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Petrarca y el laurel

Quizá haya sido Petrarca el primer poeta en reescribir su pasado, en falsear y modificar su biografía con la intención, como subraya Francisco Rico, de «reconstruir un retrato prestigioso de su propia figura». Desde entonces son muchos los poetas que han seguido el ejemplo del florentino con la intención de seducir a sus lectores futuros. Un caso acusado de este narcisismo petrarquesco es el de Juan Ramón Jiménez, quien en la mistificadora revisión de su poesía llegó a afirmar su primacía respecto a Rubén Darío en la lectura de Verlaine —así como de la totalidad de los poetas simbolistas franceses: Mallarmé, Rimbaud, Francis Jammes, etc.— con la intención de establecer la preeminencia de su modernismo simbolista sobre el modernismo parnasiano de Rubén Darío; cuando, como demuestra Ángel González, su primera formación hay que situarla con los poetas del romanticismo español y con los poetas premodernistas: Ricardo Gil, Manuel Reina, Eusebio Blasco, Salvador Rueda y, sobre todos ellos, Francisco Villaespesa. Todo muy nacional y muy poco francés. Por no citar otros casos más patéticos como el de Salvador Rueda, quien trató de disputarle al propio Darío la paternidad del modernismo, o el de Rafael Lasso de la Vega —rayano con el lumpen literario—, quien llegó a falsear las fechas de publicación de sus poemas para autoproclamarse el introductor del ultraísmo en España frente a Huidobro y Cansinos-Assens. En fin, la relación es larga y llega hasta nuestros días, solo hay que seguir los ridículos testimonios y patéticas mistificaciones que algunos poetas prodigan por las redes con el fin de reconstruir una imagen positiva de sí mismos.

"Todo lo que sabemos por su mano es lo que él pretendía que supiéramos. Es decir, manejaba perfectamente las potencialidades de sus recursos literarios"

Petrarca fue un precursor de estas mundanas preocupaciones o si se quiere un narciso literario, pero sobre todo fue un intelectual plenamente consciente de la urdimbre de sus escritos y de la sintaxis de sus pasos. Puede aseverarse, como reseña Francisco Rico, que el florentino no dejó ningún texto que no quisiera que se leyera, o sea que ocultó cualquier pensamiento, cualquier opinión que pudiera perjudicarle póstumamente, porque era plenamente consciente que sus escritos serían revisados con minuciosidad —hasta la más elemental acotación en el margen de un libro— y que «podrían caer bajo la mirada curiosa de futuros lectores». Por eso, todo lo que sabemos por su mano es lo que él pretendía que supiéramos. Es decir, manejaba perfectamente las potencialidades de sus recursos literarios, como demuestra la acotación que dejó en el códice Ambrosiano sobre la muerte de Laura, para pregonar y «mostrar su gran pasión amorosa» a la posteridad.

Petrarca tuvo su momento epifánico el 6 de abril de 1327, fecha en la que el propio poeta sitúa un suceso de cuya consistencia real —como señala Francisco Rico— «es razonable albergar dudas, pero que asumirá una capital importancia en las diversas representaciones que el poeta proporcionará del mismo: el encuentro en la iglesia de Santa Clara en Aviñón, con una mujer llamada Laura, o Lauretta».

"Esta pretensión unitaria queda de manifiesto en su poema prologal, que marca decisivamente el tono de sus composiciones, como síntesis y obertura"

Laura se convertirá en la musa de su Rerum vulgarium fragmenta («Fragmento de cosas en vulgar»), es decir, del Canzoniere que agitaría y renovaría la poesía europea desde la Baja Edad Media hasta el Renacimiento y el Barroco, y cuya influencia todavía se puede percibir en los poetas actuales. Debido quizá a su innovadora manera de agrupar los poemas —fundamentalmente sonetos, aunque en el mismo se encuentren canciones, sextinas, baladas y madrigales—, con una marcada secuenciación en su estructura, lo que dota a su conjunto de una connotada evolución interna y de un desarrollo cronológico. Esta pretensión unitaria queda de manifiesto en su poema prologal, que marca decisivamente el tono de sus composiciones, como síntesis y obertura: «Vosotros que escucháis en sueltas rimas/ el quejumbroso son que me nutría/ en aquel juvenil error primero/ cuando en parte era otro del que soy».

