cosas, en tantas situaciones particulares y compartidas, en la historia de cada uno y en la de todos en conjunto… No podía sobrevenir nada más perturbador para el clima de pasmo de la posguerra, y sin embargo aquel arrasamiento del volcán, diríase que provocado por una turbamulta de demonios (¿quiénes podían estar detrás si no ellos, los mismísimos demonios, haciendo uso de sus sopletes y sus soplillos?), enseguida fue asumido estoicamente por la población, acostumbrada durante siglos a las sofoquinas de este tipo. Y allí estaba Ismael armado de cámaras fotográficas para dejar pruebas de mucho más que eso. Por allí anduvo pisando fuerte, no fuese a resbalar sobre el picón entre los rugidos sobrecogedores de la lava, la ceniza arenosa y los gases que salían con tanta furia. Mientras recorría en diversos sentidos cada rampa del paisaje, se sintió capaz de relativizar los absolutos que se desplegaban ante él. También sufrió agujetas en todo el cuerpo.

Antes de que aquello explotase como un cíclope borracho, Ismael sabía que algo fuerte iba a pasar no muy lejos de Santa Cruz de La Palma, y que ni él ni ningún otro paisano iban a librarse de su impacto. Ahí está, se dijo en cuanto aquello apareció emborronando el cielo del sur. El volcán se había tomado cierto tiempo para anunciarse a sí mismo con una cadena de amagos sísmicos a los que nadie había sido indiferente en las semanas previas. En medio de temblores del suelo que auguraban algo gordo haciendo que la loza tintinease en aparadores de cientos de casas repartidas por toda la isla, el estallido empezó en la cumbre dorsal donde las montañas del Duraznero y Aguijones se alzaban junto al pico de Nambroque, entre los límites de El Paso y Mazo. Enseguida se confirmó que iba a por todas. Exactamente a las nueve de la mañana se abrieron grietas de pesadilla y prorrumpió un cráter fragoroso dispuesto a agrandarse y a diversificarse, una pústula inmensa por donde se desbordaría el vozarrón más grave que pudiera percibir el oído humano: el interior del mundo diciendo cuidado que quemo, apártense de ahí, hagan el favor, miren que esto no es ninguna broma.

Aun con la evidencia de las amenazas preliminares, el momento del estampido llegó de improviso, cuando menos se esperaba, quizá porque la gente, embobecida por el miedo, no había perdido la esperanza de librarse del retumbo bajo sus pies. Igual que ante el ultimátum de un bombardeo enemigo, o de una epidemia cuya presencia deja de ser inevitable por más que se prevenga, el deseo de sentir amparo también aquí se disfrazaba de anómalo optimismo. Hasta se llegó a pensar que por intercesión divina todo acabaría diluyéndose en el olvido como una falsa alarma, un apercibimiento de lo que bien debiera posponerse para el futuro a largo plazo. Pero ni por esas hubo marcha atrás. De pronto los gases sulfurosos lanzaron llamaradas y viscosidades para traquetear la atmósfera hasta el delirio, y este fenómeno, lejos de decaer tras su entrada triunfal, creció con las horas, una tras otra, y luego se prolongó con una sucesión de días lentos hasta inicios de agosto. Por increíble que parezca, muchas personas y muchos animales domésticos de los contornos siguieron con sus quehaceres cotidianos bajo este sinvivir, sabiendo que más cerca que lejos los estrépitos añadirían nuevas depresiones al terreno, primero en las salvajes zonas altas, a continuación en las medianías cultivables, e incluso abajo, en la costa, ganando espacio con vapores que no tardaban en tenderse, como aplastados, sobre la superficie del agua. Otros vecinos de la zona con menos suerte, no tan numerosos porque en aquel tiempo el poblamiento se hallaba demasiado disperso en la zona que declinaba hacia el mar, a causa del arrasamiento acabarían perdiendo casa, finca, cosecha y ganas de permanecer en la isla. La desgracia iba a alimentar así, una vez más, la epopeya de la emigración a América, sobre todo a Venezuela, donde una moneda mágica llamada bolívar brillaba muy por encima de la enmohecida peseta española.

