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Selección de relatos del concurso de cuentos de Navidad (y II)

Cuentos de Navidad en Zenda

Cerca de mil trescientos #cuentosdeNavidad participan en nuestro concurso de relatos navideños, patrocinado por Iberdrola y dotado con 3.000 euros en premios. Este lunes, 16 de enero de 2017, anunciaremos los nombres del ganador y del finalista. Y ahora presentamos una selección con los veinte relatos que optan a los premios.

Para participar había que escribir un relato en internet en lengua española que incluya la palabra NAVIDAD. El relato debía ser publicado en internet mediante una entrada en un blog, una anotación en Facebook o un tuit en Twitter.

El jurado, formado por los escritores Lorenzo Silva, Juan Gómez-Jurado, Lara Siscar, Paula Izquierdo y Óscar Esquivias, y la agente literaria Palmira Márquez, seleccionará un ganador y un finalista. El jurado valora la calidad literaria y la originalidad de la historia. Aquí puedes consultar las bases del concurso.

El orden en el que aparece este selección es aleatorio. Bajo estas líneas reproducimos los diez últimos de los veinte #cuentosdeNavidad seleccionados.

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El cartones

Por Ignacio Hernández-Ranera

“El cartones” yacía tumbado boca arriba con los ojos bien abiertos y los dientes apretados de puro dolor. Necrosis isquémica. Definición técnica del infarto. En el caso de “El cartones”, un par de ellos. Doble infarto de miocardio el día de Navidad. Imposible sobrevivir a eso, ni siquiera para un profesional de la supervivencia como “El cartones”.

El primer vehículo policial llegó a los dos minutos de recibirse el primer aviso. Extraño. Cruzar el poblado y llegar hasta la chabola de “El cartones” requería pericia al volante y cierto conocimiento de los caminos que lo horadaban. Rodolfo dejó a su compañero en el vehículo policial mientras entraba a echar un primer vistazo. La chabola no dejaba de ser eso, una construcción provisional e impersonal construida a base de necesidad y esfuerzo. Sin embargo, en el caso de la casa de “El cartones”, la decoración interior aproximaba a la chabola a algo parecido a un hogar. Lo primero que vio Rodolfo no fue el cuerpo sin vida del propietario. Centró su atención un niño de unos ocho o nueve años sentado sobre sus propios talones y con las manos extendidas sobre los muslos. Oscilaba hacia delante y hacia atrás. La mirada arrasada. La cara congestionada y deshecha. No era exactamente tristeza. El gesto era de frustración, incomodidad, rabia…

–­Hola chaval. ¿Estás bien? – Probó Rodolfo.

Sentxo era el único hijo de “El cartones”. Su madre murió en un parto innecesariamente cruel para cualquier ser humano, probablemente aceptable y lógico para quienes malviven en un poblado rodeado de escasez de todo. Perdió la vida a borbotones.

“El cartones” entendió desde el principio que estarían solos ante todo lo que viniese. Y venía toda una vida. Sin colegio, “El cartones” tuteló, educó, quiso y formó a Sentxo sin ayuda. Lo quiso a morir, y murió.

Recogían cartones de lunes a sábado. El domingo se lo reservaban para ellos. Se vestían con lo más decente que guardaban para ese día de la semana y juntos recorrían la ciudad en un autobús turístico de dos pisos color rojo. A Sentxo no le hacía falta mucho más. Cada siete días tomaban el autobús y recorrían la ciudad como si nunca lo hubiesen hecho. Cada domingo se sentaban en un asiento diferente. Alternaban el lado del autobús para que las imágenes del domingo anterior se perdiesen en la memoria y todo fuera nuevo. Una semana en la parte de arriba y a la semana siguiente en la de abajo. Sentxo se dejaba asombrar por todo lo que nunca tendría mientras no evitaba memorizar la situación de los mejores contenedores de cartones que durante el resto de la semana vaciarían, siempre de madrugada.

 ¿Estás bien? – Rodolfo insistió con tacto profesional.

–No le responderá – No vio llegar a la persona que portaba esa voz rota de alcohol y tabaco. El tío de Sentxo, “Chatarro”, salía de lo que parecía ser una pequeña e improvisaba cocina con las manos enfundadas en los bolsillos –. No le hablará, ni a usted ni a nadie. Cree que les fallará.

 ¿A quiénes? – Rodolfo mostró curiosidad.

–A los niños. Es Navidad -. Aclaró “Chatarro”.

Al cumplir tres años, “El cartones” entendió que era un buen momento para explicarle qué era eso de la Navidad, Papá Noel y demás particularidades del año reservadas sólo a los que no vivían donde él vivía y con quien él vivía. “El cartones” le dijo a Sentxo que ellos no podían tener Papá Noel porque ellos trabajaban para Papá Noel. Una labor ingente. Imposible de acometer por un solo hombre por muy veloces que fuesen sus Rudolf, Donner y demás renos. Para Sentxo hacía exactamente tres años, (el año del fallecimiento de su madre), que el mismísimo Papá Noel les había reclutado para la causa. “¿Cómo crees que pagamos esta gran casa hijo?” acompañaba sus palabras con ademanes que daban lustre a la chabola y a la vida del pequeño.

