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Pablo Cerezal: un fulgor en las ascuas del desastre

Pablo Cerezal

Retrato de Pablo Cerezal, por Pablo Mon.

Tercera entrega de No-Perfil. Las dos primeras publicaciones de esta serie fueron La patria de Raquel Lanseros y Aún quedan crepúsculos para Dionisia García.

Pablo Cerezal ama cada vértebra del mundo, aunque soporta sobre la cicatriz de su espalda el peso de algo oscuro que se obstina en definir a vagos trazos en todo lo que escribe. Lo aguanta sobre él, pese a saber que su costado heredó la maldición de Sísifo y, por tanto, el esfuerzo de cada uno de sus pasos le conduce a un no lugar situado entre su origen y la inalcanzable meta. No hay solución, no rozará este poeta el espacio del reposo: su vida es una afrenta, un inicio constante de Revolución.

Fruncido el ceño, las horquillas de su pelo —el azabache exhibe la bandera blanca ante las pulcras canas que han comenzado la conquista— se entremezclan con las volutas sinuosas del humo del enésimo cigarro. La perilla, perfecta en su descuido, esconde el indicio de una sonrisa. Mira, cabeza gacha, con los ojos de avanzadilla por encima del límite de sus gafas de mínima montura. Es tan verdad como la sangre. Tal vez por eso escribe, porque cada palabra esconde la anatomía de un latido. Y es poeta, si bien sus libros esconden el misterio de los versos en el armazón equilibrado de la prosa.

Pablo Cerezal, por Pablo Mon.

Los títulos que ha firmado hasta el momento —Los cuadernos del Hafa (Carena, 2012), Madrid-Cochabamba (Lupercalia, 2015) y Breve historia del circo (Chamán Ediciones, 2017)—, así como una buena nómina de colaboraciones de distintas naturalezas, confirman en este narrador telúrico el perfil de un constructor de versos. Cerezal es un ebanista del lenguaje, modela cada texto para contar un “más allá” de lo que cuenta. Y ahí está la poesía, en ese modo de ver apasionado, brumoso, electivo, franco, que despeja cada obstáculo para centrarse en la raíz exacta, en la partitura mística de la existencia propia.

El madrileño, alquímico autor, destila la vida en cada línea de palabras que mecanografía, su propia vida, porque la literatura se conforma como extensión misma de su carne: “Escribo como poniendo grapas urgentes al silencio de la noche. (…) Por eso imagino que escribo: por continuar oxigenando la atmósfera de pensión barata de mi escritura”.

Hay, en su último libro, una confesión íntima sobre su relación con el teclado del ordenador; un idilio infiel en el que cuatro se reparten el tálamo: el hombre poeta; el vino o alguno de sus allegados; tabaco, siempre tabaco, y la palabra. Y en esa orgía de placeres y condenas se define, porque Pablo reside en la literatura: “Escribo despedazando la página en blanco, como una tormenta de verano que redibujase la geografía arisca del asfalto y el tierno diseño de los campos, perdiéndome en circunloquios como lo hacen las aguas en los rediles del barro, tras su suicidio vertical que a nadie importa”.

Pablo Cerezal, por Pablo Mon

Cerezal es una firma híbrida. En él se dan la confesión de entrañas, el mirar contemplativo de la catástrofe, la ironía discreta del que ha comprendido la gravedad de la existencia, la solemne intensidad de lo clásico y la febril secuencia interminable del ahora. De Miguel Sánchez Ostiz a Kerouac; de un emborronado Bukowski al Thoreau que reflexiona sobre la bondad; del menos cuerdo de los Panero al maestro boliviano Claudio Ferrufino-Coqueugniot, y Goytisolo, y Umbral, y David González, y Vicente Muñoz Álvarez… ¡Ah!, y los músicos: Reed, Cohen, Bunbury, Nick Cave… Pablo parece haberse puesto en manos de un atinado anatomista que le hubiera susurrado qué parte de cada cuál coger, las partes mejores, para conformar un estilo propio e inconfundible, magistral en sus extremos de vertiginosa carrera ácida, un fulgor en las ascuas del desastre.

