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Pintar la casa

Acabamos de pintar la casa, y esto supone, en medio de la lógica incomodidad, un recuento de la vida, una gran mirada atrás, un recuento del alma.

Aparecen un sinfín de objetos que te recuerdan lo que has vivido, lo que has leído y lo que has escrito. Yo he encontrado incluso dos libros míos —escritos por mí— que tenía perdidos. Uno llevaba tiempo buscándolo y me he alegrado mucho de encontrarlo, porque lo valoraba mucho en el recuerdo.

Todos los libros salen a la luz, como ahogados, como cuerpos que yacen en el fondo del mar, y de repente afloran a la superficie. Los trofeos y las medallas, que ahora te hacen más ilusión que cuando los ganaste, de las más variadas disciplinas, tenis, natación, baloncesto, balonmano… porque siempre me ha gustado mucho el deporte, y ahora lo veo como un necesario complemento a mi vocación literaria. Sin embargo, sinceramente, yo no era consciente de lo importante que ha sido el deporte para mí hasta que ahora, en medio de la obra de mi casa, han aflorado todos esos trofeos y medallas, también trofeos de mi padre, que era asimismo muy deportista.

Pintar la casa, en efecto, es una situación incómoda, pero también una lección para la vida. Una lección de que todo es provisional. Una lección de que todo es superfluo, pero también de que todo es valioso, y de que lo que tienes a mano lo es, y mucho, aunque tú lo veas sumergido en la vida cotidiana.

Los libros dan la cara, aparecen sus portadas, se mueven, muestran sus contraportadas… se airean, se exhiben. Uno quiere leer los que no ha leído y volver a leer los que ya ha leído. Siempre están los libros vivos a mis ojos, pero yo diría que ahora lo están más que nunca.

¿Por qué esto es así? Quizá, como dijo Cervantes, todo esto corrobora que no hay libro malo. Yo lo creo. Luis Alberto de Cuenca no lo cree así. Yo siempre encuentro algo interesante en todos los libros que leo: alguna idea, algo que me divierte, algo que me sorprende, algo que me enseña… Los libros son inagotables, infinitamente generosos, hasta los peores, hasta los menos buenos, digamos. Todos los libros me abren importantes puertas.

Rescato del naufragio una vieja agenda y una pluma. La agenda me la regaló mi tía Gloria hace años. Mi tía Gloria era una gran mujer, muy religiosa, de una exquisita sensibilidad, profunda y trascendente. La agenda es del año 2000 y tiene calculadora, solar, que aún funciona. Es una agenda preciosa, con las tapas de piel, tamaño cuartilla aproximadamente, algo más pequeña. Con mucho papel. Yo la utilizo para escribir, sobre todo para tomar notas.

Con ellas, pluma y agenda, escribo ahora estas notas para mi nuevo artículo.

Dejo de hacer deporte, fundamentalmente dejo de salir a correr, porque bastante lío tenemos en casa. Estos días se ha alterado mi mundo por la pintura de mi casa, pero paradójicamente su felicidad, la felicidad de mi mundo, mi felicidad, se ha potenciado. Cojo cómics, que por una razón quizá no extraña es lo que me apetece leer ahora. En realidad es que tengo la cabeza muy dispersa, pero gracias a esta circunstancia vuelvo una vez más a mi infancia, a mis primeros años como lector, años clave para esa condición de lector, que no deja de ser una especie de oficio, y para mi condición de persona, de ser humano, que aunque a veces lo pasemos por alto es lo más importante.

Pienso ahora que el leer y el escribir colaboran decisivamente a la hora de formar ese ser humano. Ahora recuerdo al emperador Marco Aurelio, que me parece que tenía esto tan claro. Él, que tanto se afanó en construir una “ciudadela interior”.

Efectivamente, leo cómics, y estos artículos dan fe de ello, aunque sea más o menos ocasionalmente. Leo Super López, Los Cuatro Fantásticos, Blueberry, Daredevil… Aunque algunos cómics pienso que ya son para leerlos de mayor o para disfrutarlos más de mayor, quizá todos si lo pienso bien, si lo pensamos bien. Acaso el niño ve lo que no alcanza el adulto, y al revés. O quizá haya una zona común en la que se encuentran estos dos lectores del mismo ser humano, del niño y del adulto. Me gusta reflexionar sobre ello.

La verdad es que ahora aprecio mucho los dibujos y las historias de estos personajes. También lo hacía antes; lo recuerdo bien. Me encantaban.

Mientras ocurre todo esto en mi vida, en mis pequeños días, trabajo en mi nuevo libro. No tengo tranquilidad para hacerlo, pero con esfuerzo lo voy sacando adelante. Ahora apenas quiero dar noticia de él, pero es un proyecto muy personal y creo que al mismo tiempo puede interesar y gustar a mucha gente.

Lo cierto es que aún no sé si podré terminar este artículo, más allá de las notas que he ido tomando en un momento u otro. Si tendré serenidad para acabarlo. Yo creo que sí, que lo veo posible, pero nunca se sabe. Por mí no va a quedar.

Gracias a un antiguo ejemplar del diario Expansión, en el que escribí una columna cuando falleció Francisco Umbral (“Umbral, en vida”), recuerdo que Cela hablaba del escribir sin desmayo, de la vocación y de la paciencia, también del talento. Me acuerdo de que en el caso de Francisco Umbral hablaba del oficio y de la eficacia, también de la maestría.

Quizá con tan sólo dos de estos sustantivos fuera suficiente para terminar este artículo, incluso toda una obra literaria, toda una vida. “Para el éxito sobra el talento, para la felicidad ni basta”, escribió también Cela, en la estatua que le hizo Víctor Ochoa para la Universidad Complutense de Madrid, situada entre Derecho y Filosofía y Letras. La felicidad está en lo que amamos: personas, objetos, acciones, épocas… El mundo, nuestro mundo. Y un largo etcétera, muy largo, gracias a Dios. Nosotros le damos sentido; los demás también se lo dan, para nosotros y para ellos mismos, como en un complejísimo y enriquecedor juego de espejos.

Para el escritor la felicidad descansa también en la escritura, y para el lector, de otra manera, en los libros, en los textos. Para el lector el libro es una felicidad en proceso, una gran felicidad, aunque el escritor también es lector; para el escritor es felicidad el libro que escribe, aunque esa gran felicidad entraña una dificultad que tiene que desentrañar, un gran esfuerzo. Pero también en ese esfuerzo descansa buena parte de la felicidad de la escritura. Si escribir fuera fácil, o más fácil, muy probablemente el escritor se dedicaría a otras actividades. O eso pienso ahora, con la pluma en la mano.

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Juan
Juan
1 año hace

hermoso texto. Muchas gracias

Eduardo Martínez Rico
Eduardo Martínez Rico
1 año hace
Responder a  Juan

Muchísimas gracias.