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Roma en el bolsillo (IV)

Roma en el bolsillo (IV)

Ilustración: Norra Danciu

¿Un surfista? ¿Un jugador de snooker? ¿Un pastor? Ninguna identidad coincide con la del Jimmy White que está buscando nuestro protagonista. Pero esa no será la única investigación de Piero en esta entrega. El novio danés de Lionetta es su otra gran obsesión.

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Mientras caminaba de vuelta a la via Cayo Cestio, Piero imaginó a Lionetta haciendo el amor con un danés rubio, en la cama de una residencia de profesores. Sobre la silla de la habitación descansaba su vestido de grandes botones marrones, su cinturón marrón de piel de cocodrilo, su ropa interior blanca…

Pero ahora sigamos con la conversación en el café Greco, mientras el signore Antonio escuchaba su transistor.

—Qué casualidad que des clase de Romanticismo y de Historia de Roma. Yo estoy interesado en dos personajes: un poeta romántico inglés llamado Jimmy White y un pretor romano de nombre Cayo Cestio —los ojos entre verdes y grises de Lionetta parecieron iluminarse de pronto.

—¿Jimmy White? No lo he oído en mi vida…

—Está enterrado en el cementerio protestante, junto a mi casa.

—A Cayo Cestio, pretor del emperador Augusto, sí que lo conozco, pero solo por su pirámide, no sé nada más de él.

—He reservado una visita a la pirámide para el próximo sábado. ¿Quieres venir conmigo?

"Permaneció en el café Greco cuando ella y su padre se marcharon, para anotar los acontecimientos del día en la libreta que siempre llevaba en el bolsillo"

—Sí, claro… —Lionetta miró de reojo a su padre, explicando con la mirada que dependía de éste. El signore Antonio no había oído las palabras de Piero, pues llevaba los cascos puestos—. Me encanta la historia, como sabes. Investigaré sobre Cayo Cestio y visitaremos la pirámide.

Cuando se despidieron, ella le dio dos besos, dejando que sus mejillas rozaran las de Piero más tiempo del normal. ¿Era eso una señal?, se preguntó él.

Permaneció en el café Greco cuando ella y su padre se marcharon, para anotar los acontecimientos del día en la libreta que siempre llevaba en el bolsillo. ¿La vería de nuevo…? Al menos tenía una nueva cita el sábado siguiente, a las diez de la mañana, en la pirámide de Cayo Cestio. ¿Acudiría ella? Tenía toda la semana para preguntárselo, para darle vueltas a la cabeza, para imaginar el vestido que llevaría en esa segunda ocasión. No pudo evitar meterse en Facebook y buscarla: “Lionetta Grandi”. En su perfil no aparecía demasiada información: ni su fecha de nacimiento, ni el lugar donde trabajaba, ni dónde vivía… Pero era ella, porque la foto de perfil así lo atestiguaba: una foto tomada de noche, tenía los ojos ligeramente rojos por efecto del flash. Todo el contenido de la página era aburrido: enlaces a ponencias, a congresos académicos, fotografías con compañeros de su departamento en la universidad, el escudito de la Sapienza… Piero siguió cotilleando en la página, repleta de actos universitarios, hasta encontrar al fin una carpeta de fotos perdida entre tantas carpetas. Se titulaba, simplemente: “Copenhague”.

La abrió, pinchando en la pantalla del móvil con la punta de su dedo índice. Había tan solo dos fotos, una era de grupo, aparecía Lionetta con otros diez o doce jóvenes en la oscuridad de un bar. Todos llevaban jarras de cerveza en las manos y reían.

"En sus fotos aparecía con una mujer rubia tan bella como él, rodeado de tres niños igualmente rubios, y de cuatro abuelos sonrientes de cabellos blancos"

La segunda foto era una calle danesa, un calle peatonal llena de tiendas, probablemente del centro de Copenhague. Lionetta aparecía a un lado de la imagen con un chico rubio, guapo y sonriente que le pasaba el brazo por encima de los hombros. Los dos llevaban abrigo y guantes. De sus manos colgaban un montón de bolsas, como si hubieran estado haciendo las compras navideñas. De hecho, la calle en perspectiva estaba decorada con hileras de bombillas que formaban figuras de papás noeles y de renos.

