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Selección del concurso de relatos #HistoriasdelaHistoria

Selección del concurso de relatos #HistoriasdelaHistoria

Ya tenemos la lista con los 10 relatos que optan a los premios del concurso #HistoriasdelaHistoria patrocinado por Iberdrola. El viernes 8 de octubre de 2021 se difundirán los nombres del ganador del primer premio de 1.000 euros y de los ganadores de los segundos premios de 500 euros para cada uno.

Han sido más de 550 textos los publicados en nuestro foro. El jurado de esta edición está formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez.

A continuación reproducimos las 10 historias elegidas.

1

Autor: Gisela Royo

Título: El desafío de Barleta

A las afueras de Andria (Apulia) – 13 de febrero de 1503

—Excelencia, esperan su orden.

La voz de Íñigo me trae de vuelta a la realidad. Miro a mi alrededor; las dos formaciones esperan mi señal, dentro del campo preparado para la pelea, en terreno neutral. Los caballos relinchan, las armaduras relucen bajo la luz del tibio sol de finales de invierno. Trece caballeros franceses y trece italianos, inmóviles, unos frente a otros, en un silencio irreal.

Recuerdo cómo hemos llegado hasta aquí. Mientras las tropas francesas aumentan como el caudal de un río en primavera, los refuerzos que he pedido con insistencia a sus majestades durante el último año se me han concedido con cuentagotas; conozco su número, hasta el último peón. Parezco uno de esos contadores del Rey Fernando, pájaros de mal agüero emperchados en mis hombros. No hago más que firmar recibos y documentos; de vender mi alma al mismísimo Lucifer, no tendría que usar tanto la pluma. Mientras algunos en Castilla me acusan de esconderme en Barleta, con los franceses a un lado y el mar al otro, yo esperaba un signo de la providencia; cuando me cansé de esperarla, fui a buscarla.

—Excelencia…
—Sí, Íñigo. Proceded.

Tras la señal, Charles de la Mote, capitán de los franceses, pica espuelas; los trece corceles franceses parten como rayos. A pesar de que el fragor de la galopada y los gritos de ánimo de los espectadores me impiden escuchar al capitán de los italianos, Ettore Fieramosca, sé qué está aullando: esperad a los franceses en formación cerrada, lanzas bajadas. Tras el estruendo del choque veo con satisfacción que la formación ha aguantado, tal como lo habían practicado hasta la saciedad, desde que Charles la Motte cayó en la trampa.

A principios de año nos encontrábamos en un punto muerto. Nosotros relativamente bien abastecidos por mar, los franceses fuera de la ciudad, pero sin efectuar un asedio cerrado. Una situación que podía alargarse durante meses. Era habitual que grupos de caballeros de ambas tropas participasen en pequeñas escaramuzas, tomando luego como rehenes a los derrotados, para engordar las bolsas con el rescate. Cuando me confirmaron que Charles la Motte iba a hacer una salida, ordené a Próspero Colonna que él y sus hombres fuesen en su busca. Como era de esperar, pues Próspero es el mejor condottiero de Italia, el francés terminó aquella tarde “huésped” en uno de los palacios que ocupábamos en Barleta, y, para mostrar a los prisioneros lo holgado de nuestra situación, organicé una opípara cena en su honor. Tras haberles servido buen vino —y el más fuerte—Íñigo López de Haro lanzó sus anzuelos: los franceses picaron. Que si no era cierto que la caballería francesa fuese la mejor de Europa, que a nuestro juicio los caballeros italianos eran los mejores de la cristiandad, los hombres de armas más valientes con los que hubiésemos luchado nunca, que los franceses no podían compararse con ellos…

—Los italianos son gente vil y cobarde. Si diez caballeros italianos luchasen contra diez franceses, yo mismo formaría parte de la escuadra, y les haríamos morder el polvo.

No estaba presente cuando La Motte, borracho como una cuba, pronunció estas palabras, pero me encargué de recordárselas: había lanzado un desafío a los italianos, el honor exigía que se llevase a cabo, no cabía tirarse atrás. Tan bien insistí (cuando la providencia se resiste hay que provocarla), que cuando La Motte me dio una lista con los nombres de los participantes, ya no eran diez, sino trece. Próspero y Fabrizio Colonna eligieron a los trece mejores caballeros a disposición de los italianos, en representación de toda la península.

El griterío aumenta. Los hombres luchan por parejas, o pequeños grupos. Fieramosca ha logrado tirar de su caballo a La Motte, y lo espera, espada en mano. En otro lado del campo tres caballeros italianos han desjarretado varios caballos. Los franceses caídos protestan ante los árbitros, pero está permitido hacerlo. En apenas una hora, las peleas concluyen a favor de los italianos, La Motte se rinde ante Fieramosca, y finalmente, lo hace el último francés que quedaba en pie.

