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Ray Loriga: “Las novelas son como los barcos: una vez que te metes en una, no puedes salir”

Ray Loriga: “Las novelas son como los barcos: una vez que te metes en una, no puedes salir”

A Rendición la separa de redención el baile que sostienen vocales y consonantes. Pero tanto en la palabra como en el título de la novela con la que Ray Loriga (Madrid, 1967) ha ganado el Premio Alfaguara hay más armisticio que otra cosa. En esta entrevista también; aunque eso, de momento, no viene a cuento. En Rendición existe la tregua que necesitan los hombres para firmar una paz definitiva: ya sea con el enemigo del bando contrario o con el que llevan dentro de sí. Que Rendición aloja una derrota es cierto. Pero en ella germina ese otro significado que convierte la claudicación en el rumbo de un barco o la acción del que cumple. Ya sea porque rinde las cuentas de un collar que apretaba demasiado o porque honra las palabras para pagar una deuda que nadie pidió contraer. Por eso Ray Loriga vence en este libro.

En esta novela, Loriga se permite dejar de ser el eterno joven escritor que le exigieron ser. Aquella lozanía de ultratumba: la de los años noventa, cuando irrumpió con Lo peor de todo y Héroes. Una juventud que a él comenzaba a hastiarle. Porque hubo un tiempo para Loriga en el que toda línea de sombra parecía una soga al cuello. Rendición fue su oportunidad de rebelarse. Ahora, él coge el timón. Se hace jefe de aquella nave a la que el viento sólo le soplaba en una dirección. En estas páginas, Loriga insufla su propia tormenta: para avanzar en el océano siempre brusco, el suyo y el de los otros. Eso es este Premio Alfaguara: la presea de quien se ha ganado los galones. Alguien que es, al fin, capitán de sí mismo.

Escrita a la manera de una fábula, en un tiempo y un lugar que el lector no atina a identificar, Redención narra la larga y universal historia de la pérdida y el desarraigo. Una que podría ocurrir en este siglo donde todos han renunciado por voluntad propia a las más elemental de las libertades: la privacidad —en Rendición todo ocurre en la Ciudad Transparente, una especie de refugio en el que todos ven a todos—, pero que también podría suceder en ese otro tiempo humano, el de los combates. Esos que arrojan a los hombres y a las mujeres a la lucidez del agotamiento. La amarga sabiduría de los que, como escribe Loriga, acallan el ruido que producen los demás con el martillo y el yunque de la propia vida. Eso ha hecho él: forjarse, a golpes. Se ve en su piel rota. En las manos cuarteadas y los brazos pálidos sobre los que los tatuajes de antaño empequeñecen. Se ve en las cejas relajadas de quien ya no frunce el alma.

A lo largo de las doscientas páginas de esta novela, como en  los 35 minutos que dura esta entrevista, Ray Loriga no puede estar más claro. A la manera de las escopetas que entierra el narrador de Rendición ante la llegada del enemigo, Loriga descerraja en estas páginas la bala de la empatía. Confecciona el sitio de Breda del general Spínola, ese hombre que aún a sangre y fuego, coloca la mano en el hombro del enemigo para interrumpir la genuflexión del perdedor. Dentro y fuera de estas páginas, habla un hombre con fisuras. Habla Ray Loriga. Mejor dicho, y de aquí en adelante, el capitán Loriga.

 

I

-Entre redención y rendición bailan vocales y consonantes.

-La novela podría llamarse de las dos maneras, pero preferí rendición a la redención, porque lo otro tenía un espíritu más bien religioso. Existe la redención en su concepción laica, en cualquier espíritu. Es el largo camino hacia una constatación, un momento de lucidez en el que un ciudadano normal se da cuenta de que seguramente ha estado rindiéndose toda su vida; y está bien que así sea. Si en algún momento escribí Héroes, puedo decir que este es un libro muy poco heroico.

"En el fondo del alma, soy también de los que acepta de buen grado ese intercambio de seguridad, amparo, cobijo o protección de lo propio como causa suficiente para vivir."

-¿Qué hilos unen a este personaje con Saúl Trífero o el Sebastián de Ya sólo habla de amor? Tiene tan pocos atributos. Está tan escarmentado.