Al poner el puntero del móvil sobre el joven rubio, saltó la etiqueta: “Anders Nielsen”, y Piero pinchó en ella. Facebook le llevó a una nueva página en la que aparecía el joven rubio. Tenía la misma sonrisa de antaño, pero ahora era un poco más calvo. Su foto de perfil era en blanco y negro. Trabajaba en “Nielsen Advokats, Kobenhavn”. En sus fotos aparecía con una mujer rubia tan bella como él, rodeado de tres niños igualmente rubios, y de cuatro abuelos sonrientes de cabellos blancos.

¿Qué sucedería entre Lionetta y Anders? Seguramente serían novios durante un año, o incluso durante varios años. Pero cuando terminó la estancia de Lionetta allí debieron de tomar una decisión: ella, sin duda, volver a Roma junto a su madre, enferma de un cáncer terminal. En la foto de aquella calle danesa en Navidad se les veía enamorados el uno del otro. Probablemente, Anders se plantearía seguirla, continuar su noviazgo en Italia, casarse y tener hijos con Lionetta. Pero él ya se había colegiado como abogado en Copenhague, conocía la legislación danesa, no sabía nada de las leyes italianas. Era una decisión demasiado difícil, demasiado radical…

Piero imaginó de nuevo la última noche. El vestido de botones de Lionetta sobre la silla, el cuerpo desnudo de ella sobre las sábanas blancas y duras de la residencia, lavadas centenares de veces. El cuerpo de él sobre el cuerpo de ella. Anders pensaría sin duda que era la última vez que penetraba en ella, y se aferraría al máximo a su pelvis, para ser más consciente que nunca de que Lionetta le pertenecía. Al día siguiente ya no sería suya, estaría a miles de kilómetros de distancia, en otro país, en otra cultura.

"Piero cerró Facebook y dejó el móvil sobre el mármol blanco de la mesa del café. Tenía que comprar sábanas para dormir en la cama de la tía Fabrizia"

Ahora Anders era solamente una carpeta en la página de Facebook de ella, una carpeta perdida entre muchas carpetas de ponencias, de congresos en distintos lugares de Italia y del mundo.

Piero cerró Facebook y dejó el móvil sobre el mármol blanco de la mesa del café. Tenía que comprar sábanas para dormir en la cama de la tía Fabrizia, pero se dio cuenta de que había olvidado tomar las medidas del colchón. De modo que decidió pasear de nuevo, recorrer la piazza Navona, el Coliseo, el Palatino, el Foro… Todo el centro de Roma. Le encantaba andar, observar aquí y allá, tomar fotos con el móvil. No se olvidaba de anotar en su libreta cada lugar por el que pasaba.

Al anochecer, rendido de tanto caminar, se tendió de nuevo en el sofá y se quedó dormido. Antes había contemplado de nuevo, en medio del silencio, las fotos de sus familiares muertos: sus abuelos, sus tíos militares, la tía Fabrizia, su madre… Todos lo seguían observando con idéntica expresión. En sus ojos ya no notaba la ira de la noche anterior, ahora parecían mirarle resignados. Incluso creyó notar una ligera sonrisa en el rostro de uno de sus tíos.

Cuando se durmió tuvo una pesadilla. Soñó que despertaba en el escenario de un teatro. A sus pies, en el sofá de su tía, estaba la prima Simona. Frente a él, sentados en sillones o de pie, estaban el notario Lombardi y el resto de sus primos: Stefano, Alessandra, Paolo. Lombardi fumaba uno de sus cigarrillos negros sin filtro y lo miraba con una sonrisa irónica. En cambio, sus primos lo miraban aviesos, cual perros de presa dispuestos a tirársele al cuello al menor movimiento. El salón estaba a oscuras, pero potentes focos teatrales iluminaban las caras de los presentes, que parecían maquillados para la representación. Sin embargo, nadie decía nada. En el sueño, Piero se incorporó. La cara inmóvil de Simona lo miraba fijamente. Una gota de sudor resbalaba lentamente por la mejilla de su prima. Piero la tocó con la yema del dedo índice y se dio cuenta de que no era sudor, sino cera que se solidificó en su dedo. Advirtió que Simona, al igual que el resto de integrantes de la pesadilla, eran figuras de cera. Y se levantó del sofá y los observó a todos de cerca, pero no encontró rastro de los focos que iluminaban sus caras. Eran focos espectrales, inexistentes.