Regresamos a Barleta con los italianos abriendo la marcha, jaleados por el pueblo, llevando victoriosos a sus prisioneros en cadenas. Nosotros, los españoles, vamos cargados con el arma más poderosa que pueda llegar a tener nunca un ejército: la moral. Todos estos hombres están convencidos ahora, como yo, de que ganaremos esta campaña.

—Excelencia, hay un problema. Los franceses, no tienen el dinero que habían prometido en caso de derrota.
—Me lo imaginaba, Íñigo. Habla con mi tesorero, pagaré yo las mil trescientas coronas. Ya arreglaré cuentas con el Rey.

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2

Autor: Ignacio Cortina

Título: Huida a ninguna parte

Marco corría a la máxima velocidad que le permitían sus cáligas y las rocas que se acumulaban en la calle, mientras trataba a toda costa de refugiarse de las piedras que llovían del cielo y que le golpeaban sin misericordia ni descanso, cada vez con mayor intensidad. La erupción del volcán había comenzado pasado el mediodía y de forma muy virulenta, aunque ya la tarde anterior Marco se había encontrado con un pastor de cabras, que solía acompañar a su rebaño por los campos vecinos a la falda del Vesubio, y quien le había advertido que la montaña se estaba despertando y que era mejor que se fuera cuanto antes de allí. Marco, que no creía en supercherías, ignoró las palabras de advertencia del viejo y continuó su camino en dirección a Pompeya. Llevaba demasiadas jornadas de camino a pie desde Roma como para regresar ahora, cuando tenía a la vista los tejados de su ciudad natal.

En esos instantes, mientras volaba por las calles de Pompeya, recordó las proféticas palabras del hombre. Pero, aunque sentía un miedo atroz que le atenazaba el estómago por la situación en la que se hallaba inmerso, lo que más desasosiego le causaba era no poder encontrarse junto a su amada en aquellos momentos tan trágicos y aterradores. Deseaba estar en su compañía con auténtica desesperación. Por fortuna, ya alcanzaba a ver la hacienda de su querida Alejandra. Sólo le faltaba salvar los últimos metros, sorteando la lluvia de ceniza y piedra pómez, y estaría a salvo. Apretó un poco más el ritmo, mientras resollaba como un caballo agotado que se ha pasado el día galopando por el campo. De un manotazo, apartó unas gruesas gotas de sudor que le resbalaban por la frente y que se le metían en los ojos, que le escocían y le impedían ver con claridad. Tenía su objetivo casi al alcance de la mano, a unas escasas docenas de pasos.

Fue en ese intervalo cuando comenzaron a caer piedras de un tamaño mayor, aunque él estaba tan concentrado en llegar a la casa de Alejandra que ni siquiera fue consciente del momento en el que las primeras rocas comenzaron a golpearle la espalda con tanta fuerza, que lograron hacerle perder el equilibrio. Se cayó al suelo y trató de incorporarse otra vez, ignorando por completo los cortes sangrantes que la piedra abrasiva le había causado en piernas, brazos y espalda. También tenía una brecha en el cabeza por la que le manaba abundante sangre que se deslizaba por el cuello, viscosa y caliente, y empapaba su ropaje, pero ni tan siquiera esta enorme herida hizo que su determinación se viniera abajo ni un ápice.

Hizo un último acopio de fuerzas y corrió de nuevo, con los ojos entrecerrados para evitar que la fina ceniza que flotaba en el ambiente lo cegara. Cuando estaba a punto de alcanzar su destino, a escasas zancadas del portal, un silbido comenzó a sonar sobre su cabeza y fue en aumento con extremada rapidez. Marco se detuvo, sobrecogido. Algo en su interior le dijo que no debía dar un paso más, que su empeño ya era inútil. Se dejó caer de rodillas en el suelo cubierto de cenizas de su querida ciudad, a la vez que una aterradora sombra crecía sobre su cabeza, como un oscuro abismo que acudiera a su encuentro a velocidad indescriptible, mientras el ruido agudo aumentaba hasta hacerse insoportable y se le echó encima. Tras esto, se sintió aplastado por la fuerza de la mano de un gigante y después todo se volvió oscuridad.

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3

Autor: María Vázquez

Título: La ignominia de la reina

Diego Gelmírez siente que la temperatura aumenta, a pesar de los altos techos, las paredes de piedra y el frío. Esconderse en la torre de las Campanas parecía una buena idea cuando la planteó, empero, ahora resulta ser una ratonera.

«Pretenden quemarnos vivos», comprende; el pensamiento le aterroriza. El humo es cada vez más denso y la tos se intensifica. No hay garantía de que nadie vaya a venir a salvarles. O salen fuera o mueren dentro.