Al año siguiente Sentxo empezó a preguntar por los detalles del trabajo de Papá Noel. “Recogemos los cartones de los juguetes que Papá Noel regala al resto de niños; esos cartones se los vendemos a Papá Noel, él nos paga y sus duendes los reciclan para que al año siguiente todos los niños puedan tener más regalos, por eso tenemos tanto trabajo el día de Navidad”. A un Sentxo paralizado se le amontonaban las preguntas: “¿Y hay otros como nosotros papá?”. “Claro hijo, pero no podemos reconocernos, es la única norma que hay: No hablar nunca de esto con nadie”.

Desde entonces Sentxo esperaba el día de Navidad como cualquier otro niño, pero por otras razones, con otro tipo de ganas, con una ilusión diferente.

–¿Quién se lo va a decir? – Preguntó de repente Sentxo interrumpiendo la explicación que “Chatarro” ofrecía a Rodolfo.

–¿A qué te refieres chico? – Respondió el policía.

 Le hemos fallado. Hemos fallado a Papá Noel. ¿Quién se lo va a decir?

Rodolfo y “Chatarro” se miraron. Cómplices. Sin más explicación que la mirada.

–No te preocupes Sentxo. Me manda Papá Noel. – Se arrancó Rodolfo.

Sentxo paró de inmediato y levantó la cara en dirección al policía, luego a su tío “Chatarro” buscando su aceptación y tras encontrarla, nuevamente a Rodolfo.

–¿Le envía él? ¿Cómo lo ha sabido? – Sentxo quiso probarle.

 Porque él lo sabe todo. Somos la guardia personal de Papá Noel. Nos ha enviado con un coche que lleva sirenas y luces, como los de la policía, para que podamos ir más rápido y no perder tiempo. Quiere que te ayudemos a recoger los cartones de hoy.

 ¿Podremos recogerlos todos? – Se interesó Sentxo.

 Bueno, intentaremos hacerlo lo mejor posible, pero nunca tan bien como lo hacíais tu padre y tú.

“Chatarro” salió de la chabola a despedir a Sentxo. Quiso llorar de pena, pero una sonrisa nacida de la comisura de sus labios eliminó todo rastro de tristeza mientras contemplaba dos luces azules sobrevolando el poblado en dirección a la ciudad.

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***

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La guerra de los regalos

Por Jaime Castilla Llorente

6 de enero de 2217, trigésimo tercer año de la Guerra de los Regalos.

Ciudad de Lyon, Francia, Cuartel General del Frente Europeo.

A su Triple Alteza Oriental y General en Jefe de las fuerzas realistas:

Mi señor Melchor, las fuerzas de Santa Claus ya han establecido una cabeza de puente en Europa continental, Dinamarca ha caído. Os escribo estas letras antes de partir para el norte de Alemania y frenar el avance de los santinos hacia occidente. Llevo conmigo cinco legiones de guerreros beduinos, aunque este frío está causando estragos y andamos escasos de suministros y munición. Se nos han unido fuerzas francesas y españolas y en Alemania espero encontrarme con al menos otras dos legiones de guerreros alemanes. Me preocupa Holanda donde Sinter Klaas, a pesar de su aparente neutralidad, está acumulando luchadores negros en una cantidad cada vez mayor.

Desde Dinamarca los santinos han avanzado mucho en dirección sureste. Nuestros ejércitos destacados en los Balcanes corren hacia Ucrania. Creemos que su intención es tomar Odessa y establecer un puerto en el Mar Negro que les permita acceder al Mediterráneo a través de los estrechos turcos.

Los comanda Alabastro al frente de varios regimientos de elfos y al menos una escuadra de trineos voladores. Si llegan a establecerse en el puerto, se acercarán peligrosamente a Tierra Santa y a nuestra base de Belén.

En la península Ibérica la situación es estable y el norte está protegido por el Olentzero y sus luchadores montañeses.

Es todo lo que puedo contaros por el momento.

Abu, Paje Comandante de las Fuerzas de Europa.

-Maldito gordo hereje-. Ponme inmediatamente con Baltasar. Melchor estrujaba el parte de su más fiel paje entre sus viejas manos.

-Sí mi señor-. Abdel, mayordomo real, hizo señas a los sirvientes para que organizaran la llamada.

-¿Cómo hemos llegado a esto Abdel? Definitivamente Santa Claus ha perdido la cabeza. Si Gaspar siguiera con nosotros…

-Mi señor, sus tropas siguen adelante con sus planes y aguantan en Norteamérica.