Mientras la humareda impusiese un velo contra la luz solar, las lenguas de lava seguirían anaranjeando el ambiente, pero de noche adquirían una fosforescencia roja que sólo se había visto en las vidrieras historiadas de las iglesias o en los crepúsculos en Technicolor de Lo que el viento se llevó. Algunos lugareños, los más próximos al jaleo, eran evacuados sin dramatismo, con los enseres indispensables a cuestas, hacia el municipio de Los Llanos de Aridane; otros paisanos, peregrinando desde todas partes con cestas y mantitas de pícnic, acudían para contemplar a cierta distancia el prodigio de las arcadas de la madre tierra que en aquella ocasión no dejaba dudas sobre su ensañamiento. Hombres y mujeres, campesinos y señoritos de traje y corbata, ciudadanos de a pie y dirigentes del Régimen, todos sentían el orgullo de presenciar algo que, si bien en las Canarias no resulta tan insólito, alcanzaba el rango de varapalo sobrenatural digno de ser reseñado por los cronistas más valientes para el público más sugestionable.

Ismael fue enrolado casi a la fuerza en la tropa de expedicionarios que se acercaron a la primera boca del volcán a poco de pronunciarse con su halitosis sagrada. Era un sobresalto que no dejaba lugar a la duda, un mensaje traducible sobre la inutilidad del deslumbramiento que estaba por redoblarse delante de los ojos pasmados de los testigos. O sea, un brindis al sol, justo lo que todos aceptan ante la llegada de cualquier cataclismo de esta especie. Ismael se lo tomó como un accidente puntual, más raro que ninguno, más dañino, más largo y sin embargo igual de transitorio que otros con fecha de caducidad, como la última plaga de langosta africana o el último incendio en los pinares de Garafía. Había que saber aguantar el tirón, verlo con asombro, faltaría más, y luego pasar página sin temblor de mano, como en otras ocasiones habrían hecho sus antepasados, por ejemplo ante la quincena de cráteres que siglos atrás trajo el volcán de San Antonio, el culpable de que desapareciese, sepultada, la famosa Fuente Santa con su agua curativa.

El Delegado del Gobierno convocó a los fotógrafos de la isla, por entonces no más de tres o cuatro con derecho a una improvisada acreditación de prensa, para que acompañasen a los arrieros que habrían de conducir por aquellos parajes a varios geólogos recién venidos desde no se sabía dónde, sabihondos fumadores de pipa pertrechados de planos, piquetas, prismáticos y bandoleras cruzadas con sendos morrales de piel. Todos ellos, en una sola cuadrilla de valientes o en diversos grupitos mal que bien coordinados en medio de tanta confusión, alcanzarían las mejores posiciones de captura de instantáneas fiables ante aquel embrollo volcánico. Se movieron a ras de suelo, pero también buscaron perspectivas desde el mar valiéndose de algunas rutas náuticas de reconocimiento que la Armada ofrecía a ciertos mandamases y a los notables del personal técnico para que evaluaran los daños iniciales en la costa de Las Hoyas. Lo único que les faltó a los fotógrafos fue sobrevolar la zona, preeminencia que sólo se permitieron aquellos mandos del Ejército del Aire que en una jornada ajetreada acompañaron al Capitán General de Canarias. A Ismael no se le pasó por la cabeza esta posibilidad de dominar las vistas desde tan alto puesto que La Palma no contaba aún con aeropuerto: había que ir a Tenerife para subirse a uno de los aviones militares que se turnaban en el seguimiento del desastre, y eso ya era mucho pedir.

Aun con todo, se sentía satisfecho por cómo iba sacándole partido a las eventualidades, lo cual se pudo comprobar desde la aparición de las primeras fotos entregadas a los representantes del Cabildo. La admirable puntería mostrada con los disparos de sus cámaras justificaba que lo hubieran incluido en la comitiva de los vulcanólogos. Él mismo se sorprendía por la pericia en el trabajo; no había más que mirar con detenimiento las copias que salían de su laboratorio: qué barbaridad de barbaridades: aquella gigantesca coliflor de gases propulsados contra la plasta del cielo; la nueva boca explosiva junto al monte de Los Morenos por donde hasta hacía poco habían transitado; las grietas aterradoras en el Llano del Agua abriéndose en cremallera jamás antes prevista; la evacuación de mujeres y niños en el barrio de Las Manchas; los efluvios negros que ascienden y los blancos deshilachados sobre el suelo; los brazos de lava cortando caminos; las rocas que explotan tras flotar sobre las coladas; la ferocidad del cráter de Hoyo Negro…; ah, y las poses señoriales de un ingeniero de caminos, un jefe de la Guardia Civil, un médico de Los Sauces aficionado a  la geología, un guarda forestal tocado con boina, un excursionista temerario al que nadie reprende por meterse donde no se le ha llamado, unas jóvenes universitarias tomando notas, el Ministro de la Gobernación, Blas Pérez González, por cierto natural de la Villa de Mazo —¡qué coincidencia!—, el palmero más poderoso e influyente de la época, ahora dispuesto a corroborar su amor por la patria chica, casi tan serio como su amor por la patria grande, con una fulgurante visita institucional que redunda en la imagen de bienhechor que saluda al pueblo con apretones de mano como proyección del Régimen más allá del epicentro de Madrid.