La reina se vuelve hacia él y le pide que salga a hablar con los rebeldes, por su parte, Diego, aterrado por lo que los insurgentes puedan hacer, se ve incapaz de realizar tan temeridad.

—Vos sois la reina, su reina —puntualiza—, no osarán atacaros. Si os ven al frente apaciguaréis sus ánimos.

Urraca duda. Abre la boca para rebatir, mas nada logra añadir. Sin nada con lo que refutar la proposición, asiente despacio.

—Haceos a un lado —determina la monarca poniéndose en pie. Con ese aire de superioridad con el que pretende siempre empequeñecerlo.

El eco de los pasos femeninos avanzando por el pasillo provocan que el pulso se le acelere. Ante la determinación de ella, resuenan los murmullos de los allí presentes.

Diego se deja caer sentado en un banco. Nota escalofríos en la nuca y el corazón acelerado.

Los breves instantes de duda y miedo han sido intensos, mas no se dejará dominar por ellos. Pronto recupera el aplomo.

Se levanta justo a tiempo de ver que las puertas se abren, mientras la figura de doña Urraca, de espaldas a él, trata de dirigirse a los rebeldes.

Diego Gelmírez deja bajo el banco su báculo, también se apresura a sacar la mitra que lo reconoce como arzobispo. Abandona su casulla en el suelo en cuanto advierte los gritos de la muchedumbre impidiendo hablar a la reina, acompañados de escupitajos.

Asustado, por el cariz que está tomando todo, se tira bajo los bancos, igual que ha hecho Miguel González, uno de los clérigos que le acompañaban a las negociaciones con doña Urraca y, con cuidado, avanza a través de ellos, hacia un rincón. Se deja atrapar por las sombras que hay dentro, por la oscuridad que el humo y la falta de velas crean. Aguarda su momento.

Entonces todo se descontrola. Alguien osa poner la mano sobre la reina y la lanza a tierra, en el barro. Ella grita y trata de apartar las manos que se afanan por tirar de su vestido, pues la turba se ha vuelto osada y ahora convierten en jirones la ropa que lleva. Todo es en vano, no se le permite alzarse del suelo.

Desde su rincón, a salvo en la torre, Diego Gelmírez asiste como testigo mudo a tal canallada. Su hermano pide compasión para Urraca y es entonces que recibe empellones. El primer impulso del arzobispo es acudir en ayuda de él, sin embargo, comprende que no debe revelar su presencia. Tuerce momentáneamente la cabeza. Respira con fuerza, cuenta hasta diez y vuelve a mirar.

Su hermano y la reina no son los únicos rehenes que han tomado. Los rebeldes están tan concentrados en golpear a sus prisioneros que no se fijan que todavía él está en el interior.

Con cuidado, Miguel González, sale de la torre y él le sigue a distancia; las miradas de los testigos oculares están todas puestas en la reina, pues una mujer alienta, con el ejemplo, a que le tiren piedras.

La reina esconde la cabeza bajo los brazos, dejando el cuerpo casi desnudo manual descubierto.

Miguel González tira del brazo de un mendigo que observa la escena.

—Su capa a cambio de este anillo —ofrece.

Las pupilas del indigente se dilatan al contemplar el oro del anillo pastoral que hace nada adornaba el dedo de Diego Gelmírez; el arzobispo respira con alivio al ver la ambición en los ojos del pobre. Definitivamente: han elegido bien.

Aguanta la respiración al envolverse en la capa que Miguel González le entrega; el mal olor que desprende le produce arcadas.

Sin más dilación, se confunden con la multitud mientras la soberana prosigue tirada al barro, en donde permanecerá durante minutos. Los rebeldes se concentran ahora en el hermano de Diego, tratando de sonsacarle dónde está el arzobispo a golpes.

Ignora los chillidos fraternales, el dolor que traspasa incluso el aire y Diego huye sin mirar atrás. Primero se mueven sin prisa, para no levantar sospechas, mas en cuanto alcanzan una calle paralela vacía, echan a correr. Se dirigen a la iglesia de Santa María, en busca de refugio.

Y mientras corre reza para que los rebeldes no le sigan y que la reina sea asesinada igual que lo ha sido su hermano, pues de seguir viva sus dedos acusadores se volverán contra Diego y, Dios no lo quiera, quizá con la ira regia llegue el final de su arzobispado.

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4

Autor:  

Título:  La gran encrucijada

Al amanecer del día D, las huestes de Gengis Khan, curtidas en el combate en el desierto, infringen una derrota sin paliativos a los panzer de Rommel. Alarmada por el suceso, la reina Cleopatra envía una misiva a su amado Julio César, donde le insta a reforzar las fortificaciones del norte del Imperio. Pero para cuando por fin la recibe, su sobrino Brutus ha decidido asesinar al presidente Lincoln: ese infame tirano que ha sido el azote de los estados sureños.

