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El capitán de Köpenick

A veces, sólo a veces, la suerte guiña un ojo a los desgraciados y éstos tumban el patito de la feria, en ocasiones para toda la vida y otras para sólo un rato. Sin embargo, acabe como acabe el episodio, el momento de triunfo y de gloria ya no lo borra nadie. Pensaba en eso hace unos días, cuando al hilo de unas lecturas di otra vez, al cabo de medio siglo, con el nombre de Wilhelm Voigt: un pobre infeliz que acabó pasando a la historia como el capitán de Köpenick y cuya estatua se encuentra ahora, con todos los honores, en la entrada del ayuntamiento de esa ciudad. Conocí el asunto y me deslumbró siendo casi un niño, a principios de los años 60, cuando vi en el cine una película sobre su aventura, protagonizada por Heinz Rühmann. No la olvidé nunca, y ahora me la tropiezo de nuevo. Una historia, ésa, que contiene interesantes lecciones sobre la desesperación, la audacia, el militarismo irracional y también la gregaria estupidez que a menudo demuestra el ser humano.

Ocurrió en 1906. Voigt, un desgraciado de 57 años al que el sistema social y judicial alemán había machacado hasta la miseria, desesperado y sin empleo, compró en un ropavejero un uniforme de capitán del ejército y se fue en metro hasta Köpenick, un pueblecito cercano a Berlín. Por el camino se cruzó con un grupo de diez soldados que iban camino del cuartel y tuvo el cuajo de ordenarles que se pusieran a sus órdenes. Misión especial, dijo. Síganme. Convencidos por el uniforme y por el marcial bigotazo prusiano del capitán chungo, los soldados lo secundaron sin rechistar; y con ellos, siempre en metro, se presentó en el pueblo. El primer acto oficial fue invitar a su fiel tropa a unas cervezas. Después entró por la cara en la oficina de correos y telégrafos y prohibió las comunicaciones con Berlín mientras los empleados –como buenos alemanes de toda la vida, al ver un uniforme y recibir órdenes se les hizo el ojete agua de limón–, se ponían dando taconazos a su servicio sin pedirle ni siquiera un documento de identidad. Luego fue a la gendarmería y puso a todos los gendarmes a marcar el paso de la oca –más taconazos y más jawohl, herr hauptmann–. Y al fin, dispuesto a rematar la hazaña, el supuesto capitán se dirigió al ayuntamiento seguido por su fiel tropa, que a esas alturas estaba entusiasmada con el nuevo jefe.

La verdad es que en el ayuntamiento también lo bordó, el tío. Con todo cristo impresionado por el uniforme, suscitando nuevos taconazos a su paso, el impostor Voigt arrestó al desconcertado alcalde, acusándolo de deslealtad –no tendría la conciencia tranquila cuando se dejó convencer tan fácilmente– y se apoderó de 3.600 marcos, unos 20.000 euros de ahora, que un diligente cajero le ayudó a contar y guardar en un talego a cambio de un recibo que Voigt firmó con el apellido de su último director de prisión. Y después, tras exigir al acojonado alcalde la palabra de honor de que no iba a darse a la fuga, lo metió en el metro con los soldados y con su esposa, que no quiso abandonarlo en el trance, y lo mandó a presentarse a la policía de Berlín, donde fue recibido con el natural estupor. La última vez que se vio al supuesto capitán fue sentado a solas en la estación de ferrocarril, tomándose tranquilamente una cerveza, antes de desaparecer con el dinero sin dejar rastro.

El escándalo ocupó durante semanas los periódicos, suscitando la simpatía general. La opinión pública convirtió en un héroe al impostor que había burlado a la implacable maquinaria del Estado. Se alabó su audacia, ingenio y sangre fría, y cuando al fin fue apresado –naturalmente, en un burdel– por denuncia de un amigo, pues ofrecían una cuantiosa recompensa, la ola de opiniones en su favor hizo que sólo fuera condenado a cuatro años de cárcel; cuando antes, por dos delitos menores y casi insignificantes, le había caído un total de 27 años de presidio. Y aun así, fue tal el entusiasmo popular por el personaje que el Káiser se vio obligado a indultarlo tras pasar sólo 22 meses en la cárcel. Lárgate de aquí, le dijeron. Y no vuelvas.

El resto de su vida, si no de fortuna, Voigt disfrutó de la gloria. Recibido en todas partes como héroe popular, convertido en símbolo antimonárquico y republicano, hizo giras por Alemania, Francia y Holanda, y acabó estableciéndose en Luxemburgo, donde trabajó como camarero y zapatero. Murió en 1922, y sobre su hazaña se escribió una exitosa obra de teatro y se rodaron varias películas. Hoy, su bronce vestido de uniforme se encuentra junto a los peldaños de la entrada al ayuntamiento que lo hizo inmortal. La tumba está en el cementerio de Luxemburgo, y rara vez faltan flores. En ella está inscrito algo que arrancaría una sonrisa irónica al viejo truhán, si pudiera leerlo: Wilhelm Voigt, el Capitán de Köpenick.

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Publicado el 17 de abril de 2021 en XL Semanal.

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Jaime Alcides Alvarado A.
Jaime Alcides Alvarado A.
2 años hace

Habiendo conocido por varios años la disciplina prusiana, no me sorprende que este truhan haya logrado su propósito. Los prusianos están siempre predispuestos a creer en la palabra, obedeciéndo así sea a una supuesta autoridad.