El plan de las autoridades locales parecía simple: en menos de una semana se montarían varios álbumes de fotos secuenciadas para que los datos de los primeros informes, compuestos casi al pie del estropicio, acabaran de saldar las expectativas del gobernador de la provincia, que no hacía más que exigir pruebas de que por allí aún no tenían que sonar los clarines del Apocalipsis. Que constara o no la autoría de tantas imágenes reproducidas en negativos y en papel ya no era de la incumbencia de los propios fotógrafos; mucho menos iba a preocuparles a quienes se habían arrogado la potestad de darles órdenes precisas, renovadas cada veinticuatro horas, poco antes de que la luz del amanecer empezara a revelar el alcance de las coladas ardientes durante la noche (los reunían allí donde, viniendo del sur, la carretera general se cortaba por la avalancha de lava). Puesto que se trataba del trabajo colectivo impuesto por una catástrofe de la que nadie podía hacerse responsable, había que ir sumando las contribuciones de cada cual a cambio de nada. Bastante privilegio era el poder escribir la Historia conforme esta se soltaba el pelo. Mucho más adelante, el presidente del Cabildo, viendo en conjunto el fruto de aquel esfuerzo sin remunerar, declararía cínicamente que nunca La Palma se había sentido tan en deuda con la abnegación de sus generosos hijos. Así pues, sometido por las circunstancias, Ismael se resignó a que aquella obra suya fuese gratuita, aunque tuviera que dar cuenta de la realidad mejor que mil cálculos de topógrafos que sí cobraban sus buenos honorarios. Además asumió que esa misma obra, más que a los hechos de los que era reflejo palmario y concluyente, se debía al misterio de un orden compositivo que había que saber entrever entre los caprichos de la naturaleza. Por ello a veces se percataba de que cada encuadre, intuitivo en exceso en tanto que urgente, sólo respondía a la inspiración de los verdaderos artistas, no al ahínco didáctico de los científicos. Ahora bien, ¿él se veía a sí mismo integrado en el clan de los auténticos artistas? ¿Desde cuándo había creído que algo así iba a sucederle? ¿Podía asumirlo sin sufrir un repeluzno de vergüenza?

Ismael salió trasquilado de aquel compromiso que parecía no acabar nunca. De entrada supo lo que era tener pellizcos en las cervicales y callos inclementes en los meñiques de los pies. Al igual que otros colegas tan pardillos como él ante las exigencias de la voz de mando, se dio una paliza no menor que la de los guías arrieros, esenciales para el aprovechamiento de todas y cada una de las excursiones por entre aquellos andurriales en llamas. En vez de mochilas o alforjas, llevaba cámaras que había que salvar del meneo mediante agotadores gestos corporales de protección, usando el cuello como soporte, los antebrazos como escudos improvisados y las manos como bandejas flotantes. Demasiado esfuerzo para alguien que no había alcanzado la forma física que se requería a su edad.

Cuando cada dos noches regresaba a casa hundido por el cansancio, su mujer y sus hijos lo aturullaban entre preguntas y tirones de las mangas, ven, cuenta, cuenta, le pedían que hablara con rapidez y precisión, justo lo que menos le apetecía. A ver, qué has visto, cómo es eso, ¿te da pánico? Él respondía suspirando antes de meterse en la ansiada ducha.

—Qué quieren que les diga. Es un desmadre de fuego, como si las montañas sufrieran empacho, pero con retortijones y ventosidades. Esa lava está empeñada en salir de donde sea. Me recuerda a un gran escaldón de gofio que se derrama lleno de grumos, sabes, un mazacote que viene en masa, como una marejada que se empuja a sí misma. Todo de un color muy, muy potente. A veces parece amarillo de oro viejo; otras, naranja. Por la noche se impone el color rojo. Y no veas cómo se alarga la noche.