Por su parte, Napoleón I, autoproclamado ya emperador de Francia, ha tenido a bien invadir el espacio aéreo de Vietnam del Norte, a lo Apocalipse Now.

Si alguien no lo evita antes, la joven democracia ateniense no sobrevivirá al brutal avance de los elefantes de Aníbal, por cuanto los rumores apuntan a que Leónidas y Jerjes sellarán su alianza con un matrimonio de Estado.

A resultas de todo esto, la Comisión Europea ha optado por no financiar el descabellado proyecto de un tal Colón: ¡todo el mundo sabe que la Tierra es plana!

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5

Autor:  Alberto Castillo López

Título:  La Odisea

Ulises en el auto, dando vueltas por el barrio, intentando aparcar. Y su hijo Telémaco en casa, creciendo sin parar.

Ulises, que continúa buscando aparcamiento y cuando cree encontrarlo: es un vado o zona azul. Y Telémaco, que aprendió a decir “Papá”.

Ulises viendo como el suertudo de delante, aparca en la plaza de uno que acaba de salir. Y Telémaco que ya camina solo.

Ulises: “¿se marcha usted?”; “no, acabo de aparcar”. Y Telémaco, haciendo los deberes del cole con su madre Penélope.

Ulises que divisa un aparcamiento al final de la calle, pero el semáforo se pone en rojo y se lo quitan. Y Telémaco en casa, presentando la novia a su madre.

Ulises, que por fin consigue aparcar y llegar a casa. Y Telémaco, hecho un hombre, en el recibidor con las maletas, que le da dos besos de despedida y abandona el nido.

