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Que la marea fluya

La tempestad y la calma

Leo las noticias sobre el hundimiento del barco gallego y me acuerdo de aquella vez que la fotógrafa Ana Muller y el editor Álvaro Díaz Huici se hicieron a la mar y estuvieron a punto de quedarse en ella para siempre. Me lo contó el segundo hace unos cuantos años, en la sobremesa de una de las comidas que nos reunían por entonces, y ya en aquella época la anécdota formaba parte de un pasado que se iba haciendo cada vez más remoto. Andaban los dos trabajando en un libro que incluiría una serie de fotografías centradas en el mar y sus vertientes, y tuvieron la idea de preguntar a algunos pescadores si les permitirían permanecer junto a ellos en un día de faena. Les respondió que sí un marinero de Lastres y hacia allá se fueron en una noche fría de primavera en que los partes meteorológicos aconsejaban tomar cautelas. Cuando llegaron a la taberna en la que habían acordado su cita —una de ésas donde se congregan los marinos antes de soltar los amarres de sus embarcaciones, para desayunar y entrar en calor y darse ánimos mutuos—, se encontraron con que los planes se habían abortado: los hombres del pueblo allí presentes habían acordado no hacerse a la mar ese día, porque, aunque en aquel momento el cielo no trajera la menor premonición de tempestades. La insistencia de los forasteros, sin embargo, fue tan grande que uno de ellos terminó por ceder: bajó con ellos al puerto, los ayudó a subir a su barco y emprendieron rumbo al norte. Habían perdido ya de vista el dique principal cuando la mañana, que poco antes se había despertado con tintes primaverales, se cerró sobre sí misma en una gruesa espiral de nubarrones que derivó en una furia de truenos y relámpagos cuyos ecos embravecían las aguas y desbarataban cualquier intento de trazar un recorrido coherente sobre ellas. La nave comenzó a agitarse en un ir y venir de espasmos incontrolables, rodaban por la cubierta los aparejos y los enseres y el propio pescador conminaba a sus invitados a que se aferraran con todas sus fuerzas a lo que pudiesen mientras maldecía su propia inconsciencia al dejarse convencer por aquellos dos ignorantes de las leyes marinas. Fueron horas de no ver nada, de sentirse desfallecer entre el chaparrón que caía de arriba y los torrentes que se filtraban por la borda; un tiempo suspendido entre la incertidumbre de la supervivencia y la certeza progresiva de que nadie saldría de allí con vida. La desesperación y la impotencia dieron paso a la resignación, y andaba cada uno reconciliándose con su propia conciencia y, de repente, todo se detuvo. Las nubes se amansaron, comenzaron a abrirse lentamente y dejaron el sol luciera otra vez la sonrisa con que había alegrado la mañana; la mar se tranquilizó y su fiereza mutó en una mansedumbre idílica que se extendía hacia el largo horizonte que rodeaba el barco dibujando una circunferencia perfecta. Cuando Ana y Álvaro consiguieron tranquilizarse, ella recuperó su bolsa —que ni siquiera había llegado a abrir—, sacó la cámara e hizo la primera y única foto que consiguió tomar en aquel día y que unos meses después aparecería publicada en aquel libro por cuya causa había estado a punto de morir. Es una imagen hermosa en la que un perro se asoma a proa, con las aguas ya calmadas, y observa alborozado la irrupción en el paisaje de las casas de Lastres, como si celebrara a su manera el regreso a casa. Álvaro me contaba que ni él ni Ana fueron conscientes de la presencia del animal, que ni lo vieron al subir —andaría agazapado por algún rincón del barco— ni en aquellos largos instantes de zozobra en los que sintieron tambalearse el porvenir, pero que al apaciguarse todo apareció por allí trotando, tan campante, y se encaramó para presenciar desde primera fila la maniobra de llegada al puerto. Para calmar los ánimos, y tras despedirse de aquel pescador que tuvo que lamentar una y mil veces la debilidad de haberse dejado convencer por aquellos extraños, se fueron a comer los dos a un restaurante del pueblo. Mientras daban cuenta de un menú que iba consolando poco a poco a sus estómagos revueltos, Ana Muller pronunció la misma frase que leo ahora en boca de uno de los comentaristas de la tragedia de esos pobres marineros gallegos: «Nunca volveré a decir que el pescado es caro».

