Prefiero perder Meleto

Es bastante conocida la frase atribuida a Aristóteles“La victoria tiene muchas madres y la derrota es huérfana”— frente otra ligada a Napoleón Bonaparte cambiando la maternidad por la paternidad: «La victoria tiene muchos padres pero la derrota es huérfana».

Perder es tan necesario como oxigenador, tan sano como enriquecedor. De las mayores derrotas el ser humano ha aprendido, aunque a veces no lo parezca a tenor de los bucles que vivimos. Y sin embargo, el valor —ahora parece que denostado— de perder para ganar, ha quedado olvidado por el cortoplacismo.

A colación de ganar o perder me han venido muchos pensamientos a la cabeza en estos tiempos que no caducan, y que seguramente tendrán vigencia décadas por la ausencia de honra y dignidad. La victoria o la derrota siempre han sido extremos de una horquilla tan aparentemente lejanos como paralelos, y sin embargo también cercanos y con tendencia a unirse en el horizonte.

"Suelo casi siempre acudir a los clásicos griegos y latinos para asegurarme de que la distancia y la perspectiva temporal sirven de aislante frente al ruido"

La objetividad a la hora de definir determinadas acciones y resultados siempre ha propiciado ríos de tinta defendiendo ora las derrotas —el mancillamiento—, ora inflando las victorias. Pero sobre todo instalando en los alardes del ego el valor —a veces inexistente o mínimo— de “ganar”.

Vivimos tiempos convulsos, o eso nos gusta creer cuando seguramente y mirando atrás, somos unos  privilegiados. La cuestión es que no son buenos momentos para la lírica ni el libre pensamiento. Y de eso se encargan los que a diestra y siniestra tachan, censuran y señalan a los que razonan, discrepan y argumentan. El que se mueva no sale en la foto, y de hecho es casi mejor que te borren de la foto a que la fijen en un poste virtual y te claven dagas a lo Marco Junio Bruto por la espalda del anonimato.

Los que antes renegaban de comulgar con piedras de molino hoy tiran sus principios gratuitamente a las apisonadoras, imitando de forma burda y sin gracia al gran Marx, Groucho, cuyos principios cambiaba como un mercenario. A él le reíamos las gracias, porque detrás de la imitación de su personaje estaba precisamente el cinismo más crítico de los proselitistas y evangelizadores que tenían en su gabardina crece pelos de todo tipo.

"Personajes como Meleto no solo abundan hoy en día, si no que en determinados espectros de la sociedad se vienen ensalzando con asombrosa impavidez"

Suelo casi siempre acudir a los clásicos griegos y latinos para asegurarme de que la distancia y la perspectiva temporal sirven de aislante frente al ruido y a la superficial dualidad del bien y el mal.

A veces recurro al Juicio de Sócrates y a la acusación del poeta trágico Meleto sobre el sabio ateniense. Personajes como Meleto no solo abundan hoy en día, si no que en determinados espectros de la sociedad se vienen ensalzando con asombrosa impavidez y sobre todo con una ausencia notoria —y además ensalzada— de memoria y coherencia.

En otros viajes temporales regreso a mi pasado, en el que siempre encuentro vivencias que me vienen al dedillo para solventar los nudos que se enquistan en esas sogas que nos ponen al cuello y aún nosotros apretamos más de forma suicida.

Uno de esos “yo” pasados me sitúa en la universidad, cuando durante un año ejercí de entrenador del equipo de fútbol sala de mi antiguo instituto en el barrio bilbaíno de Rekalde.

Ese año, una cuadrilla de chavales de catorce años en pleno progreso de maduración me ponía continuamente en una tesitura en la que, además de entrenador, ejercías de profesor, padre o amigo dependiendo las circunstancias.

"No nos fue mal la Liga, aunque para mi lo más importante era asentar cuatro bases de la deportividad, la diversión, la amistad y el respeto"

Allí estaban Felipe, Sergio, Matu, Endika, Epi, Sendoa, Monje —el portero al que le enseñé a tirarse al suelo y desgastar sus rodilleras—, Mara (apodo de sus amigos a ese pequeño y rebelde Maradona) o Miguel, alias “Topo”.

Este último era posiblemente una de las personas más torpes que he visto en mi vida. El Euclides más paciente le habría lanzado los números a su cabeza para romperle la crisma y comprobar —empíricamente eso sí— si tenía cerebro o una calabaza.

