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¿Por qué todos queremos salir en la tele?

¿Por qué todos queremos salir en la tele?

Le he dado algunas vueltas a los motivos por los cuales la mayoría de la gente desea a toda costa salir en televisión. Si bien la clásica expresión “salir en los papeles”, es decir, en los periódicos, arrojaba siempre, al margen de la causa dramática (un accidente, una pandemia, un crimen), un saldo satisfactorio para el ego, pues uno sale en los periódicos, de alguna manera, destacado sobre la masa, señalado como mejor o distinguido de alguna forma, aparecer en televisión no guarda relación con mérito alguno que pueda ser comunicado a varios millones de personas, sino que aparecer en televisión es un mérito en sí mismo.

Esto quiere decir que la televisión no es una forma de exhibicionismo, o no exactamente, ni una manera de venderse, siendo también una manera de venderse, sino, en esencia, un logro. La gente interpreta salir en la tele como experiencia de éxito, aunque ésta dure trece segundos y consista en opinar sobre el millón de luces que ha puesto por Navidad el alcalde en su ciudad. El logro aquí, en rigor, es estar ocupando un tiempo único, el tiempo televisivo, que básicamente es el tiempo de una realidad exclusiva.

"Los propios políticos dan ahora más importancia a la televisión que cuando no había otra cosa que televisión"

Por eso no debe extrañar que en estos días en los que cualquiera puede exhibirse y venderse de forma incluso efectiva en tres o cuatro redes sociales se siga contando con la televisión como meta principal para cierto tipo de aspiración, ya sea privada, ya de ámbito público. Los propios políticos dan ahora más importancia a la televisión que cuando no había otra cosa que televisión. De hecho, en los años 90, hubiera sido inaudito que un político se dejara invitar a un programa popular, como el Un, dos, tres o El precio justo. Ahora no hay ningún programa en el que nos sorprenda ver a un político, y no a uno retirado, sino a uno en plena lucha por el poder. Por mucho que se exalten las virtudes manipuladoras de los datos y las campañas en Facebook, cualquier político preferiría dominar las televisiones mucho antes que las artes de un Cambridge Analytica, si se viera obligado a elegir entre ambas. La televisión ejerce la función de presente paralelo y oficial, es el reguero de vida de todas nuestras vidas, mientras que Internet va quedando como una sucesión de notas a pie de página de aquello que sale por televisión. De hecho, mucho Internet se hace directamente para salir en la televisión.

Hace algún tiempo, mi hija de cuatro años apareció en la pequeña pantalla y reconozco que quise verlo enseguida —en la web del canal, en realidad— y que me sentí hasta orgulloso. ¿Por qué? Mi hija participaba en una actividad infantil de cualquier cosa y un programa de tarde no tenía nada mejor que grabar, y la voz de mi hija y su cara están ahora en algún archivo infinito de cosas sin importancia. No ganó ningún premio ni hizo nada increíble, salvo estar en el lugar donde una cámara quería tomar imágenes de relleno. Todos los padres tenemos miles de fotos y cientos de vídeos de nuestros hijos, pero será seguramente esta pieza audiovisual de un canal de televisión la que me acordaré de enseñarle a ella dentro de quince años. Y será ese corte de vídeo el que a mi hija, con toda seguridad, más le impresionará ver. Todos queremos o hemos querido salir en la tele porque es el presente donde los demás nos ven vivir. Mi hija no se verá a sí misma, sino la transformación que de ella, por primera vez, hizo un fabulador profesional. Y hasta podrá preguntarse, con razón: ¿por qué mis padres me dejaron salir en televisión tan pequeña?

"Queremos salir en la tele del mismo modo que muchos quieren hacerse una foto con Cristiano Ronaldo o Shakira"

Una explicación de por qué verse en la tele resulta más estimulante que verse en un vídeo propio, y, en definitiva, de por qué queremos salir en televisión, podría estar en que la televisión es el espacio reservado a la gente y a los hechos importantes. Queremos salir en la tele del mismo modo que muchos quieren hacerse una foto con Cristiano Ronaldo o Shakira. Se trata de visitar esa parte de la vida que dispone de bonitas vistas sobre la Historia, ese espacio o ese tiempo en el que no estamos nunca, pobres ciudadanos irrelevantes. Por ello, la emoción o el vértigo de estar al cabo y por primera vez en un plató de televisión, o ante una cámara, se parece a las emociones y vértigos que a cada cual le provoca un espacio mítico, ya sea el lugar de rodaje de Juego de tronos, el campo de concentración de Auschwitz o el estadio Santiago Bernabéu. Estoy aquí, donde estuvo o estarán los que me importaron.

De ahí que salir en televisión no se limite a un plató y a un puñado de cámaras, sino al plató y al puñado de cámaras que han recibido a las personas notables, incluso si su notoriedad es completamente chusca o patibularia. No es lo mismo aparecer en un canal regional que en uno de ámbito estatal. Aunque se da la curiosa anomalía de que algunas personas que viven en provincias y se informan principalmente por los canales locales creen que esos canales pequeños son los que merecen la pena, precisamente porque ellos, como televidentes, los han convertido en los espacios sagrados de su presente.