—¿Rojo como la sangre?

—Imagina las brasas de un cigarro cuando lo enciendes.

—¿Con humo?

—Sí, sí, con humo, y a lo grande, y con mucha ceniza que es como arenilla formando barranqueras. Las personas no somos nadie al lado de eso. Somos hormiguitas. Nos quedamos alelados, como viendo discurrir un río. Bueno, más que río, es una suma de riachuelos lentorros. Y huele a quemadura con azufre, no a chamusquina de incendio, a ver si me entiendes. Aunque también. También a incendio. Un olor grave. A lo mejor lo digo así porque el sonido que acompaña a ese olor es grave. Todo el día sin parar el ruido. Brrrrmmmm. Una escandalera. Es el corrimiento de rocas blandas sobre lechos en cascada. Brrrrmmmm… Ah, y otra cosa: a veces se estira un zumbido hacia arriba, como el de los voladores al pasar un santo en procesión. Fiiuuuu. Ves pedruscos por aquí y pedruscos por allí que salen disparados. Pedos del volcán. Esas explosiones repentinas duran poco. Se van repitiendo de vez en cuando, pero duran poco. O eso crees. Mientras tanto, sigue el deslizamiento de los roquedales con ruidos que te aturden, sin llegar al mareo. A aquello no hay quien le ponga límite. El mundo se despepita por algo que uno no comprende.

—¿Y los otros fotógrafos qué dicen?

—Nada. Lo mismo que yo. Estamos todo el día detrás de los expertos, la boca cerrada por la tristeza, observando y cargando carretes. Somos tres fotógrafos. Hay uno muy ágil de piernas, el de Los Llanos. Ese es el primero que encuentra buenos ángulos. Claro, se mueve tan rápido… Pero tiene una birria de cámara. Quiere que le venda la Kodak.

—¿Se la vas a vender?

—No. Se la dejo prestada.

—¿Y el otro?

—El otro es Federico Clos, el de Los Sauces. Se pasa todo el rato resoplando de fastidio.

“Luego de contar sus batallas, Ismael se encerraba a solas en el cuarto de baño pues debía convertirse cuanto antes en un hombre nuevo oliendo a jaboncillo de lavanda, a loción de afeitado y colutorio con sabor a menta. A la mañana siguiente, tras dormir en su cama bendita al calor de Laureana, le tocaba encerrarse en el habitáculo del patio trasero para revelar con prontitud los lotes de copias que fuesen necesarios —uno destinado a la Delegación del Gobierno, otro idéntico para la comisión de peritaje del Instituto Geográfico y Catastral, y otro, en pequeños contactos, como si dijésemos birlado a los conductos oficiales, para matar la curiosidad de Laureana y los chicos, quienes se merecían una atención extra de su parte—; y después del almuerzo, con la satisfacción de tener sus mudas limpias y su equipo fotográfico a punto, esperaba a que lo recogiese en la Avenida aquel chófer de camionetas con volquete contratado por el Cabildo para traer y llevar todo tipo de cargamento a través del barullo de las erupciones. De manera que al rato volvía a encontrarse en un paisaje hecho ceniza que de un día para otro parecía transformarse por ensalmo, tal como sucede con todo lo que se dilata de forma espontánea.

Ismael no se atrevía a contarle a su esposa que en ciertos momentos, al posar la mirada sobre el caudal incandescente que pasaba de largo en medio de la penumbra del atardecer, miraba por el visor de la Contax con una desconfianza extrema que le encogía el corazón, mientras se imaginaba la monstruosidad de caer allí, como náufrago entregándose a la mar de fondo. Se paralizaba unos segundos, casi hipnotizado por el discurrir de la masa, sucumbiendo al morbo que los mayores peligros alimentan ante la debilidad del hombre. Era una sensación no muy diferente de la que sacude a quienes, nada más asomarse a un precipicio, fantasean con la caída al vacío y, peor aun, intentan presentir el despachurramiento abajo del todo. Por ver cómo desaparecía, lanzaba un pedrusco hacia el fuego líquido, y enseguida se hacía a la idea del riesgo a que estaba expuesto con sólo acercarse a tan parsimoniosa avalancha. En caso de zambullirse allí como un suicida, pensaba, ¿de qué modo reaccionarían su carne y sus huesos antes de ser engullidos por aquella viscosidad? ¿Se derretirían al instante en un solo amasijo? ¿Se churruscarían igual que en una parrilla? ¿Y cómo percibiría el cerebro los inicios de una tortura tan atroz? ¿Tendría tiempo de asimilar el destrozo? Llegado a este punto, Ismael buscaba su sombra de hombre perdido en un lugar también perdido. Escupía a un lado removiendo los homoplatos, como para recolocar las correas de las que colgaban sus cámaras, y evocaba algunos pasajes de la Divina Comedia que de joven había leído en la biblioteca de la Sociedad La Cosmológica. Ah, el octavo círculo del infierno, con sus variantes de torturas pasadas por fuego. Aunque, a su entender, había peores castigos. Al recordar a aquellos individuos que el Dante describía como náufragos condenados al chapoteo en una laguna de aguas fecales del quinto círculo, se decía con sonrisa de alienado, sabiendo que nadie lo observaba: “Eso sí que es suplicio, atragantarse para toda la eternidad con fango y porquería hecha cachitos de…”. Dante los llamaba bodrios. “Puaj.”

