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Orígenes secretos, de David Galán

Orígenes secretos, de David Galán

Orígenes secretos (Alianza editorial), es la primera novela del guionista y director de cine David Galán (Ávila, 1982), un thriller con el mundo de los cómics y de los superhéroes como telón de fondo. El autor prepara también la película con la participación de Antonio Resines, Ernesto Alterio y Verónica Echegui.

Galán ha compaginado el cine —algunos de sus cortos, como Curvas, Push Up, Hostiable…, han sido premiados recientemente— con su trabajo como guionista de televisión. Ha escrito para webs y fanzines y ha participado en dos compilaciones de temática zombi.

Zenda publica en exclusiva el primer capítulo de esta novela.

1

Acción

Madrid, hoy.

—¡Arriba, machote!

Unas persianas suben, sonoramente, dejando entrar la luz del sol en una habitación llena de estanterías de cómics y muñecos. Partículas de polvo flotan por la estancia en una proporción que solo se ve en trasteros y bibliotecas. Este lugar tiene un poco de ambas cosas.

—Ponte el traje y sal a hacer de este mundo un lugar mejor —dice el hombre que ha abierto la ventana, y que se marcha sin esperar respuesta, como si fuera un ritual mil veces repetido y supiera que nunca la hay. A no ser que valga como respuesta un leve gruñido.

La luz natural es tan molesta en este hábitat como lo era para los vampiros de La Teta Enroscada al final de Abierto hasta el amanecer. Por lo menos eso piensa Jorge Elías, que está tirado en la cama como si hubiera estado luchando con ella y hubieran quedado en tablas.

Jorge se despega de las sábanas, lleva una camiseta de Silver Surfer y está en calzoncillos. Está gordo, las cosas como son. Tiene la boca seca y busca sus gafas de pasta en la mesilla. Es una habitación con dos camas, pero es obvio que en la que tiene enfrente no ha dormido nadie desde hace mucho tiempo porque encima de ella hay varias pilas de cómics y libros (como si fuera una repisa más).

Sentado al borde de su cama, Jorge trata de recordar el sueño que estaba teniendo. Está bastante seguro de que en él llevaba un sable láser y estaba rescatando a una chica con las tetas muy grandes… y aparecía Alan Moore para ayudarle, sí… maldita sea, era un sueño que molaba. Pero no, ha tenido que venir «Don Ponte El Traje Y Blablablá» a despertarle como si se acabara el mundo. En fin. Jorge coge una botella de plástico con agua que hay tirada por el suelo y bebe el culín que queda. Se pregunta qué día de la semana es, para saber si tiene que ducharse. Una vez cada dos días es suficiente, que si no, le quitas su capa protecto­ra a la piel y tampoco es bueno. Es una mierda que leyó en una Quo y que le dice a su padre cuando este le dice que se meta en la ducha o no le lleva a la tienda.

Su padre es Cosme Galiardo, un hombre espigado, de aspecto venerable. Lo de venerable quizá sea por sus canas y su nariz, que le dan un aire a Ian McKellen, lo mismo da que penséis en Magneto que en Gandalf, o quizá por su voz de Fernando Fernán Gómez. Está en la cocina prepa­rando el desayuno para su hijo, unas tostadas y un colacao, y tomándose el suyo, un café solo. Qué hombre más clásico.

Jorge Elías entra en la cocina, medio grogui y ecce homo entero. Además, sigue sin pantalones. Coge su taza y se sienta en la mesa. Sin probar la leche ya estima que no hay suficiente «sustancia» y se echa otro par de cucharadas de Cola Cao. Cosme ya se lo sabe, por eso se los hace «cor­tos» para compensar. Probó a cargárselos más, pero igual­mente Jorge echaba dos cucharadas más. Como si lo im­portante del asunto fuera dejar claro que no estaba bien hecho y no la proporción de chocolateo de la leche. No tiene muy buen despertar Jorge.

—Papá, si puede ser, no vuelvas a decir lo de «ponte el traje y sal a hacer del mundo un lugar mejor», que no ten­go ocho años y la última vez que me puse un traje fue el de la comunión.

—Es la frase…

—«Con la que nos despertaba mamá» —interrumpe—. No me digas, se me había olvidado.

—No sabía que te molestara.

—Te lo digo todos los días, pero no me escuchas.

—A Javi le gustaba.

—Ya lo sé: mi hermano era un Gryffindor y yo soy un Slytherin. Aclarado el tema, busca otra frase. Hay muchas: «abre los ojos», «quinto levanta, tira de la manta», «Monica Bellucci ha venido a desayunar y quiere que le hagas un hijo sobre la encimera», no sé…

—¿Qué te parece «cómprate un despertador»? —Cos­me se levanta y se marcha de la cocina, harto de tanta ton­tería de buena mañana.

—Original, pero con poca chicha, papá. Tú puedes ha­cer algo mejor —concluye Jorge, que es de esos hijos sa­biondos que siempre tienen que decir la última palabra.