Petrarca, a pesar de no albergar demasiada confianza en los valores creativos de su lengua materna, trabajó concienzudamente su Cancionero, como constatan sus múltiples anotaciones en latín. Se puede decir que lo reescribió una y otra vez para perfeccionar sus versos, como cualquier poeta moderno, con la intención de dejar bien plantados sobre ellos el laurel de Apolo. La lengua que habitualmente utilizaba para sus escritos, tanto para su correspondencia particular como para sus eruditas obras, era el latín, la lengua culta. No obstante, ya en sus primeros años, según rememora en una carta a su hermano Gherardo, comenta que solía practicar «la poesía amorosa en poesía vulgar», una poesía vulgar que paradójicamente le daría la póstuma gloria literaria que tanto anhelaba.

"Petrarca ejemplifica, tal vez mejor que cualquier otro poeta, la pasión por el estudio y por el análisis riguroso de los textos de la Antigüedad clásica"

Petrarca, como se sabe, fue coronado poeta laureado por el Senado de Roma. Su relación con el laurel adquiere naturaleza simbólica. Ha sido muy estudiada la analogía entre Laura y laurel, tanto como árbol como símbolo del apolíneo laurel poético que representa la inmortalidad literaria. Incluso en los jardines de su casa el aretino se esforzó con supersticiosa tenacidad en plantar laureles, al parecer con escaso éxito, ya que casi todos se le agostaban.

La editorial Arpa & Alfil Editores recoge en formato libro —Petrarca. Poeta, pensador y personaje— cuatro trabajos del prestigioso filólogo e historiador de la literatura de la Edad Media al Siglo de Oro: Francisco Rico. El libro, por lo tanto, no es una biografía, ni una monografía o ensayo al uso, tampoco una serie de ponencias reunidas con un forzado propósito, sino una apasionante inmersión en la poliédrica figura del humanista aretino. Los trabajos reunidos —«uno de los textos fue escrito hace casi medio siglo, mientras que los tres restantes son fruto de los últimos años»— no solo se complementan, sino que amplifican las complejas facetas petrarquescas en cuya erudición se encuentran «los cimientos de una época nueva». Francisco Rico, en sus indagaciones, no se detiene demasiado en el poeta laureado, sino que sobre todo profundiza en la reputada faceta de filólogo del aretino y en su desplazamiento, desde la elocuencia, hacia la filosofía.

Petrarca ejemplifica, tal vez mejor que cualquier otro poeta, la pasión por el estudio y por el análisis riguroso de los textos de la Antigüedad clásica:

«Cualquier manual menciona el hallazgo de las ciceronianas Oratio pro Archia (en Lieja, 1333) y Epistulae ad Atticum (en Verona, 1345), y de ahí, cierto, brotaron inacabables disquisiciones sobre la gloria y un torrente de cartas humanísticas. En cambio, todavía no es cosa debidamente asimilada que Petrarca depuró, glosó y puso en circulación a Vitrubio, abriendo el paso a la teoría de Leon Battista Alberti y a la mejor práctica de la arquitectura renacentista. O que al hacer otro tanto con la Chorographia de Mela y con una sería de geógrafos latinos menores consolidó un clima decisivo para la magna aventura de Colón».

Petrarca sacó partido a su fama de estudioso, de erudito aislado en su casa de Vaucluse, pero también fue un hombre de acción como consejero de los poderosos, diplomático, orador y «conspirador de acciones políticas». Creía firmemente que «la posesión de la elocuencia asegura por sí misma la libertad», una elocuencia que lo mantuvo siempre a salvo de los avatares que agitaron su tiempo.

Petrarca. Poeta, pensador, personaje es un libro muy recomendable para poetas y filólogos, pero también para aquellos lectores a quienes guste transitar por los entresijos y veleidades de un gran creador.

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Autor: Francisco Rico. Título: Petrarca. Poeta, pensador, personaje. Editorial: Arpa. Venta: Todos tus libros.

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