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¿Qué nombre le pondrás a tu país?

¿Qué nombre le pondrás a tu país?

Hay países con nombres imposibles de recordar y otros cuyos nombres evocan en nuestro ADN una inexplicable chispa de luz que nos lleva a descubrir lo que sus fronteras encierran. Hay también nombres con música propia y música que no tiene nombre y hay momentos en la vida en los que de pronto, sin saber cómo ni por qué, caen sobre nosotros las señales, los cruces y las cruces, la sabiduría y la emoción más infantil. Cuando creíamos que ya todo estaba en orden, se abre una grieta por la que tiempo y espacio se cuelan a la vez. Son esos contados instantes en que la ficción y la realidad se encuentran. Y se reconocen.

Magia.

Hace un año a mi madre le diagnosticaron un melanoma en fase cuatro. Entró al hospital por Urgencias un martes de agosto, convencidos todos de que su repentina dificultad en el habla era consecuencia de una de las repetidas infecciones de orina que la torturaban a menudo. Error. Un melanoma extraído seis años atrás había dejado su rastro fatal y el tiempo, esa mano que escarba sin descanso la piel, lo había despertado. Demasiado tarde. Durante los siete meses que siguieron, vivimos un torrente de emociones difíciles de concretar aquí y ahora. Mi madre entró en un estudio clínico para pacientes de melanoma en su fase y mi vida, como la de mis hermanas y mi tía, detuvo el tiempo real y cuadró una nueva temporalidad: “Mamá se va. Que no duela, que no sepa, que no sufra”. El foco de nuestro tiempo fue ella. Pasé de hijo mimado y menor a cuidador compartido. Limpié, duché, puse y quité pañales, aprendí protocolos, nuevos horarios… hubo tensión, mucha, y agotamiento. Llorábamos por turnos, intentando hacerlo cuando creíamos que ninguno de los demás nos veía, fuertes todos, enteros por ella y para ella. Mamá se iba y cada uno de los días que vivíamos a su lado era una despedida envuelta en pena.

"Quince días después, el cáncer se hizo tormenta y nos sorprendió con las ventanas abiertas. El rayo cayó y quemó"

Poco antes de la tarde en que recibimos su diagnóstico yo había empezado a escribir una nueva novela. “¿Cómo se titulará?”, preguntó mi madre en cuanto anuncié que me encerraba una vez más a escribir. No pude contestarle. Ni siquiera tenía aún el título. Quince días después, el cáncer se hizo tormenta y nos sorprendió con las ventanas abiertas. El rayo cayó y quemó. Desde ese momento, escribí robándole tiempo a mi despedida, entre horas y turnos. Trabajé con el nubarrón de la culpa sobre el hombro: si escribía no estaba con ella y si la acompañaba me comía la ansiedad por volver a casa y sumergirme en esa historia que crecía ya en paralelo a lo real, habitándome el alivio y la imaginación.

Pasaron días, semanas…, tiempo. “¿Y el título? ¿Ya tiene título?”, volvía mamá de vez en cuando. Esa era la pregunta que agitaba el abanico de otras que llegaban entre episodios de urgencias, madrugadas de insomnio, debilidad, escáneres quincenales, tacs, lenguaje médico, oncología. Eran preguntas directas: “¿Cuándo podré leerla?”, “¿Por qué no me cuentas un poco?”, “Pero ¿sale algún perro?, porque si no hay perro no sé yo…”. Mamá preguntaba como lo hacen los niños: quería la verdad y yo no la tenía. Tenía solo una vida con ella y otra que creaba por escrito entre bastidores para no hundirme en la pena y fallarle; tenía unas voces que no eran las nuestras, un bosque, una veleta, una niña enamorada de los flamencos y una elefanta recién llegada a un zoo a la que había que sacar de ahí sí o sí. Solo eso tenía y con ese escaso material tejía mi historia cuando llegaba a casa y reposaba –cada vez menos- el agotamiento del cuidador.

"El cáncer devora el tiempo y todo lo que de él se desgaja, dejándolo todo a medias"

Y así pasaron los días. Ella no olvidaba: “¿Avanzas, Jandro? ¿Cómo llevas la novela?”, preguntaba. Mi respuesta variaba poco: “Bien, cuesta un poco, pero saldrá”. Ella no insistía. Como mucho se limitaba a añadir: “Qué ganas de que la termines para poder leer”. Tiempo. La lucha –la mía– era contra el tiempo. El cáncer devora el tiempo y todo lo que de él se desgaja, dejándolo todo a medias. Cuando mi madre decía eso yo cruzaba los dedos a su lado y pedía una prórroga para conseguir tener mi historia cerrada y poder regalársela o incluso leérsela en voz alta. Pero un día su mirada me pilló con la guardia baja. Habíamos salido del hospital tras una farragosa tarde de pruebas, incluida una especie de tortura interminable y bimensual que medía la respuesta cardíaca a la medicación del ensayo. Llovía y a pesar de la fecha —estábamos a principios de enero— la humedad tibia impregnaba el aire. El invierno nos había pasado de largo entre toques de queda, confinamientos y la esperanza siempre pendiente de un hilo de que el ensayo funcionara en mamá, de que hubiera más plazo y más vida en ella. Veíamos caer en silencio los chorros de agua desde el tejadillo de la entrada del hospital como una persona desdoblada en dos partes: una mayor, hinchada y sentada en su silla de ruedas y la otra más joven, encorvada a su espalda como una sombra. Al otro lado de las puertas de cristal, la calle respiraba, desierta.