-El protagonista de esta novela es o hace una huida de sí mismo, hacia delante. He intentado escribirlo con la compasión de quien lo entiende perfectamente. Esta voz narradora surge de darme cuenta de que yo soy uno de esos, aunque me dedique a otra cosa. En el fondo del alma, soy también de los que acepta de buen grado ese intercambio de seguridad, amparo, cobijo o protección de lo propio como causa suficiente para vivir.

-La Ciudad Transparente se parece al mundo en el que vivimos. Nada duele ni huele, en apariencia. Todo es aparente: el orden, la felicidad, la disciplina. El protagonista vive de transportar mierda, una que no huele. Pero mierda al fin y al cabo.

-Este tipo de fábulas las inventamos los escritores para no contar tan obviamente lo que vemos y vivimos. De alguna manera, al ponerle este velo de la fábula, me doy cuenta de que la novela viaja muy bien de un país a otro, de un tiempo a otro. Si lees Los viajes Gulliver, uno de mis libros favoritos, te darás cuenta de que en el fondo de lo que nos está hablando Swift  es de cómo la mirada de los demás cambia nuestro propio tamaño. Puedes decir, «¡ah qué obvio: si vas al país de los gigantes eres enano, y si vas al de los enanos eres gigante!» Es obvio, pero ero eso se le tenía que ocurrir a alguien y se le ocurrió a él. Y como ese libro está en mi imaginario, pienso que al escribir buscaba esa idea.

-¿Cuál exactamente? ¿La del tamaño de la propia soledad en el mundo?

-La escala de cómo los demás nos perciben y cómo eso nos hace considerar nuestro tamaño. Así ha sido para el éxito y el fracaso. Así ha sido en nuestras relaciones, incluyendo las amorosas. Cuando el espejo se rompe, te devuelve un reflejo negativo, te hace sentir como una mierda. Cuando ese reflejo que se llama amor es dulce y te enaltece, te sientes una maravilla. Pero de pronto te lo quitan y te vienes abajo, como le pasaba a Sebastián en Ya sólo habla de amor.

"Nos gusta aceptarnos valientes cuando tú mismo sabes que eso no es verdad: que eso no es cierto. No fue eso lo que le dijiste, pero tú quieres que así sea."

– Zaza reía con aquella droga de la felicidad, en esta novela ocurre algo similar. ¿Sus últimos héroes carecen de voluntad? ¿Por qué algo mayor siempre los arrastra?

-La voluntad está sobrevalorada —Loriga ríe, esparciendo esa risita popeyesca que le sale sola, como si sostuviera una pipa en las comisuras de la boca—. Como muchas otras causas, la voluntad está sobrevalorada. Nos gusta a todos, y de hecho buscamos usarla a diario. Nuestra forma de contar y hablar. Lo que le dijo uno al jefe, por ejemplo. Aquello de le canté las cuarenta. Nos gusta aceptarnos valientes cuando tú mismo sabes que eso no es verdad: que eso no es cierto. No fue eso lo que le dijiste, pero tú quieres que así sea. A todos nos gusta reivindicar esos espacios heroicos, normalmente inventados. Como describe Céline la heroicidad del soldado en Viaje hacia el fin de la noche: una especie de magnificación, para que un pobre hombre termine matando por una causa que no entiende o muriendo por algo que se le escapa.

-En esta novela sabemos que hay una guerra, pero nunca quién es el enemigo.

-Probablemente sea él, el protagonista. En todo conflicto el enemigo es una cuestión de posición. Mi enemigo es el que está al lado otro; para él, el enemigo soy yo. Simple.Si buscamos el bando malo, que es algo que evito porque quise huir de ese tipo de maniqueísmo, es muy probable que sea el del propio narrador. Lo que pasa es que a él, al personaje, no le ha interesado saber demasiado de esa contienda. En Alemania, tras la Segunda Guerra Mundial y con el horror todavía enfrente,  la gente quiso refugiarse en el error de la ignorancia. Y todavía pesa, porque todos saben que la ignorancia no es una razón suficiente.

-Quienes lo han leído desde el comienzo hasta hoy, experimentan con sus personajes el escarmiento de la propia vida. Envejecen juntos, igual de solitarios.