Topo —mote acuñado por sus amigos— era tan cegato y descoordinado que a veces le miraba sus zapatillas deportivas para cerciorarme de si estaban puestas al revés.

Con esos chavales aprendí mucho. Solamente el padre de uno de ellos, del portero, acudía a vernos en los partidos, durante mañanas frías y lluviosas. Mi buen amigo ‘»Pitu» ejercía de árbitro, a veces con cierta pillería para beneficiarnos, que yo no compartía y continuamente le recriminaba con miradas asesinas.

No nos fue mal la Liga, aunque para mi lo más importante era asentar cuatro bases de la deportividad, la diversión, la amistad y el respeto. Lidié con los típicos arrebatos de la tribu adolescente, gestionando los humores con alabanzas que se mezclaban con mano dura cuando esos pequeños tiranos siracusanos se salían del tiesto.

"A Endika le tenía que quitar el cigarrillo de la boca antes de cada entrenamiento para que su asma no apareciese como el fuego del Vesubio"

Pero en ese año disfrute con el veloz Hermes Endika, con los Hercúleos Sendoa y Epifanio, con el Cancerbero Iván, con el sereno y valiente Aquiles Felipe, con el combativo Ares “Mara” o el más hedonista Miguel alias “Topo” que me recuerda a Dionisio.

A Mara le tenía que moldear como una joya en bruto que desaprovechaba su talento con alardes de pereza. A Endika le tenía que quitar el cigarrillo de la boca antes de cada entrenamiento para que su asma no apareciese como el fuego del Vesubio después de regatear prodigiosamente a todo el equipo contrario. A Matu le expulsé más de diez veces de los entrenamientos cuando el desafío a las normas hacía explotar el ambiente. A Sergio le moldeaba esos arrebatos de enconamiento que le llevaban a estados de negatividad. Pero con Miguel —”Topo”— tenía que manejar una paciencia infinita, pues su incapacidad era una suma de elementos entre los que la inocencia y la bondad equilibraban la desesperación que producía entrenarle.

En uno de los últimos partidos nos jugábamos optar a las posiciones más altas. El partido estaba muy igualado y para ganar había que evitar errores. Los chavales lo estaba dando todo, y después de meses en los que yo había sido seguramente un dolor testicular con tantas normas, habían llegado a un grado de disciplina y compañerismo que me hacía estar orgulloso.

Sin embargo, como buenos mortales —ya sea en la más justificable edad de los catorce, como en la menos comprensible madurez adulta—, siempre hay un clic que nos detona. Uno de los chavales, cuyo nombre no es no quiera acordarme, si no que de verdad no recuerdo, se puso a hacer la guerra por su lado, quizá buscando ese gol que sueñan todos los niños.

"Topo jugó ese final de partido. Y poco importa si perdimos o ganamos porque ese día se fue feliz a casa. Y creo que sus compañeros también aprendieron algo,"

Tras advertirle sin éxito, no me tembló el pulso de quitarlo del partido, aún a sabiendas que quitaba a mi mejor jugador. En el banquillo ese día tenía algún lesionado, amén de otros ausentes y agotados. Cualquier elección suponía mermar las opciones de salir victoriosos. En una esquina, sentado con codos cosidos en las rodillas estaba Topo.

Le miré y le dije, ¡Sales!

Topo abrió los ojos y contestó: —Yo… pero entonces vamos a perder.

Algunos compañeros suyos miraban también incrédulos, escrutando si el siroco me había desnortado. Entonces, mientras sintiéndome Sócrates —o mi profesor de filosofía en el instituto Jose Mari—, y ante el estupor general maridado con miradas que dudaban de mi estado mental, solté: En ese caso, prefiero perder.

Topo jugó ese final de partido. Y poco importa si perdimos o ganamos porque ese día se fue feliz a casa. Y creo que sus compañeros también aprendieron algo, o así quiero creerlo. La cuestión es que diez años después, en una de esas escapadas desde Barcelona a Bilbao para recuperar las caras de mi cuadrilla —y por qué negarlo del atroz kalimotxo de fiestas del barrio— unos mozos que ya me superaban en altura y corpulencia se me acercaron.

Me costó reconocerlos, pero eran varios de esos niños. Me contaron muchas victorias y empates que tuvieron en todos esos años. Me hablaron de novias, de profesores, de derrotas y de grandes recuerdos que hoy me vienen cuando miro las fotos de sus caras en las fichas que la federación de fútbol sala que aún conservo.

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