En todo caso, hay que imaginar el clásico revuelo que se arma alrededor de una cámara cuando ésta llega a un pueblo o se planta a la salida de un estadio o permanece sin más, cámara y reportero con micrófono, en mitad de la calle. La gente se acerca, imantada. Quieren salir aunque sea haciendo el tonto a espaldas del corresponsal o periodista. Saben que donde está la cámara, se abre un acceso a la vanidad y al reconocimiento, en todo sentido.

"Mucha de la fama tuitera no es sino un trabajo previo hecho en previsión de una fama televisiva, que es la fama que realmente se busca"

Dadas las ansias de todo el mundo por aparecer en la televisión, no es raro encontrarse con que mucha gente que trabaja en el medio manifiesta una soberbia realmente inaudita cuando te llama para su programa. Las pocas veces que han querido contar conmigo en algún canal de televisión, la convocatoria siempre daba por hecho que yo lo dejaría todo para acudir al plató, que no tendría compromisos ineludibles, cosas que hacer, horarios inflexibles o actividades preferentes. La tele te llama para que vayas y tú tienes que ir, ésa es la creencia de la gente que hace la tele. Su pésima educación incluye llamarte y desecharte sin una segunda llamada, colgarte el teléfono, no explicar qué programa es ese que se ha acordado de ti —pues uno debe conocer la televisión al dedillo— o no pagarte nunca. Lógicamente, uno sólo desea en esta vida ir gratis a la televisión para que le vea su madre. También pueden siempre grabarte y luego no emitir lo grabado.

Todo ello les está permitido porque la fama de la tele es la fama fundamental. Yo he comprobado cómo algunas personas que ya son famosas por sus perfiles en las redes sociales no creen que ésa sea fama de fuste, y cuando les llaman de la tele se vuelven completamente locos, considerando que ahora les llega su gran oportunidad. De hecho, mucha de la fama tuitera no es sino un trabajo previo hecho en previsión de una fama televisiva, que es la fama que realmente se busca.

Finalmente, hay una forma indirecta, oblicua y muy sugestiva de salir en la tele que merece algún apunte. Se trata de cuando alguien que conoces aparece en ella. Del mismo modo que uno desea ser televisado por compartir el presente cardinal de su tiempo, ver televisado a un amigo, familiar o conocido genera el mismo efecto, sólo que mareado y enviciado por la envidia, el desconcierto o la incredulidad. Así, alguien que ayer estaba contigo siendo un don nadie en un bar del centro, hoy sale en las televisiones de todos los bares, y tú no acabas de entender tu mirada sobre él, pues, de pronto, te parece mejor o, por el contrario, se te hace muy injusto que él esté ahí y tú no.

"La última sorpresa fue ver incorporada a la nómina de tertulianos reincidentes a María Claver, a la que no veía yo desde hace quince o veinte años"

Para los que estudiamos periodismo, además, hay más oportunidades que para otras personas de ver en la tele a alguien al que trataste, y con muchos más minutos, además, que los del típico peatón al que asaltan para sacarle unas palabras sobre luces de Navidad. En mi caso, la última sorpresa fue ver incorporada a la nómina de tertulianos reincidentes a María Claver, a la que no veía yo desde hace quince o veinte años. El efecto fue verdaderamente fascinante: por un lado, como su cara me saltó sin introducción o rótulo, anduve varios minutos desbastando ese rostro, quitándole capas de tiempo y de vida, tratando de entenderlo como conocido. Cuando por fin concluí o algo me hizo saber (quizá el presentador dijo su nombre) que, sin duda, se trataba de María Claver, todo el pasado compartido (apenas un año y medio de compañeros de carrera que tomaban a veces algún café) revivió mágicamente, cuando estaba absolutamente sepultado. Después, todo lo que sabía de ella, las opiniones que le escuché sostener en privado y las cuatro cosas que conocía de su vida familiar se me entreveraban con lo que fuera que estuviera diciendo, de modo que no podía entregarme a su discurso mansamente, como se hace en general con cualquiera que habla en la tele, sino que veía yo un subtexto continuado, una especie de clave o cifra en lo que decía. Y, finalmente, cuando Claver se volvió realmente famosa, icónica y muy odiada, ese reencuentro inesperado y unidireccional se deshizo por completo, como si la fama reconstruyera en fondo y forma a una persona, la cristalizara otra, y ya no contara o no estuviera a tu alcance.

Lo mismo me ha sucedido con Marta Nebot, a la que traté también hace veinte años, muy poco en realidad. O con Roberto Enríquez, al que traté más y más tarde, y que dispone de un nombre de guerra que funciona perfectamente en el plano que les sugiero: Bob Pop es alguien al que yo no conozco.

Porque si algo define el medio televisivo es justamente eso: cientos de caras se vuelven conocidas en la medida en la que no sabes nada de ellas, como una parte de tu familia a la que nunca te presentarán.

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