-Es que la vida es una enorme soledad; y creo que está bien que así sea. Por mucho que nos rodeen los familiares o las amistades, el asunto de vivir ocurre de a uno. Otra cosa es que compartamos parcelas personales y emocionales. Quizá eso es lo que tiene de bueno la literatura. Te obliga a estar solo todo el rato. Física y mentalmente solo. Uno no escribe de sí mismo literalmente, no es un acta notarial sobre tu propia vida, pero puedes utilizar otras herramientas sobre tus emociones, percepciones, observaciones y trabajar con ellas. Por eso me gusta oír que alguien pueda coincidir con esas emociones en algunos de sus procesos vitales, porque quiere decir que,  más o menos, el trabajo está bien hecho.

"Creo que cuando empiezas en esto tienes muchísima energía, tanta que hasta podrías romper las paredes a cabezazos. Luego el tanque se va quedando vacío."

-La ira y el enfado con el mundo que tenían la prosa y los personajes del Loriga de los 90 han ido transformándose en algo más sosegado y amargo.

-Creo que cuando empiezas en esto tienes muchísima energía, tanta que hasta podrías romper las paredes a cabezazos. Luego el tanque se va quedando vacío. Tienes que guardar la energía que te queda para cosas muy concretas. Ya no puedes dispararle a todo. La ira es como matar moscas a cañonazos. Estás enfadado con el mundo, sí, pero el mundo es demasiado grande y al final tienes que afinar la puntería.

 

II

En Rendición todo ocurre en un mismo registro. Doscientas páginas que  Ray Loriga empuja, a solas, sin trastabillar. ¿Quién es el protagonista de Rendición? Un hombre sin atributos ni estudios que debe hacer frente a una guerra. Mejor dicho a dos: la que ocurre en el exterior y la que lleva dentro de sí. De quien narra no sabemos su nombre, tampoco su edad. Es un campesino, un ser rudo que contrajo matrimonio con la dueña de las tierras en las que hasta hace unos años servía como capataz. Tanto él, como ella -la señora-, han traído al mundo dos hijos. Pero se han marchado a pelear en un combate del que nada saben ni ellos ni el lector. Ignoramos siquiera si regresarán vivos.

Faltos de comida, enterrados en una comarca donde manda quien posee el agua, ambos acogen como propio a un niño que llega de la nada. El chico no habla pero come lo poco que hay, y con buena disposición. El hambre vieja de los que se quedan solos. El enemigo avanza y toca marcharse. ¿Adónde? A una especie de tierra prometida: la ciudad transparente, un refugio al que habrán de llegar después de prender fuego a su casa y completar una larga travesía. Una que podría ser la de un refugiado del XXI, un sefardí del XV o un francés que huye del régimen de Vichy. Elegid vuestra carnicería. Dolerá igual.

En la voz agrietada y sin cabriolas de este narrador, el lector asiste a una ciudad donde todo es perfecto; transparente. Todos pueden ver a todos. Nada huele, ni está sucio. En ese lugar que se inventa Loriga siempre es de día y nadie posee más que el otro. No existe el dinero y la ración de bienestar es abundante para el que esté dispuesto a sonreír y ser agradecido. De cazador y capataz, el narrador pasa a ser funcionario de un servicio de procesamiento de excrementos. Vamos: paga su cama y su comida transportando boñiga en un camioncito. Mueve de lugar una mierda que no huele, que tampoco es suya, pero que sigue siendo mierda, al fin y al cabo. A este personaje, la hombría y el amor propio se le agrietan como a cualquiera al que se le derrumba la vida frente a sus ojos.

Como el dubitativo Sebastián de Ya sólo habla de amor o el Zazá de la novela que antecede a ésta, Loriga confecciona a un protagonista que pierde la voluntad, a ratos, y que debe enfrentar las embestidas de lucidez con una templanza de la que ni él ni el lector le consideran capaz. Más que valor, en este hombre hay resignación. Eso sí: en el bienestar de la claudicación, al protagonista de Redención lo muerde la larva de la sospecha. Esa coz de la res ante el descabello.  No le basta la comida o el agua caliente para apagar la sed del libre albedrío. Él, a diferencia del resto, no siempre está dispuesto a colaborar.