"No sabía qué hora era ni le importaba en lo más mínimo. Brillaba el sol, y eso bastaba"

Cuando despertó, le costó largos segundos comprender que ya no dormía. En el comedor lucía el sol. Se preparó un café marca Mauro y sacó un par de cruasanes envasados al vacío. Los puso sobre una bandeja y salió a su jardín selvático. En las aguas verdes del estanque croaban las ranas. Su canto se mezclaba con el de los grillos.

No sabía qué hora era ni le importaba en lo más mínimo. Brillaba el sol, y eso bastaba. Dejó la bandeja en la cocina, la taza en el fregadero y se duchó un día más. A continuación salió a la calle y preguntó a una señora mayor con la cesta de la compra dónde vendían sábanas. La señora le indicó cómo llegar a confecciones Manfredi, pero a continuación pensó que también debía cambiar el colchón. El actual tenía marcado el cuerpo de su tía, que solía dormir de lado, en posición fetal. En la colchonería Bellini le dijeron que ese mismo día por la tarde podían servirle un colchón de 1,50 metros y retirar el usado.

Así sucedió, y por la noche sacó su cuaderno del bolsillo y, sobre la mesa de la terraza, anotó lo sucedido durante el día. Escribió sendas semblanzas de los señores Manfredi y Bellini, personajes de otra época que pronto se jubilarían y serían sustituidos definitivamente por el señor Ikea.

Cuando terminó sus apuntes, a través de la ventana entreabierta del dormitorio que daba a la terraza, observó la cama ya hecha. Había comprado unas sábanas blancas con delgadas líneas rosas, estampadas con flores del mismo color.

Piero pensó de nuevo en Lionetta. ¿Acudiría el sábado a la visita de la pirámide? Quizá no pudiera hacerlo a causa de su padre. De hecho, ahora creía recordar que había prometido intentarlo, pero no lo aseguró en modo alguno. No le parecía oportuno llamarla de nuevo, era precipitado. Los macizos de hortensias se movieron de pronto. Probablemente se tratara de un gato callejero tratando de dar caza a un ratón.

"Entonces continuó buscando a White entre los 428.000 resultados que arrojaba Google en su teléfono móvil"

Mientras miraba la cama y las sábanas blancas a través de la ventana, se acordó una vez más del poeta Jimmy White, cuyo cuerpo descansaba bajo tierra a escasos metros de donde él estaba sentado. Si los muertos hablaran —pensó Piero— casi podría oír su voz. Pero ese es el gran enigma de la muerte: el silencio, la ausencia de respuesta, la desaparición.

Entonces continuó buscando a White entre los 428.000 resultados que arrojaba Google en su teléfono móvil. Ya había consultado más de tres mil sin rastro alguno del poeta, pero ¿qué eran tres mil frente a cuatrocientos veintiocho mil? Era solo un 0,7% de lo que podía mirar.

Piero no desesperaba en absoluto, iba encontrando resultados de lo más variopinto. No solo conocía ya la vida y triunfos del gran jugador de snooker Jimmy White, sino que conocía a un tal Jimmy White vendedor de coches en Liverpool; a otro Jimmy White criador de caballos en Sydney, Australia. También había un surfista llamado Jimmy White que se había fotografiado surcando las olas en Tarifa, España. Había decenas, cientos de Jimmys Whites, pero ningún poeta romántico con ese apelativo.

¿Y si White no fue poeta, sino pastor protestante aficionado a la poesía? La idea le vino a Piero cuando, ya por el resultado siete mil, encontró a un Jimmy White que había sido pastor en Roma a comienzos del siglo XIX. Este hombre escribió varios sermones muy notables, que se conservaban en los anales de la iglesia anglicana, según pudo ver en una tesis doctoral en teología escrita en la universidad de Belfast allá por los años cincuenta.

Cansado de tanto buscar, se tendió sobre la cama y notó el hedor de las sábanas: apestaban al ambientador de confecciones Manfredi, un sucedáneo de limón y de rosas. Mientras trataba de conciliar el sueño, fantaseó con la idea de comprar una tabla de surf y aprender a deslizarse sobre las olas. Recordó las fotos que había visto del Jimmy White surfista, tomadas en ese lugar misterioso de España que nunca había oído: Tarifa… Ya no recordaba… Pero la palabra le sonaba a cuento de Las mil y una noches.

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