Cuando estaba preso en Fyffes, una noche y la siguiente y todas las demás, al intentar conciliar el sueño entre tantos compañeros que roncaban en aquellas literas carcomidas, en vez de contar ovejitas se abstraía en posición de feto para hacer recuento silencioso de los círculos de Dante (en el primero se ve esto; en el segundo, lo otro; en el tercero, tal cosa; en el cuarto, tal otra…), empezando por el primero, el del diámetro mayor, y acabando por el del vértice, reducido como una corraliza, y luego volvía a hacer el recorrido de arriba abajo, y llegaba a la conclusión de que en la vida real también se hacía un reparto de aberraciones para los diferentes sujetos que forman la gran familia humana. La consigna justiciera se manifestaba en diversos dichos: A cada cochino le llega su San Martín. Que cada palo aguante su vela.

Extraía este tipo de conclusiones, nada originales, sobre la presunta base de su perspicacia de bestia herida y sus conocimientos de lector voluntarioso, no tan intelectual como él hubiera deseado ser.

—Joder—gruñía.

El volcán lo obligaba a pensar de nuevo en los condenados, los de Fyffes, los de la Divina Comedia y los que él aún no conocía, perdidos en mazmorras del mundo entero, y eso lo dejaba de tan mal cuerpo que sentía ganas de sollozar, algo que no se permitía desde el tiempo de adolescencia, así como un deseo loco de que la tierra se abriera a sus pies, lo cual de hecho estaba sucediendo, si bien no en el sentido estricto de la expresión. El hablar figurado tiene estas cosas. Mejor le valía la imagen de su propio ser tendido debajo de la cama, como un niño asustado que huye de la realidad; como una momia boca arriba, las manos juntas sobre el pecho, abstraída en su letargo para no tener que responsabilizarse de nada, ni de la perfidia propia ni de la ajena.

Era en esos instantes cuando se convencía de que no le quedaba nada mejor que hacer que morirse. A la vez se concienciaba del peso de su cobardía, siempre muy por encima de las mayores convicciones.

—Fastídiate—se decía, no como forma de alivio—. Aguántate y fastídiate.»

[…]

******

Fotografía de Vasco Szinetar

Anelio Rodríguez Concepción. Escritor nacido en Santa Cruz de La Palma en 1963, cuentista reputado, en 1992 obtuvo el Premio “Ciudad de Santa Cruz de Tenerife” con Ocho relatos y un diálogo, y en 2004 el Tiflos, convocado por la ONCE, con El perro y los demás. Su obra narrativa —no de ficción— Historia ilustrada del mundo (Pre-Textos) fue recomendada por la plataforma de la Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Libreros (enero de 2018). Su último libro publicado es Historia de Mr. Sabas, domador de leones, y de su admirable familia del Circo Toti (Pre-Textos).

Presente en diversas antologías de narradores, ha sido traducido al italiano, al alemán, al francés y al portugués. A finales de 2019 se publicó en Turín un libro de relatos suyos traducidos al italiano (selección de Danilo Manera): ‘Baci e abbracci’ (e altre solitudini).

Fundó y dirigió entre 1995 y 2005 la revista La fábrica (Miscelánea de arte y literatura).

5/5 (1 Puntuación. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

1 Comentario
Antiguos
Recientes Más votados
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios
Yolanda
Yolanda
1 año hace

Anelio, es un fabulador nato dotado de un radar sabio sobre su mundo y el mundo. Enhorabuena