Ya lo habréis leído antes en esta página. Pero es así y toca decirlo, otra vez. En las cuerdas de navegación de este barco que comanda Ray Loriga, una hebra une la soga de este narrador a la de Saúl Trífero, aquel errabundo viudo de la patinadora muerta en un lago congelado. Algo en Rendición parece venir del cáñamo de Los oficiales y el destino de Cordelia, aquellos relatos fulminantes donde el mejor Loriga encendía sus palabras. Ahora, pirómano total, el escritor propicia su mejor incendio. La dicha es arder leyéndolo.

-En las páginas de Rendición  se huele el registro de Los oficiales y el destino de Cordelia…

-Es verdad. Poca gente podrá percibirlo, porque Los oficiales y El destino de Cordelia era un libro muy de cámara, pequeñito, de tirada reducida. Y sí, es cierto: el tono y la voz de la escritura que encontré en Los oficiales y Cordelia, que fue un juego que me sirvió para probar ese tono sin la presión de que fuera una novela, es fundacional del tono de Rendición. Porque me gustó esa voz, me gustó trabajar con ella. Es un registro que me interesaba como escritor. De hecho, comencé Rendición antes de Zaza

"Quería conservar la humildad de esa voz y su registro. No llevarla más allá de lo que este hombre podría pensar y decir."

-¿Me está hablando en serio? Pensé que una clausuraba a otra.

Tenía un texto casi completo de Rendición antes de Zaza. Lo dejé porque quería más tiempo para trabajarlo. Era un tono delicado que se me podía ir hacia mi otra escritura más cínica. Quería conservar la humildad de esa voz y su registro. No llevarla más allá de lo que este hombre podría pensar y decir. Porque el personaje es la voz y la voz es el libro.

-En Zaza, emperador de Ibiza se dio permiso para reírse, incluso de sí mismo. En Rendición, piensa el lector que conquista Loriga su derecho a dejar de ser el eterno joven que siempre se le exigió ser.

-Nada es tan lineal como parece. Estaba ya en este camino y quizá como despedida, dije: ‘antes de dejar de ser joven y juguetón, despreocupado o chiflado si quieres’ voy a hacer esto.  Escribí Zaza… para sacarme todo, para hacer un disparate, una chifladura, un entretenimiento, un libro divertente como dicen los italianos, e incluso para sacarme Rendición de la cabeza. Así me libraba de tener que luchar con esas dos voces. En estos últimos dos o tres años regresé a Rendición y la reescribí entera. Lo que sí hice, y aquí vuelvo a la referencia a Los oficiales y el destino de Cordelia, fue dejar intactas aquellas diez primeras páginas, que era el tono con el que comencé y que debía mantener, para que todo el libro girara en función de eso.

-En sus libros ocurre lo que en los mares del XIX . Usan conceptos universales como el valor, la cobardía  o la derrota ante la tragedia. En Rendición, ese malestar adquiere otros pliegues, por ejemplo los que tiene el Sótano, de Thomas Bernhard.

-La cita de Bernhard que abre el libro, lo de ‘a los otros hombres los encontré en la dirección opuesta’, iba por donde apuntaban mis percepciones. Además del hecho que Bernhard es uno de mis escritores favoritos. Sótano es un libro que se me quedó en el alma y también en el alma de mi escritura. Claro, tengo que hacer la salvedad de que no pretendo compararme con Bernhard ni con Conrad. Pero, desde luego que sin Bernhard no estaría este tono, este libro, ni esta sensación literaria. De alguna forma, dentro de las propias capacidades, uno intenta parecerse a los escritores que ha admirado toda su vida. Con humildad, por supuesto. Un escritor jamás se propone escribir una novela mediocre. Otra cosa es que fracase. Pero el empeño es loable.

-Hay una decisión técnica en el libro que se convierte en un tema estructural. Todo está contado. El único diálogo que tiene el narrador es con alguien… ¡que no habla!