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6

Autor:  José del Sol

Título:  La francotiradora

Ella se llama Teresa Larionova y tiene 19 años. Él Vladimir Surkov y tiene 23, pero aparenta 40. Los dos son francotiradores del Ejército Rojo y están en una maloliente trinchera a las afueras de Sebastopol. Su misión, volarle la tapa de los sesos al mayor número de soldados alemanes que puedan. Todavía no ha amanecido y hace frío, lo normal para noviembre de 1941. Vladimir es experimentado, ya ha matado a 9 enemigos. Para Teresa es su primera vez. Está entrenada, sabe lo que tiene que hacer y lo hará, nadie lo duda, pero no deja de ser su primera vez. Está nerviosa. Un rifle de cerrojo Mosin- Nagant, ella, un rifle semiautomático Tokarev SVT- 40, él, una botella de vodka y unos cigarrillos son la compañía de estos dos jóvenes mientras esperan a la muerte. El rifle de Teresa es más preciso que el de Vladimir, pero eso es algo que no les importa realmente.
-Toma. Bebe. No notarás el frío y se calmarán los nervios.
-Gracias, camarada, pero no tengo sed.
Cada vez que hablan, el vaho les tapa el poco rostro que deja ver el gorro y la bufanda que los abriga.
-No hay que tener sed para beber vodka.
Vladimir da un trago largo. Queda la mitad de la botella y la quiere reservar para cuando terminen. Sea cual sea el resultado.
-¿Cómo es?
-¿Que cómo es? ¿El qué?
-Esto. ¿Cómo es esto?
-¿No has sido entrenada, camarada?
-Claro que sí.
-Es muy sencillo. Coges el fusil, apuntas, disparas y matas a un nazi. No tiene más ciencia.
-Sí, ¿pero cómo es? ¿Qué se siente?
-Eso no te lo puedo decir. Cada uno tiene una forma diferente de afrontarlo. A mí me gusta. Disfruto.
Vladimir se enciende un cigarro. Cuando exhala, el humo del cigarro y el vaho se confunden formando una nube que se desvanece a medida que sube al cielo. Ha amanecido, pero el silencio sigue siendo igual que el de la noche.
O peor, porque saben que en breve el silencio dará paso al sonido de sus rifles. O al de los alemanes.
-Me encanta mi trabajo, pero odio estas esperas.
Vladimir apura el cigarro. Lo tira al suelo y los apaga con su bota. Teresa no dice nada. Solo observa el final de la calle esperando la llegada de la Wehrmacht.
-¿Oyes, camarada?
Vladimir se destapa un poco el gorro dejando la oreja izquierda al aire.
-¡Vienen! ¡Prepárate! El primero es tuyo.
Teresa se coloca en posición con el fusil apuntando al final de la calle. Todavía no ven a nadie. Solo se escucha el inquietante sonido de unos pasos. Vladimir hace lo mismo. Prepararse.
-Estos segundos me parecen horas… Venga, cabrones.
-Paciencia, camarada.
Sin lugar a dudas, la paciencia es una de las mayores virtudes de Teresa. Y esa es una de las razones, si no la razón, por la que la entrenaron para ser francotiradora.
-¡Mira!
Vladimir observa como un soldado equipado con un Gewehr 41 semiautomático camina sigilosamente por la calle buscando cualquier lugar que le sirva de parapeto.
-¿Solo hay un hombre?
-Eso parece… Teresa, tienes ante ti a tu bautismo. Es todo tuyo.
Vladimir se relaja y observa.
-Tranquila. Deja que se acerque un poco más.
El alemán está vendido. No lo sabe aún pero lo intuye, es por eso que no para de mirar nerviosamente a todos lados. Sabe que en esa calle desierta hay ojos que lo miran y rifles que lo apuntan. Y si no es en esa calle será en la siguiente. Eso hace que sus pasos sean temblorosos y sonoros.
-Espera un poco más.
Teresa lo observa por la mira telescópica. Lo tiene a tiro, pero aún no se ha decidido a apretar el gatillo. El alemán suda. Hace frío pero suda como si estuviera en el desierto con Rommel. Y Teresa se da cuenta. Y se percata de que no tiene más de 25 años. Es joven, como Vladimir y ella. Y en ese momento piensa muchas cosas. Incluso la de no disparar. Al fin y al cabo es su primera vez.
-Espera…
El alemán sigue caminando torpemente por entre los restos de edificios bombardeados. Sabe que la muerte lo acompaña, pero no le queda más remedio que seguir.
-¡Ahora!
Teresa no dispara pero sigue apuntando.
-¡Ahora, camarada!
Teresa sigue sin disparar. Pero el alemán ha escuchado la voz de Vladimir y los ha visto. Sin pensárselo coge el Gewerh 41 semiautomático dispuesto a usarlo. Vladimir coge su Tokarev SVT- 40.
-¡Vamos, cojones!
Teresa dispara y los sesos del alemán acompañan a los restos de edificios bombardeados en la calle. Su cuerpo también. Que ha caído para atrás como si lo hubiesen desconectado. Teresa está en trance. Paralizada. Además, el violento retroceso del rifle le ha hecho mucho daño. Es la primera vez que lo experimenta, y no le resulta agradable.
-¡Buen trabajo, camarada!
Teresa suelta su Mosin- Nagant que cae al suelo humeante.
-¡He… he matado a una persona!
-No. Has matado a un nazi.
-¡He matado a un persona!
Teresa se lo repite mientras las primeras lágrimas bajan por su cara como la lava de un volcán. Aún no se lo cree.
-He matado a un padre, a un hijo, a un hermano… ¡He matado a una persona!
Teresa se tapa la cara con sus manos. Se siente fea. Horrible. No se siente Teresa Larionova. O no por lo menos la
Teresa Larionova que se miraba en el espejo mientras se probaba el vestido nuevo que le compró su padre el año pasado y con el que se veía guapísima. Todo ha cambiado en ese mismo instante y Teresa lo sabe. Y llora.
-Bebe. Te sentará bien.
Teresa lo rechaza. Bastante tiene con las lágrimas que bordean sus labios.
-¿Cómo puedes disfrutar con esto?
-Tú también lo harás. Date tiempo.
Vladimir se enciende un cigarro.
-Vamos. Tenemos que irnos de aquí.
Teresa camina. Pero ahora no es Teresa Larionova. Ahora es solo una niña que llora. Sin consuelo.

