Murió hace un par de meses, a los 93 años, y me dejó un agujero de melancolía en el corazón. En mi vida como reportero, mientras lo fui, tuve jefes mejores y peores, directores respetables e infames que me fueron indiferentes o llegaron a ser mis amigos. Gente que daba la cara por mí cuando para conseguir una información me metía en líos, o que me dejaba tirado para congraciarse con quien mandara entonces. Los conocí de todas clases, y de casi todos guardo un buen recuerdo. Pero con ninguno tuve una deuda de gratitud como la que tengo con Luis Ángel de la Viuda. Y como en mi mundo las deudas se pagan, quiero pagarla con esta página.
Mientras tanto, Luis Ángel me cuidaba desde Madrid. Era de esos directores que animan, que no pasan por alto felicitarte por una firma en primera página. Mandaba telegramas de aliento, informaba a mis padres, procuraba que no me faltase con qué pagar los miles de copas con que invité a quienes entre putas y borracheras me contaban sus vidas. Con su respaldo anduve con nómadas y territoriales, uniformado como ellos para pasar inadvertido al Estado Mayor, en incursiones fronterizas de las que no siempre pude contar los detalles. Con su complicidad guardé secretos que habrían mandado a algunos a la cárcel, y a cambio obtuve lealtades duraderas. Viví, con el entusiasmo de mi juventud, el final de un duro mundo colonial que hoy sólo es posible imaginar mediante las novelas o el cine.
Cuando las cosas se torcieron, el director se mantuvo a mi lado. A partir de la Marcha Verde y la llegada de los marroquíes, mientras el gobierno cedía terreno y competencias, yo contaba lo que veía. Mis contactos con saharauis y españoles me permitieron confirmar en persona el abandono de puestos militares y el comienzo de la entonces guerra secreta del Sáhara. Aquello no gustaba en Madrid, donde moría Franco, ni en el cuartel general de El Aaiún, donde mis crónicas —ahí están las hemerotecas— irritaban a los cómplices de tan infame vergüenza. A causa de eso, la vieja benevolencia se convertía en hostilidad y presiones para que me retirasen de allí. Ya no les parecía un reportero jovencito y simpático.
Luis Ángel me informaba de todo, y siempre decía lo mismo: aguanta, te cubro, haz tu trabajo. Mientras yo esté aquí nadie te moverá de ahí. Y así fue. Hice mi trabajo, seguí contando lo que pasaba y las autoridades de Madrid y El Aaiún se encabronaron cada vez más. Luis Ángel seguía pidiéndome que aguantara, y lo hice. Me quitaron la habitación del Parador y me negaron alojamiento y comunicaciones, pero los amigos leales estaban para algo: fui a vivir al cuartel de la Policía Territorial, donde el teniente coronel López Huerta y el comandante Labajos —mi mejor amigo allí— me dieron una cama y me permitieron transmitir por su teléfono.
En vísperas de Navidad llegó la llamada: «Arturo, he resistido hasta el final, pero la presión es terrible. Me obligan a sacarte. Manda una última crónica y despáchate a gusto, que no te tocaré una línea». Obedecí, envié esa crónica y abandoné El Aaiún, hace ahora exactamente cincuenta años. En cuanto llegué a Madrid, antes de ir a casa, me presenté en la redacción. «El director quiere verte», me dijeron. Subí a su despacho. Al verme entrar, Luis Ángel se me quedó mirando muy serio. «Me has dado muchos problemas, pero hiciste un buen trabajo», dijo. «Gracias, director», respondí. Entonces la expresión seria se transformó en sonrisa de lobo. «Ahora te mando de corresponsal a Argelia –dijo– para que les sigas dando por saco desde allí». Y eso fue lo que hice.
Y, bueno. Luis Ángel de la Viuda Pereda. Un periodista. Aquel director que tuve.
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Publicado el 11 de diciembre de 2025 en XL Semanal.


Como siempre, excelente artículo, don Arturo, parte de su biografía. Testimonio. De una época y de un oficio que quizás esté ya periclitado. Es una pena. Es increíble que, en la fase final de la decadente dictadura, en su fase final de su descomposición, el periodismo que se hacía era mejor que el de ahora. Hoy, es necesario escarbar en el columnismo para obtener alguna información aprovechable, lejos de las líneas generales de las noticias y su descafeinada forma de darlas.
Veo en el artículo de hoy dos vertientes importantes: una la de el homenaje en sí a la persona y al periodismo comprometido con la verdad; otra, la del terrible hecho del abandono del Sáhara.
En lo segundo, viví aquello, de jovencillo, con vergüenza y cierta frustración. El estado español traicionó a esas gentes, españoles, hablando nuestra lengua, los saharauis. Ahora mismo, recientemente, se les ha vuelto a traicionar. Quizás en pago a no se sabe qué zafios intereses. El tan manido 50 aniversario, si, de todo aquello; si, de lo uno y de lo otro; bombo y platillo para obtener réditos políticos, pero, como siempre, la memoria parcial y tergiversadora de omitir unas cosas y resaltar otras. La verdad debe ser completa, total. Lo parcial es mentira, aunque ahora a la mentira la llamen posverdad. Vergüenza.
Es necesario también recordar aquella traición. A todo un pueblo que ha sido reprimido y masacrado. 50 aniversario. Si. De esto también. Vergüenza. Aunque ahora esto se omita, por la oficialidad, la Historia no nos lo perdonará. Porque, la Historia siempre continúa, tarde o temprano. Y la Historia, siempre se cepilla a la memoria, tarde o temprano. Vergüenza.
Y, tenemos que ser conscientes de que hoy se ha vuelto a hacer lo mismo. Esta vez en nuestra teórica democracia. Vergüenza.
Nadie se atreve a ir con una flotilla al Sáhara Español.
Vergüenza.
Saludos a todos. Incluso a los de los negativos compulsivos.
Si hubiera leído este artículo con 15 años, hubiera querido ser periodista. Me pregunto si quedará gente así.