Esqueleto de geografías

Pablo Cerezal: Madrid castizo de acento de chulapo; también Madrid de espacios suburbiales, sustancias prohibidas y alcoholes. Lleva la ciudad marcada en el eco de su acento, porque su madre lo alumbró en esa capital de identidades en 1972. Pero en su sangre también corre —porque conforma la carne de su hijo, porque es patria de la mujer que ama— el místico olor a hierbabuena hervida en Marruecos y el tropel de colores, de ruido plural de la metrópoli boliviana de Cochabamba.

A estas tres geografías ha dedicado el escritor sus mejores —por ahora— páginas. Su primer libro, Los cuadernos del Hafa, retrata la cara oculta de la concepción de turista que en Occidente se guarda sobre el país musulmán. En Cochabamba, exiliado para “olvidar esa foto huérfana de color en que otros aún creen contemplar (su) mi rostro”, como escribirá en un posterior libro, firmó a cuatro manos, junto con Claudio Ferrufino, Madrid-Cochabamba, un retrato ecuménico sobre la urbe en la que le perdió el miedo a la edad, donde venció los apuros de la pubertad. Son 306 páginas de ambrosía, breves textos sobre ambas capitales, pero también a propósito del tiempo, las filias y las fobias, la maltratada estampa de lo familiar, la prostitución, la música, las mujeres y lo etílico; una melodía lejana de Chet Baker con retrogusto a suicidio y a esperanza.

Colección de libros de Pablo Cerezal, por Daniel J. Rodríguez.

Llegó después, entre otros retazos de su prosa allá o acá, su Breve historia del circo. Ultima este libro de vuelta en Madrid, pero sus dedos repiquetean sobre un teclado que existió en Bolivia. Son su vida en esa ciudad y el nacimiento de su hijo, Munay, el de los ojos de almendra licuada, el “principio andino que comprende la voluntad del amor”, el origen y el destino de esta obra, pues entre el circo de la solidaridad y el cambalache de niños de futuro suicida, Pablo le escribe al vientre abultado que será ese pequeño que hoy juega entre los libros de su padre.

En ese título se certifica una vez más que las cicatrices de Pablo, que son yesca para sus palabras, conforman una orografía literaria, un mapa con un único punto cardinal: la honestidad. Cerezal es un cronista estético con pinta de ermitaño descreído, un asceta del negro, rock destilado en el alambique del sincericidio; un poeta con rostro de prosista, un narrador cuyo pulso son los versos:

“Puedo escuchar la letanía sufriente de sus lamentos, la voz muda en que se queja el niño que, en el claustro vivaz de su vientre, va desanudando los días para mejor anudarnos las noches.

Temo despertarla.

Temo siquiera respirar cerca de su respiración

El latido del niño que ha de nacer reverbera en la habitación. Aunque yo, aún, no lo puedo escuchar”.

Vivo en cada muerte

La prosa —en sus manos, otra forma de poesía— del escritor madrileño es pesimismo enfurecido. Sus palabras mecen al lector con ritmo de congoja y se cierran sus libros, tras acariciar la última página, con el sabor de una pesadilla plácida. No quieres despertar, deseas dormir más en un sueño que duele. Su obra supone un trago adolescente a un vaso de whisky maduro —y sin hielo, por favor—: tortura en la boca, pero arrebata la garganta y abre la puerta de un mundo adulto, que abraza la muerte y el dolor, que conoce la soledad de la estepa, el salvaje instinto del animal fiero condenado a vivir en una jaula.

Así es Pablo Cerezal, el amigo, el escritor, el maestro: una pantera menuda, de acecho elegante, el hombre que mira por encima de sus gafas, que lía cigarros en la esquina del sofá, una pierna sobre la otra, y se ríe, y habla, y aguarda, y bebe mientras se recuerda en decenas de geografías del planeta, allí donde ha sido feliz desentrañando la vida que se esconde bajo lo sombrío. Pablo Cerezal es un misterio cercano, una brasa del fuego sagrado de la Literatura.

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