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7

Autor:  Estela Hernández de Mingo

Título:  Loca

No recuerdo cuándo fue la primera vez que me lo llamaron. Quizá fuera mi madre, en alguna de las ocasiones en las que le hice ver mi escepticismo sobre nuestra religión, que ella profesaba con tanta devoción, pero yo nunca he terminado de comprender ni de acatar.
Loca, cuando mostré mi tristeza por dejar mi país, mi familia, para embarcarme hacia lo desconocido, hacia el encuentro de un esposo pactado por cuestiones de estado, quien ni siquiera fue a recibirme al puerto.
Loca, cuando, contra todo pronóstico, me enamoré de él, y continué amándolo a pesar de sus desplantes, de su temprano desinterés en mí, de su pérdida de respeto. De su desamor.
Loca, por desacatar, una vez más, a mi madre, a causa del deseo de estar cerca de mi esposo y de mis hijos, cuando lo que debí haber mostrado era el deseo de estar cerca de mis, recién nombrados, súbditos en Castilla y Aragón, a la muerte de mis hermanos mayores.
Loca, cuando, embarazada de mi pequeña, no me separé del cadáver de mi esposo, muerto en extrañas circunstancias, mientras le acompañaba al lugar de su descanso eterno, en mi tierra, nuestra tierra castellana, de la que ya por entonces éramos Reyes.
Loca, cuando quise ejercer mi reinado, enfrentándome a la oposición de mi propio padre, que terminó encerrándome en una torre, hasta su muerte, de la que no fui siquiera informada. Fue entonces cuando mi propio hijo pasó a ser mi carcelero, puesto que haberme liberado hubiera supuesto una traba en su ascenso al trono de lo que ya era España. Su amor por su futuro imperio resultó ser mayor que su amor por su madre. Quizá porque a mí me conocía incluso menos que a sus extensos territorios, en los que nunca se ponía el sol.
Loca, cuando los comuneros pusieron mi libertad, así como el trono de España, al alcance de mi mano, a cambio de mi apoyo a su causa, y recibieron mi rechazo. Como madre, no podía intrigar contra mi querido hijo, aunque él me mantuviera encerrada en condiciones deplorables.
Loca, cuando me desgarré por dentro el día en el que se llevaron a mi pequeña, mi única compañía en los largos años de encierro, para casarla con un rey que, con toda probabilidad, la haría tan infeliz como me hizo a mí mi matrimonio.
Loca, ahora, en mi lecho de muerte, oponiéndome a ser confesada por un señor con sotana que nunca antes se interesó por mí, por mi existencia, por mi bienestar, por mi salud… Por mi supuesta locura.
Loca, porque la muerte me parece una liberación, una salida a esta vida de calvario y de encierro. De amor nunca correspondido.
Loca por haber querido ser mujer, madre, esposa y reina.
Loca.
Me pregunto cómo me recordará la historia, si es que me recuerda.
¿Seré Juana I de Castilla y Aragón, la primera reina de España?
¿Seré Juana, la hija de los afamados Reyes Católicos?
¿Seré Juana, la madre del todopoderoso emperador Carlos?
¿Juana la Enamorada?
¿Juana la Traicionada?
¿Juana la Cautiva?
¿Juana la Triste?
¿Seré, acaso, Juana la Loca?

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8

Autor:  Alejandro Ruiz

Título:  Aroma de silencio

Un día serás tú, hijo mío, quien se asome a esta ventana como el nuevo rey. Dieciocho dinastías han presidido la fértil tierra de Kemet y estás llamado a continuar gobernando a su pueblo desde la ciudad de Akhetatón, en la que nos encontramos. Sus quince estelas delimitan una nueva capital consagrada a Atón, el creador supremo. Los reyes estamos llamados a mediar entre él y los hombres. Asirios, hititas y mitanni se disputan el control de los territorios cercanos en este momento pero Akhetatón será la más grande lejos de la adoración a los viejos dioses a los que he prohibido rendir culto. Aquí hemos sido bendecidos con la felicidad. Cubierto con la corona doble, un día atravesarás la vía real de norte a sur, entre los vítores y las plegarias de tus súbditos, portando el Heka y el Nejej; olerás las aguas del Nilo que fluye eterno por occidente rociado de perfumes y te sentarás en un trono hecho con papiros y lotos. Te adorarán. Te pondrán una barba postiza, unas sandalias, collares, cinturones, pendientes y cubrirán tu cuerpo con un sinfín de joyas. Y serás el nuevo rey de Kemet.

Atrás quedarán los templos en los que el clero de Amón controlaba las ofrendas del pueblo. Lejos quedarán ese control y ese poder que concentraron desde los tiempos de los ancestros. Serás el sumo sacerdote de Ra-harajti, como yo lo soy. Estos patios, estas hileras de altares cargados de ofrendas a Atón invocarán al Dios, presente y visible, bondad infinita, justicia, Maat. Y alzarás la voz repitiendo estas palabras:

«…Apareces henchido de belleza en el horizonte del cielo.

Disco viviente, que das comienzo a la vida,

al alzarte sobre el horizonte de Levante

llenas los países con tu perfección…»

Pero a pesar de todo lo logrado, pese al triunfo sobre toda oposición, es para mí muy difícil reír y gozar de las bondades con las que Atón nos ha bendecido. No queda tierra en el desierto que arrojarme a la cara para mitigar el dolor que la muerte de tu madre ha traído a mi existencia. Me siento incapaz (sí, hijo mío, yo, el rey Amenofis IV, Akhenatón, incapaz) de llevar el peso de los siglos de este pueblo. Es por eso que he ordenado a Ahmes que mañana mismo se instaure la corregencia de la Gran Esposa Real a la espera del día en que tú puedas continuar esta dinastía que corre por tu sangre de reyes. Pero ten cuidado. Mahu ha descubierto que una amenaza planea sobre nuestra estirpe. El sumo sacerdote y el clero de Amón, que tras el traslado a Akhetatón de la capital han perdido todo el poder que ostentaban, planean recuperarlo a cualquier precio. No han sido pocos los avisos de varios Rej-ijet. Pero ya no puedo confiar en ninguno de esos adivinos; sus consejos pueden venir de parte de los mismos sacerdotes. Sólo confío en Maat: verdad, justicia y armonía cósmica.