Adorables con cinco años, pero que estrangulabas con treinta y cinco castañas que tiene ahora «el niño».

Javier no era así. Por lo menos no lo dirías mirando las fo­tos que hay en un mueble cercano. El hermano de Jorge Elías parece una versión joven de su padre en esas fotos. Solo que más fuerte. En varias, Javier está vestido de GEO, posando. Hay demasiadas fotos de él como para que ese mueble no sea lo que es: un mausoleo. Jorge Elías solo aparece testimonialmente en dos fotografías. En una está solo, con birrete y banda de graduación azul celeste. Es la foto de su orla. Y en otra, con su padre y su hermano, lle­vando el casco de GEO de Javier como si fuera un sombre­ro, para disgusto de Cosme, que ya entonces no tenía pa­ciencia para sus bromas. Por suerte, ambas fotos están bien tapadas por las demás.

El coche de la familia Galiardo circula por el centro de Madrid, por las estrechas calles cercanas a la plaza de la Luna. Está apenas un par de calles más allá de Gran Vía, y a la vez, en otro mundo. Un lugar en el que prostitutas de sesenta años conviven en armonía con una comisaría de diseño moderno, hay un gimnasio para ejecutivos en el áti­co de un cine abandonado, cuya terraza se convierte por las noches en bar de copas, y chinas con carritos de la com­pra venden cervezas y bocadillos húmedos (no preguntes). Pero son las nueve de la mañana de un lunes que amenaza lluvia, y eso hace que cualquier calle parezca una más, in­cluso las que son tan especiales como esta.

Conduce Cosme, como siempre. Aunque Jorge tiene carné. Cosme le obligó a sacárselo cuando tenía dieciocho años. Ganó esa guerra pero nunca pudo hacer que le gus­tara conducir. A un hijo puedes meterle la cuchara en la boca, pero no puedes obligarle a tragar.

—¿Qué tal pinta tu última semana? —pregunta Jorge Elías, por romper el silencio.

—No será la última, les han denegado cubrir mi plaza hasta el año que viene, así que me necesitan allí.

El coche se detiene frente a un escaparate colorido, una tienda de cómics llamada Planeta K.

—Bueno, cuando te larguen, que sepas que yo te nece­sito en la tienda, hay partidas de Magic que se salen de ma­dre y a mí me da miedo usar ese cacharro que da descargas eléctricas que me compré por internet.

Cosme no quiere dignificar la oferta con una respuesta, y además supone que ese cacharro que da descargas es algo de lo que su hijo ya le ha hablado con anterioridad, pero, como suele desconectar de sus parrafadas para mantener la cordura, no tiene ni puñetera idea de qué está hablando. Por suerte ya es un experto en que eso no se note.

—Anda tira, que me vas a hacer llegar tarde otra vez.

—Dame un beso, cascarrabias. —Jorge da un beso a su padre, se baja y empieza a abrir su tienda. El coche de Cos­me se marcha cuando empieza a chispear.

Cosme entra cerrando su paraguas en un portal cerca del Mercado Maravillas, en Bravo Murillo. Un barrio de espa­ñoles muy viejos e inmigrantes muy jóvenes, la sal y el azúcar de Madrid, por así decirlo. Los edificios son de la edad de los vecinos españoles, como demuestra este rella­no sin ascensor y escaleras de crujiente madera. Hay varios policías en el rellano, Cosme pasa a través de ellos con cierta prisa.

El que parece al mando habla por el walkie talkie, con mucha educación.

—A ver, si no es mucha molestia… ¡Que venga el juez de una puta vez! Me cagon la puta de oros y en la madre que me parió. —El policía sigue rajando, sin dar ocasión a quién sea con el que hable, de meter baza.

Otro agente está entrevistando a un chico joven senta­do en los escalones, que parece muy afectado.

—La ha destrozado… era mi mamá y la ha destroza­do… —repite sin parar, balanceándose adelante y atrás, en shock. El policía trata de calmarle.

—Tranquilícese, ahora podrá subir a recoger sus cosas y le llevaremos con el psicólogo, ¿de acuerdo?

El jefe repara en Cosme cuando este iba a subir por las escaleras e interrumpe su conversación por radio.

—¡Cosme! El nuevo está arriba trasteando. Mira a ver, anda.

El nuevo, piensa Cosme. Un inspector de policía de 66 años al que amenazan con la jubilación forzosa debería sentir rechazo por conceptos como ese. El nuevo. Como si inmediatamente él pasase a ser «el viejo». El que no sirve. El modelo antiguo. Algo que hay que tirar y olvidar mien­tras se desembala la versión moderna. Pero esos pensa­mientos son para gente peor que Cosme Galiardo. A Cos­me Galiardo solo le vienen a la cabeza recuerdos de él mismo recién llegado a la comisaría, con su mujer en casa leyendo algún libro, en aquel piso ridículamente minúscu­lo de La Latina, no sabe por qué cuando piensa en aquella época siempre la ve embarazada. Será porque nunca estu­vo más guapa o porque nunca la quiso más. Trabajando todo el día para que no le faltara de nada a su familia y lle­gando a casa demasiado tarde como para ver despierto a ninguno de sus miembros. No. Cosme Galiardo no es el tipo de gente que pone la zancadilla a los que empiezan. Es de los que rechazan ascensos para seguir protegiendo desde abajo a los cachorros. Tal vez, viéndoles a ellos, ve Cosme a su versión preferida de sí mismo. Como cuando miraba a Javier.