-Esa es la desgracia de este pobre hombre —Loriga ríe—. Sólo puede hablar con el mudo. A ver –quien observa a Loriga rematar una risa antes de entrar a responder, olisquea detalles, acaso una camiseta cuyas costuras  indican que la lleva al revés, pero no es el momento ni el lugar. Hay cosas que no conviene decir en un armisticio-. En un libro todos son decisiones. En una novela vas a decisión por segundo. Un libro es una construcción, incluso también un juego: con unas reglas que establece el propio escritor.  Una vez fijadas  tienes que mantenerlas y ser fiel a ellas.  Desde el comienzo me impuse no salir de la voz de este personaje. Todo ese viaje que hace él hacia el fin de la noche de sí mismo, sólo podía salir de su voz. En Apocalipsis now, que es otro viaje conradiano, hay una escena en la que el cocinero sale de la lancha para buscar un mango. Entonces, aparece un tigre. Cuando vuelven al barco, el capitán les dice: ‘os he dicho que nunca salgáis del barco’. Y eso sirve como consejo para la literatura. Las novelas son como los barcos: una vez que te metes, no salgas de ella.

"Creo que Trífero podría ser esa línea de sombra. Tokio ya no nos quiere, el que va antes, es distinto. Es un libro que me gusta. Me siento cómodo con él."

-Vitalmente hablando, ¿cuál es su ‘línea de sombra’? ¿Cuál fue la novela en la que asumió dejar de ser algo para convertirse en otra cosa?

-Precisamente La línea de sombra es uno de mis libros favoritos de Conrad. Ese barco que no se mueve, que se hace desesperante —otra vez, ese rebrote de una risa marinera—. Ese momento en donde cae el valor y el capitán empieza a dudar de sí mismo. Porque la cosa iba muy bien cuando soplaba el viento, pero sin viento, piensa él que el resto del barro de lo va comer a él … —Loriga arroja su risa final y entra, ahora sí, a contestar—. Creo que Trífero podría ser esa línea de sombra. Tokio ya no nos quiere, el que va antes, es distinto. Es un libro que me gusta. Me siento cómodo con él. Pertenecía a mi vida incluso geográficamente. A los viajes que hacía entonces: Arizona, Japón. En aquel tiempo llevaba una vida disparatada.

-¿Qué tipo de disparate?

-Para bien. Tenía velocidad. Quitando las drogas, porque ya no las consumía, había celeridad. No tenía hijos, podía viajar por donde quisiera. Si Tokio ya no nos quiere lo ves en conjunto con Héroes, notas que no suenan a una misma cosa pero comparten la fragmentación, la celeridad. Tienen una banda sonora por detrás. Trífero en cambio es diferente. Fue ahí cuando dije: ¿por qué no escribo un poco lo que me da la gana? Tokio ya había surgido así, pero con Trífero deseaba hacer lo que me apeteciera, sin parecerme en nada a lo anterior.

-Se ha alejado del cine, ¿prefiere la autonomía del novelista a ese formato en el que siempre depende de otros para contar algo?

-Sigo haciendo cosas en el cine. Menos pero sigo haciéndolas. Dentro de poco saldrá una película para la que hice el guión. Lo que ocurre es que entre un libro y una película hay que diferenciar. Mover un proyecto personal en el cine tal y como está hoy en España es extenuante. Hay dos grandes cadenas de televisión que producen para su propia parrilla, con unas reglas muy concretas, que es lo que les funciona. Y ojo, me parece muy lícito. Son empresas privadas y no están para pagar cine de autor. Por eso trabajar un proyecto personal en esas condiciones es muy difícil. Y si tengo un trabajo, que es el que más me gusta, que es escribir novelas y que me da un montón de compensaciones más y donde soy el único responsable, prefiero escribir novelas. Lo que sí me gusta es escribir guiones por encargo. Si sale la película bien y si no, pues me han pagado mi sueldo. Me oxigena, me divierte, investigo otros temas, incluso disfruto de la relación con el productor, con los correctores, con las notas que me dan. Porque, a diferencia de los guionistas que viven completamente de eso, tengo mi propia parcela creativa que es la literatura.

 

III

Las amarguras de una abuela riegan cualquier cosa, incluso la tierra de un niño que se hizo adulto recordando cómo una moneda falla abonando algunos deseos. Pero crece el árbol y rinde sus frutos. En el caso de Ray Loriga no son pocos. De ahí su voz de escritor: ésa que rompe madura como un mango estrellado contra el césped. Pero acaso como en las historias de Coppola, en Loriga la pulpa de la fruta llama tigres en lugar de avispas.