Pequeño Tutankhatón, sólo tienes once años. Muchos años aguardan antes de que me den sepultura, antes de que tengas que luchar contra tantas dificultades, antes de que te presentes ante esta ventana como el único rey de Kemet. Atón nos guarde y nos provea. Larga vida a esta dinastía. Larga vida a Akhenatón.

Pero volvamos. Siento frío. El Nilo trae hoy un aroma de silencio.

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9

Autor:  Belén Conde

Título:  Hereje

12 de abril de 1633

Me dicen que me siente, y que me calle. Que silencie una verdad que me quema en los labios, y que amenaza con desbordarse en mi pecho. No soporto la injusticia, ni tampoco la soberbia humana. Podrán arrojarme a las llamas como hicieron con Giordano, pero la verdad se abrirá camino, igual que lo hace un río cargado de agua.

El cardenal Belarmino me acusa de hereje. Según él, en nombre del antiguo papa. Con Urbano VIII esto no habría ocurrido. Se niegan a aceptar la realidad; ¿de qué tienen miedo? ¿Acaso creen que Dios perderá magnificencia si admiten la certeza, o quizás los que queden malheridos sean sus egos?

Aunque les pese, lo que dijo Kepler es cierto, palabra por palabra: las mismas leyes rigen en todo el Universo. Lo que dijo Copérnico también, aunque inexacto. Piden pruebas, y yo se las ofrecí. Se negaron a leer mis Diálogos, y los jesuitas rechazaron utilizar mi anteojo de nueve aumentos, aunque les mostrase las lunas de Júpiter y las fases de Venus. Ya se sabe que no hay peor ciego que el que no quiere ver.

22 de junio de 1633

Me dicen que no sea necio. Que salve la vida, para seguir demostrando que están equivocados. Quizás ahora no lo aprecien, pero llegarán otros que sí, y es mi deber dejar constancia. Tengo 70 años y voy a ir a la cárcel de todas formas. Me hierve la sangre ante la idea de retractarme de mis palabras. No por orgullo, sino por aquellos que estaban empezando a creer. No somos el centro del Universo, mal que le pese al hombre. Dios no tiene nada que ver con esto. Dios, de hecho, permanece en silencio, permitiendo que sigamos adelante con este sinsentido. Todo son invenciones humanas…

«Yo, Galileo Galilei, acepto no volver a defender ni enseñar de ninguna manera, ni oralmente ni por escrito, lo que pregoné con falsas creencias, las cuales sostenían que el Sol está en el centro del Universo, inamovible, y que la Tierra no está en el centro, y se encuentra en movimiento. Juro que en el futuro ni diré ni afirmaré cosas tales que puedan atraer sobre mí sospechas semejantes, y denunciaré a cualquier hereje o sospechoso de serlo.»

Ya está hecho. Mi cuerpo, salvado. Mi conciencia, desgarrada.

Pero no podrán detener la llegada del amanecer, porque, a pesar de todo, se mueve…

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10

Autor:  Txomin Requeta

Título:  Mayrit, 1083

Eran bestias sin mesura, ya desde mi infancia lo sabía. Cada piedra de la muralla de veinticinco codos de altura merecía ser reducida a polvo, aunque parecía que nos esperaba, insinuándose, tras el río que la delimitaba, deseosa y paciente, casi retándonos. Viejos recuerdos me asaltaron de cuando intentamos tomar la fortaleza por vez primera. Ruy Díaz de Vivar, ese traidor, mucho antes de sus campañas levantinas, cabalgó junto al rey aquel día, eso nos dijeron. Supongo que la noticia tenía la intención de infundir el valor de que entonces carecíamos. Pero la batalla se prolongó lo que parecieron días, y no vi al caballero cuando buenos cristianos regresaban a la tierra a cada flanco. Nos repelieron con la facilidad con que dejaron que nos acercásemos. Entonces pensé, por primera vez, que quizás ellos no eran tan distintos a nosotros, que quizás también tenían algo que defender, una razón por la que luchar.

Mas allí estábamos de nuevo, doce años después, convencidos de nuestro ánimo y avance incansables. Ahora los que huían eran ellos.

Atacamos después del ocaso: el asedio era algo impensable debido a la proximidad con nuestros enemigos del sur y el noreste; la batalla, innecesaria.