Cosme llega a una cocina teñida de rojo. Hay dos cuerpos en el suelo, en un charco de sangre, y aún así el olor pre­dominante es a fritanga. Es de esa clase de cocinas, con azulejos con sabor a empanadillas y bombona de butano. Los dos cadáveres, blanquecinos por el desangrado, son un hombre bajito y peludo, y una mujer muy voluminosa. Él sostiene un gran cuchillo de carnicero y tiene el cuello cortado de parte a parte. Ella tiene decenas de cortes por todo el cuerpo, con tantos tajos que su piel parece estar llena de códigos de barras.

Frente a las víctimas, tomando notas en una pequeña libreta, hay un joven que rozará la treintena. En buena for­ma física y vestido con traje. Uno diría que es demasiado joven para ser inspector, demasiado guapo para ser policía y demasiado elegante para ser hetero. Pero sí a todo.

—Inspector Cosme Galiardo —se presenta.

—David Valentín.

Se dan la mano.

—He llegado hace un rato, así que he empezado a to­mar declaraciones y tal. Ahora estaba con los cuerpos.

—Bien hecho. Disculpa el retraso, he tenido que llevar a mi hijo al colegio.

David asiente, sin pillar la broma de Cosme. David aún no domina las sutilezas, pero lo hará.

—Señor, es un honor trabajar con usted aunque solo sean unos días.

—Tutéame. ¿Qué ha pasado aquí? —Cosme observa el estropicio detenidamente.

—El hijo los descubrió esta mañana. Al parecer, la mu­jer ha sido apuñalada por su marido y, luego, este se ha suicidado cortándose la garganta con el cuchillo. —Cosme sigue observando. No dice nada, pero algo no le cuadra. David lee las notas de su libreta.

—El hombre es dueño de una carnicería en Tetuán y tiene varias denuncias por maltrato.

—Un carnicero no se suicida rebanándose el pescuezo. Sabe que es el preludio a una muerte lenta y agónica. Y, por Dios, ¿cuántas cuchilladas tiene esta mujer? —Se aga­cha y observa los cortes de cerca—. Demasiadas. Ninguna ha alcanzado un órgano vital, por eso ha necesitado tantí­simas para matarla. Hm… son poco profundas y de arriba hacia abajo… —murmura Cosme para sí.

—Fue alguien con una estatura mayor que la víctima…

En ese momento David y Cosme reparan en que no es­tán solos. El chaval joven que estaba abajo sentado en las escaleras está guardando sus cosas en una mochila y ha oído su conversación. Ahora que está de pie, reparan en que es muy alto. El chaval les mira un instante y sale co­rriendo.

—Será cabrón… —David sale a toda prisa tras él, pero resbala con la sangre del piso y cae al suelo, sobre el cuer­po de la madre. Su cara se desliza apoyada en la mejilla carnosa y sin vida de la foca muerta. Trata de levantarse, pero sigue escurriéndose sobre sus códigos de barras y grasa.

Cosme, inalterable, se agacha con calma y le coge a David el walkie talkie que este llevaba enganchado al cin­turón.

—El hijo huye por las escaleras, es sospechoso de asesi­nato, no dejéis que llegue al metro. —Y tras informar, deja el aparato y se dirige a una ventana cercana. A través de ella observa como los policías de la puerta interceptan al presunto parricida sin problemas. Uno le da con la porra en la cara, hundiéndole la nariz. El que llamaba insistente­mente al juez desfoga su frustración con la burocracia ju­dicial a patadas con el abdomen del chico. Cosme sabe que no le va a gustar lo que sigue y va a ayudar a levantar­se a David, que sigue con dificultades.

—Tranquilo, hijo. —Cosme aúpa a David.

—Qué vergüenza, debes de pensar que soy gilipollas.

—La próxima vez no cometerás el mismo error. Y si vi­ves lo suficiente, ya habrás cometido tantos errores que parecerás listo, ese es el truco.

David se mira, está completamente bañado en sangre. Jorge Elías diría que le han hecho un Carrie.

—Mierda, este era mi único traje decente…

—En esta ciudad acabas lleno de sangre tarde o tempra­no. Créeme, mejor que sea en tu primer día.

Cosme vuelve a asomarse a la ventana y menea la cabe­za en muda señal de disconformidad. El joven no parece tan alto en el suelo, casi reducido a pulpa por la paliza. Uno de los agentes le da una última, e innecesaria, patada.

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Autor: David Galán. Editorial: Alianza. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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