Detrás de todo escritor hay un lector, alguien que aprendió a exprimir la raíz del árbol desde la yema. En su caso la savia del bosque provino del hielo de Jaca, ese lugar de Huesca que fue derritiéndose en la memoria de Loriga como un penalti en la red. Un juego que desembocó hasta dar con el mar en el que ahora un escritor capitanea su propio Otago, aquella nave que Conrad convirtió en protagonista de La línea de sombra y donde alguien se juega la cordura.

Por eso, con Rendición, Ray Loriga se gana la chaqueta del que sostiene el timón.  Él es el capitán de su propio barco, uno que zarpó hace años, en el corazón de un chico  que sin saber patinar, ya fumaba y cargaba el barreño de la vocación. Ya lo dice Philip Roth: escribir es bajar a la mina. Traigas de vuelta los pecios que calan los huesos o las pepitas que escarmientan el alma, nunca serás el mismo al volver a la superficie. Por eso se lo ha ganado a pulso el capitán Loriga. A pulso.

-Además del fútbol, del que no nos dará tiempo de hablar esta vez por cierto, le fascina el patinaje sobre hielo. Fue su abuela, de Jaca, quien le enseñó lo que era el patinaje.

-Sí, en el Palacio de Hielo de Jaca, que era la única escuela potente que funcionaba en toda España. Porque hasta Javier Fernández, el patinaje artístico prácticamente no importaba. Sin embargo, en Jaca sí que existía una tradición. Aquel palacio era el orgullo de esa ciudad. Hace tanto frío allí que prácticamente la mitad del año no necesitan máquinas para mantener el hielo. En la alta montaña del Pirineo todo se helaba solo. Fue ahí donde me contó mi abuela que de niña se había encontrado una moneda en la calle. Toda su ilusión, como no tenían dinero en la familia, era ir al Palacio de Hielo. Así que decidió ir, pagar, ponerse sus patines y luego se quedó agarrada a la barra viendo con envidia lo bien que patinaban las otras niñas. Tengo presente esa imagen, que mi abuela seguía contando de vieja con desolación y  repitiendo ‘tiré mi moneda solo para mirarlas con envidia’. De niño fui un par de veces al palacio de hielo. Me di cuenta de que era  hereditario lo de no saber patinar, porque yo tampoco era capaz. Pero le cogí un gusto enorme…

"En mi casa había muchos libros, porque ambos leían. No era una cosa extraña. No había escritores."

-Si ella le dejó el patinaje, ¿quién le dejó la literatura? ¿Quién era el escritor, quién era el lector en aquella familia?

-Mi padre es dibujante y mi madre fue actriz hace ya muchos años. En mi casa había muchos libros, porque ambos leían. No era una cosa extraña. No había escritores. Un tío, que era hermano de mi abuela materna, era periodista en la Agencia EFE. De hecho, era el padrino de mi padre, que era dibujante de prensa, por lo que tenían una relación por la prensa. Él escribió un libro que se llamó Tormenta sobre Francia, porque fue el último corresponsal europeo en salir de la Francia de Vichy, todavía lo conservo. Es el único ejemplo de alguien que escribiera en mi familia.

-¿Cuál es el primer libro que recuerda como lectura consciente?

-En la biblioteca familiar que es donde también empecé. Pero debo decir que comencé leyendo en el colegio. Era muy buen programa. Leías al arcipreste de Hita, que me hacía mucha gracia, me tronchaba; el Lazarillo de Tormes; Fray Luis de León… Aparte de los libros del colegio, porque yo era uno de los pocos tontos que se divertía leyendo eso. El libro voluntario que recuerdo nació de una cosa muy simple. En la librería de mis padres había muchos libros. Pero que me fui directo a uno: Sexus, de Henry Miller. Lo hice por el título. ¿Esto qué es?, dije.  Así empecé a leer a Henry Miller –dice riéndose suavecito, como para sus adentros-.

-Fue una pulsión vital, en toda regla.

-Totalmente. Tenía 12 o 13 años . En ese tiempo el sexo ni siquiera se mencionaba. Así que vi la palabra Sexus en el canto del libro y dije: «este va a ser. Por aquí voy a empezar». Y por cierto: me sigue gustando Henry Miller, que fue muy denostado en una época. A mí todavía me gusta.

Ray Loriga, premio Alfaguara

 

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