“¿Oye, Jandro, tu novela pasa en invierno?”, preguntó sin apartar la mirada del cristal.

“Pasa en primavera”, respondí. “El primer día de primavera”.

”Ah, qué bien. Me encanta la primavera”, dijo. “Qué ganas de que llegue y podamos ir al bosque con los perros”.

Me alegré de que no me estuviera mirando. Habría visto en mis ojos toda la pena del mundo.

“¿Y todavía no puedo leer nada?”, insistió. Las puertas se abrieron y un chorro de aire húmedo nos dio un pequeño respiro.

Entonces se lo dije.

“Es que solo tengo eso, mamá. Tengo lo que te conté: una elefanta, una niña japonesa, una aldea abandonada, un sueño, una mujer ya mayor y un veterinario muy particular. De momento, eso es lo que hay”

Ella se volvió a mirarme. Sonrió.

“Cuánta gente”, dijo. Nos reímos, primero yo, después ella, encantada al ver que había conseguido lo que buscaba con su respuesta. Luego se arrebujó en el abrigo, estuvo hurgándose en el esparadrapo que le cubría la zona de la muñeca donde había tenido puesta la vía y durante un rato no dijimos nada. Cuando yo ya creía que el tema había muerto ahí, ella volvió a hablar. “Es como un… país, ¿no?”, dijo.

“¿Un país?”

“Un país, sí. Bueno, más o menos.”

“No te entiendo, mamá.”

Me miró por el cristal de la puerta, en el que ya habíamos empezado a reflejarnos los dos.

“Con sus animales, su bosque, su aldea abandonada, el veterinario, la primavera… Eso es muy tú. Si fueras un país seguro que serías así.” Se rio, anticipando lo que venía. “Y la vieja, la de los gatos, sería yo, seguro. Me la pido. Pero cámbiame los gatos por un perro, ¿vale?”.

Me habría reído si no la hubiera oído respirar tan cansada después de hablar. Cada vez menos aire, cada vez menos tiempo.

“Lo pensaré”, contesté, apretándole el hombro con los dedos.

Ella puso su mano sobre la mía. Fuera la lluvia era más débil.

“¿Y qué nombre le pondrás?”, preguntó de pronto.

“¿Qué nombre?”

“Sí, a tu país”.

“Mamá, es una novela, no un país. Tengo que buscar un título, no un nombre.”

“Bueno, un título y un nombre son casi lo mismo, ¿no?”

No supe qué decir. No hizo falta. Fuera, la lluvia había cesado y aproveché para salir corriendo hacia el aparcamiento a por el coche.

"El cáncer había ganado y el tiempo había perdido. Tardó tres semanas en morir"

Un mes más tarde, mi madre dejó de responder a la medicación del ensayo. El cáncer había ganado y el tiempo había perdido. Tardó tres semanas en morir. Durante ese último lapso, volvió a preguntar dos veces por la novela. La última, cuando ya todo estaba perdido, llegó una tarde de principios de marzo. Veíamos la tele tumbados en su cama, de la mano. Oscurecía. Empezaba a oler a jazmín.

“Un país con tu nombre sería bonito”, dijo volviéndose hacia mí. Tenía la cara hinchada y la mirada tan cansada… No entendí. Creí que el mensaje era ese, literal: un país llamado Alejandro.

“Eso lo dices porque eres mi madre”, bromeé.

“Claro”, susurró. “Ya casi todo lo que digo es porque soy tu madre.”

Fue como si no hubiera hablado ella, sino una voz que no estaba con nosotros. Casi sentí el peso de esa frase en los huesos. Ella se recostó sobre mí y cerró los ojos. En el silencio que siguió entendí. Un país con tu nombre. El título. Eso era.

Abrió los ojos y me miró.

“Tú da el país y que cada quién le ponga su nombre”, dijo.

Una semana más tarde sus manos se volvieron violetas y su voz se extinguió.

Mi madre nunca llegó a ver una sola frase de mi historia. Ahora, de noche, le leo en voz alta página tras página antes de apagar la luz y reunirme con ella en el sueño. Cuando nos dejó se llevó consigo mi país, todo mi país, y yo inventé uno nuevo para que cada lector y cada lectora lo reconozca como propio y no se olvide nunca de que su nombre es el título de una historia única que solo el tiempo interrumpe.

Esta es la historia de un sueño, de un título y también de un país hermoso en el que caben todos los nombres, todas las madres y todos los hijos.

Y es pequeña. Y es enorme.

También.

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Autor: Alejandro Palomas. Título: Un país con tu nombre. Editorial: Destino. Venta: Todostuslibros y Amazon

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