Collioure después de Collioure

"Siempre me ha sorprendido que, siendo Machado un hombre tan de interior como fue durante la mayor parte de su vida, sus versos tuvieran desde muy temprano esa fijación con el mar"

Todos mis sueños durante el confinamiento pandémico se desarrollaban en exteriores; y, a diferencia de lo que es habitual en mí, los recordaba al despertarme y permanecían conmigo durante buena parte del día, como si mi subconsciente encontrara en esos desplazamientos oníricos —me subía a coches, tomaba trenes o autobuses, embarcaba en aviones que me llevaban a destinos unas veces conocidos y otras claramente imaginados— un remedio a la realidad claustrofóbica en que transcurrían aquellos días. Uno de aquellos sueños fue verdaderamente inquietante: volvía a Collioure, como hago cada mes de febrero siempre que se acerca la fecha de la conmemoración de la muerte de Antonio Machado, pero Collioure no estaba allí. Quiero decir que aparecía con plena consciencia en aquel rincón del sur de Francia, pero ni Collioure era Collioure ni lo habitaban las gentes con las que me encuentro siempre que ando por allí. En vano buscaba el cementerio, el hotel en el que suelo alojarme o la playa pedregosa que enmarcan el castillo y el viejo faro reconvertido en campanario: nada estaba donde debía estar —ni siquiera estaba, en realidad— y yo me sentía un absoluto extranjero deambulando por calles que no me decían nada y en las que nada podía encontrar. Nada de eso ocurre, por fortuna, ahora que vuelvo por allí después de un año en blanco. Sé que todo va a ir bien cuando, a mi llegada a la estación de Perpignan, me recoge Abilio, el taxista de siempre, para llevarme hasta el pueblo por una carretera que atraviesa enclaves cuyos nombres —Elne, Saint-Cyprien, Argelès-sur-mer— revisten connotaciones a la vez trágicas y hogareñas, y voy sintiéndome a salvo cuando veo aparecer las primeras casas y el coche se adentra por los vericuetos de un lugar que lleva una década incorporado al retrato a vuelapluma de mi vida. Están reparando el hotel Quintana —me dicen que van a hacer en él alojamientos para turistas y que en la planta baja instalarán una especie de memorial dedicado a Machado que corre el riesgo de convertirse en un mero recurso folclórico, y pienso que no es ése el uso que merecería, pero al menos es un uso— y también hay andamios rodeando la iglesia, como si todo allí sintiese la urgencia de remozarse una vez superados los estragos víricos. Entretengo las horas paseando por los senderos que conducen al antiguo molino y camino despacio por la bahía pedregosa de Boramar, mientras las aguas rompen tranquilas muy cerca de mis pies. Siempre me ha sorprendido que, siendo Machado un hombre tan de interior como fue durante la mayor parte de su vida, sus versos tuvieran desde muy temprano esa fijación con el mar y sus derivaciones simbólicas, como si la lucidez que lo adornó le hubiera hecho sentir desde el primer instante la premonición del que sería su final. Por eso cuando Joëlle y Soledad me piden que elija un poema para leer en su homenaje, me viene a la memoria aquel consejo que inscribió en sus parábolas —«Sabe esperar, aguarda que la marea fluya…»—, y ensayo tantas veces su lectura que termino memorizándolo al amparo del agradecido sol de invierno que arrulla la sanadora constitución de que Collioure sigue existiendo, pese a todo, y aún hay lugares que admiten la posibilidad del regreso.

Los silencios del pintor

"Hay en estas páginas chistes, caricaturas, simples esbozos y pasajes de diversa índole que inciden en esa mirada desencantada y ácida hacia una realidad turbia"

Me hacen llegar las buenas gentes de la Fundación Museo Evaristo Valle, que celebra este año su cuadragésimo aniversario, un facsímil de El Trabajo y el Capital, una libretita donde el pintor consignó algunos apuntes gráficos y textuales que parecen en ocasiones, según explica Gretel Piquer en el estudio complementario, añadidos o revisiones de determinados pasajes de la obra teatral El Sótano, que el propio Valle escribió acerca de la Revolución del 34 y se publicó, convenientemente purgada y expurgada, en 1951, cuando hacía algunos años que el pintor había muerto. Es un trabajo curioso por cuanto explicita aquello que Valle ya había dejado ver en no pocos de sus lienzos: su preocupación por las cuestiones sociales y su disconformidad con las desigualdades que la posguerra había acentuado. Hay en estas páginas chistes, caricaturas, simples esbozos y pasajes de diversa índole que inciden en esa mirada desencantada y ácida hacia una realidad turbia y nada prometedora que no tenía visos de aclararse, como si en este cuaderno hubiese conjurado Valle sus propios silencios, dejando que la pluma perpetuara palabras que entonces no podían ser dichas porque articulaban pensamientos incómodos o prohibidos. «Qué gastiza es Inés», se apunta en el breve diálogo humorístico y anónimo de la página 10. «¿Has visto el lujoso traje que estrenó?». «Aún no: pero me han dicho que pareciéndole poco su magnífico collar de perlas, se ha hecho otro de garbanzos, que como sabes están por las nubes.»

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