A unos pocos nos dieron orden de dirigirnos al arrabal. Fue todo tan rápido. La secuencia era siempre la misma: una estocada entre las costillas o un tajo en el cuello, dependiendo de la posición en que durmiesen; un grito sordo y unos ojos desorbitados que decían todo lo que la boca no podía, y los niños —éstos siempre los últimos, tenía que ser así—. Los perros fueron los que me infundieron más compasión. Recuerdo ver uno entre dos callejuelas, famélico el pobre. Destrozaba una babucha de tela, sujetándola con las dos patas delanteras mientras me miraba con recelo. Permanecí un buen rato contemplando la escena hasta que sentí una mano cerrándose fuertemente alrededor de mi cuello.

—Los perros ladran.

Poco puedo decir sobre la aljama. El hedor a sangre y a silencio incrementaban al tiempo que irrumpía en una nueva choza. Pero lo de la Al-Mudayna era algo distinto…

Al acabar me dirigí hacia las murallas. Un camino de gravilla ascendía hasta las puertas, ya abiertas. La difícil composición de tejados se insinuaba por encima de la piedra, dos o tres minaretes destacaban entre ellos y, más arriba, en la cima del altozano, se levantaba el Alcázar, dominante y espectador privilegiado de nuestro ataque. Parecía flotar en medio de la bruma de la noche.

Terrible escabechina tuvo lugar intramuros. Las calles eran un lodazal de tierra, sangre y vino. Turbantes y túnicas desperdigadas por el suelo. Un correr constante de soldados de allá para acá. Mujeres de tez morena ya sin honor. Hombres desnudos, de rodillas, apaleados por las esquinas. Fuego y polvo. Nada tenía que ver con el reposado descanso eterno de las morerías exteriores. Por mi lado pasaron varios compañeros con lo que horas antes había compartido rancho, y me miraban sin ver, perdido el juicio por la euforia, por la sed de venganza. Nada les reprocho: también nosotros habíamos sufrido.

Sé que muchos de los paganos se salvaron, perdonados por la misericordia del dios del que habían renegado toda su vida. Ahora lo acatarían, nos ocupamos de ello. Pude hablar con algún judío; aunque hablar sería decir demasiado: trataban más bien de hacerse entender con señas y gestos nerviosos, pues su lengua estaba compuesta de un indefinido número de otras muchas, y su acento era abierto y cortante. Al final me harté. Di con uno en el suelo hasta que, aterrorizados por los golpes que le propinaba, los otros se disiparon entre las calles.

Asaltamos viviendas y comercios, mezquitas y sinagogas. Recobramos objetos robados años atrás; muchos años atrás, no sabría decir cuántos. Vi orinar sobre los presos y sus edificios paganos, y no sentí pena, no la mostré al menos.

Las primeras luces se postergaron en un cielo de ceniza y polvo que no acababa por disiparse, pero finalmente salió el sol. La fortaleza amanecía ya con un nombre nuevo, más claro y preciso al entender común.  Habíamos tomado en unas horas la barrera que nos separaba de un reino entero. Los que no estuvieron cuentan que el rey consiguió, sin saberlo, la Marca Media aquella noche. Pero no apareció hasta altas horas de la mañana. Entraba a caballo por la Puerta de la Vega. No se insinuó en su rostro atisbo de sonrisa. Rebajarse a la euforia de su gente era algo impensable ahí, desde toda su envergadura. Remontó, lentamente, la colina de la villa, y a mitad de camino se dio la vuelta. Tras de sí quedaba Castilla, tras de sí quedaba el Alcázar, circundado por el río, erigido para vigilar en todas direcciones —función que jamás cumplió enteramente—; delante de él, sólo tierra mora que conquistar.

Habíamos sido su espada y su brazo, sus ganzúas, su agilidad y su fiereza: más digna nuestra labor de gatos que de humanos. Mas su semblante se mostraba serio, imperturbable, clavado en algún punto de la tierra que se extendía frente a sus ojos.

—Mira al sur. Quiere la ciudad del Tajo.

Y yo también lo creí durante años. Confundí su expresión con la de la avaricia. El rey, nuestro rey, acusado de traición y fratricidio, héroe de innumerables batallas no luchadas, amado por su pueblo y temido por los otros en que su ambición no se había fijado aún. Pero hoy sé que no miraba a Toledo, ni siquiera a Córdoba, ni a Tarifa. Su vista llegaba más allá del mar y se clavaba en una sombra que viajaba por el desierto con el Corán en una mano y un ejército a su espalda. Y sé que en ese mismo instante, Yúsuf Ibn Tashfín, emir de los almorávides, levantó la cabeza hacia el norte; no a Marrakech, ni tampoco a Sevilla, sino a una villa que amanecía cristiana, y a un rey castellano que profanaba el camino al Alcázar. Y ambos se miraron.

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