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Poemas de Las flores del mal, de Charles Baudelaire

Poemas de Las flores del mal, de Charles Baudelaire

“A mi muy querido y muy venerado maestro y amigo Théophile Gautier”, escribió Charles Baudelaire (París, 1821-1867). “Aunque te ruego que apadrines Las flores del mal, no creas que ande tan descarriado ni que sea tan indigno del título de poeta como para creer que estas flores malsanas merecen tu noble patrocinio. Ya sé que en las etéreas regiones de la verdadera poesía no existe el mal y tampoco el bien, como sé que no es imposible que este mísero diccionario de la melancolía y del crimen justifique las reacciones de la moral, del mismo modo que el blasfemo viene a reafirmar la religión. Pero en la medida de mis posibilidades, y a falta de algo mejor, he querido rendir un profundo homenaje al autor de Albertus, La comedia de la muerte y Viaje a España, al poeta impecable, al perfecto mago de las letras francesas, de quien me declaro, con tanto orgullo como humildad, el más devoto, el más respetuoso y el más envidiado de sus discípulos”.

Charles Baudelaire, que empezó a traducir en 1848 los relatos de Poe, continuó haciéndolo hasta 1857, año en que vio la luz su principal obra, Las flores del mal, de la que Zenda adelanta unos poemas traducidos por Carmen Morales y Claude Dubois en una bella edición ilustrada por Louis Joos y publicada por la editorial Nórdica.

Elevación

Por encima de los estanques, por encima de los valles,
de las montañas, de los bosques, de las nubes, de los mares,
más allá del sol, más allá del éter,
más allá de los confines de las esferas estrelladas,

espíritu mío, te mueves con agilidad,
y, cual buen nadador que se emociona con las olas,
surcas alegremente la inmensidad profunda
con inefable y masculina voluptuosidad.

Echa a volar muy lejos de estos miasmas mórbidos;
ve a purificarte en el aire superior,
y bebe, como un puro y divino licor,
el claro fuego que llena los espacios límpidos.

Detrás de los tedios y las vastas penas
que con su peso entorpecen la brumosa existencia,
afortunado aquel que puede con un ala vigorosa
alzarse hacia los campos luminosos y apacibles;

él, cuyos pensamientos, como las alondras,
hacia los cielos alzan por la mañana un libre vuelo,
¡quien se eleva sobre la vida y entiende sin esfuerzo
el lenguaje de las flores y de las cosas mudas!

Los faros

Rubens, río de olvido, jardín de la pereza,
almohada de carne fresca donde no se puede amar
pero donde sin parar fluye y se agita la vida,
como el aire en el cielo y el mar en el mar;

Leonardo da Vinci, hondo y sombrío espejo,
donde ángeles encantadores, con suave sonrisa
cargada totalmente de misterio, aparecen a la sombra
de los glaciares y de los pinos que delimitan su tierra;

Rembrandt, triste hospital repleto de murmullos,
y con solo un gran crucifijo adornado,
donde la lacrimosa plegaria se desprende de la inmundicia,
y por un rayo de sol invernal bruscamente atravesado;

Miguel Ángel, vago lugar donde se ve a los Hércules
mezclarse con Cristos, y levantarse erguidos
potentes fantasmas que en los crepúsculos
desgarran su sudario al estirar los dedos;

iras de boxeador, impudencias de fauno,
tú que supiste recoger la hermosura de los patanes,
gran corazón henchido de orgullo, hombre endeble y amarillo,
Puget, melancólico emperador de los galeotes;

Wateau, ese carnaval donde muchos corazones ilustres,
como mariposas, vagan relumbrando,
decorados frescos y ligeros iluminados por arañas
que arrojan la locura en ese baile remolinante;

Goya, pesadilla llena de cosas desconocidas,
de fetos que cuecen en medio de los aquelarres,
de viejas ante el espejo y de niñas desnudas,
para tentar a los demonios ajustando bien sus medias;

Delacroix, lago de sangre atormentado por ángeles malos,
umbrío por un bosque de pinos siempre verde,
donde, bajo un cielo apenado, extrañas fanfarrias
pasan, como un suspiro ahogado de Weber;

esas maldiciones, esas blasfemias, esos quejidos,
esos éxtasis, esos gritos, esos llantos, esos tedeums,
son un eco repetido por mil laberintos;
¡es divino opio para los corazones de los mortales!

Es un grito repetido por mil centinelas,
una orden propagada por mil portavoces;
es un faro encendido en mil ciudadelas,
¡una llamada de cazadores perdidos en los grandes bosques!

Porque verdaderamente, Señor, la mejor muestra
que podamos dar de nuestra dignidad
es este ardiente sollozo que a través de los tiempos rueda
¡y viene a morirse a ras de vuestra eternidad!

El enemigo

Mi juventud no fue sino una tenebrosa tormenta,
atravesada aquí y allá por brillantes soles;
el trueno y la lluvia causaron tal estrago
que pocas frutas bermejas quedan en mi jardín.

He aquí que alcancé el otoño de las ideas,
y que es preciso usar pala y rastrillos
para agrupar de nuevo las anegadas tierras
donde el agua cava agujeros tan grandes como tumbas.

¿Y quién sabe si las nuevas flores con las que sueño
encontrarán en ese suelo lavado como un arenal
el místico alimento que les daría vigor?

—¡Oh dolor!, ¡oh dolor! El Tiempo se come la vida,
y el oscuro Enemigo que nos roe el corazón
con la sangre que perdemos ¡crece y se fortalece!

El hombre y el mar

Hombre libre, ¡siempre amarás el mar!
El mar es tu espejo; contemplas tu alma
en el desarrollo infinito de su ola,
y tu espíritu no es un abismo menos amargo.

Te agrada zambullirte en el seno de tu imagen;
lo abrazas con los ojos y los brazos, y tu corazón
se distrae a veces de su propio rumor
con el ruido de ese indomable y salvaje quejido.

Ambos sois tenebrosos y discretos:
hombre, nadie sondeó el fondo de tus abismos;
¡oh, mar! nadie conoce tus íntimas riquezas,
¡tan celosos estáis por conservar vuestros secretos!

Y sin embargo hace innumerables siglos
que os combatís sin piedad ni remordimiento,
tanto os gusta la carnicería y la muerte,
¡oh eternos luchadores, oh implacables hermanos!

A una que pasa

La calle ensordecedora vociferaba a mi alrededor.
Alta, delgada, de luto riguroso, majestuoso dolor,
una mujer pasó, alzando, balanceando
con elegante mano el dobladillo y el festón;

ágil y noble, con sus piernas de estatua.
Yo bebía, crispado cual desequilibrado,
en sus ojos, cielo lívido donde germina el huracán,
la dulzura que fascina y el placer que mata.

¡Un relámpago… de nuevo la noche! —Fugitiva belleza
cuya mirada de repente me hizo renacer,
¿ya no te veré más que en la eternidad?

¡En otra parte, muy lejos de aquí!, ¡demasiado tarde!, ¡acaso nunca!
pues ignoro adónde huyes, no sabes adónde voy,
¡oh tú a quien yo hubiese amado, oh tú que lo sabías!

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Autor: Charles Baudelaire. Título: Las flores del mal. Editorial: Nórdica. Venta: Todostuslibros y Amazon

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