-Canadá ya está en manos del enemigo y además es el Grinch quien las comanda, ese despiadado malnacido. Sólo espero que el Paje Comandante Lahmar aguante.
Habían pasado más de tres décadas desde que una tormenta de nieve y fuego bajara del norte del planeta y llevara a todo el hemisferio a una guerra sin cuartel. Santa Claus había decidido que ya era hora de que fuera él el único capaz de llevar regalos a los niños de todo el mundo y se había autoproclamado Supremo Regalador de la Navidad. Los países de su tradición le apoyaron desde el principio. Suecia, Noruega, Finlandia, Gran Bretaña, Canadá y parte de Estados Unidos. La guerra todavía no había llegado a Asia pero afortunadamente la población árabe y mediterránea había apoyado sin dudar a sus Tres Majestades. Al principio la guerra parecía del lado de los realistas pero una terrible ola polar, se hablaba ya de una nueva glaciación, estaba causando estragos en las mal acostumbradas tropas orientales. En Estados Unidos el rey Gaspar había aguantado el embate del Grinch y sus despiadadas tropas elfas y esquimales pero cayó en una emboscada en los Grandes Lagos y fue torturado y decapitado. Sus tropas, sin embargo, aguantaban firmes y seguían portando orgullosas el emblema de la Blanca Corona del caído monarca. A su frente estaba su fiel Paje Comandante, Lahmar.

Al sur del continente la situación estaba tranquila pero países como Belice, las Guayanas o Jamaica bloqueaban cargamentos de suministros hacia el norte, aludiendo que eran neutrales, y sus corsarios abordaban los barcos que cruzaban sus aguas, lo cual en los dos primeros no afectaba demasiado pero sí en esa isla que había que rodear.

Rusia y casi toda Asia aguardaban los resultados y no se posicionaban. Australia era santina pero no importaba, quedaba lejos de las bases de los realistas y tampoco Santa Claus parecía interesado. Quería hacerse con el hemisferio occidental donde habitaban los niños más ricos quienes mantenían funcionando sus gigantescas factorías del Polo Norte. Mientras tanto, el viejo rey Melchor coordinaba descorazonado a todas sus tropas desde su cuartel general de Belén. África tampoco se posicionaba aunque estaba sacando provecho y cobraba precio de oro las materias primas que necesitaban los realistas. Millones de muertos y medio planeta en ruinas eran los regalos de esa guerra.

Mientras tanto, Dios seguía sin aparecer.

-Mi señor, Baltasar espera.

-Hermano Baltasar, me alegra oírte, aunque no te he llamado para darte buenas noticias.

-Hermano Melchor, alteza, también me alegro de oír tu voz.

-Necesito que salgas inmediatamente de Damasco y lleves a todas las tropas disponibles a Estambul.

-¿Queréis que desproteja nuestra frontera norte? La voz del Rey de Ébano sonaba incrédula.

-Sí, Alabastro avanza hacia Ucrania y querrá tomar los estrechos del Bósforo y los Dardanelos, no lo podemos permitir.

-Así lo haré mi rey.

-Otra cosa ¿qué sabes de los luchadores negros de Sinter Klaas?

-Son esclavos, mi rey. Luchan por dinero y por temor a su jefe.

-Trata de infiltrar a alguno de tus hombres y que viaje a Holanda lo antes posible. No me fío de esa copia calvinista de Santa.

-Así se hará-. Hubo un momento de silencio. -Venceremos mi rey, ya lo verás.

-Eso espero, ten cuidado hermano, ya somos sólo dos, no quiero ser el último.

Tras la llamada, Melchor se puso a recordar. Hacía tan solo unos pocos años estarían volviendo los tres a casa montados en sus camellos, como habían hecho durante milenios, tras llevar felicidad a todos los niños del planeta, sin distinciones, como era su deber. Cómo habían hecho desde que una extraña estrella los guiase hacia un pesebre en esa pequeña aldea que ahora era su casa.

En ese momento entró un sirviente corriendo en la Sala de las Tres Coronas.

-¡Mi rey! ¡Una estrella sobre el cielo! ¡Un cometa se acerca en nuestra dirección!

Melchor suspiró.

Por fin, el Rey de Reyes volvía a casa.

***

13



¿Dónde sentaremos al abuelo?

Por Y.S.F.

Nadie se esperaba que viniera. Llegó poco después de los tíos de Galicia. Ya estábamos todos a la mesa.

El viejo mantel rojo, verde y blanco estampado a base de renos y acebo delataba que era la víspera de Navidad. La cena estaba a punto de comenzar, idéntica a la de todos los años; bueno, no, miento: como la de todos los años no, porque aquel año no contábamos con el abuelo. Pero él apareció.

Fui la primera en escuchar sus pasitos por el pasillo, acercándose poco a poco. Cortos y lentos pero imparables. Y el repiqueteo de su bastón contra el suelo. El resto de la familia fingió que no pasaba nada, pero todos podíamos escucharlo. Y por fin asomó por la puerta su cabeza, cubierta con la omnipresente boina negra y luciendo unos ojillos pícaros que revestían alegría y emoción contenidas al saberse anfitrión de la única cena del año que reunía a toda la familia. La casa entera estaba engalanada a base de bolitas de colores, espumillones y nuestras torpes manualidades escolares, que al abuelo, sólo al abuelo, le encantaban. Pero él no debía estar allí, y sin embargo, entró como si nada. Llevaba su viejo abrigo marrón y la bufanda de cuadros escoceses completamente calados. Fuera llovía, y el abuelo nunca usó paraguas.

Le observamos angustiados mientras se acercaba a la mesa. Nadie le dijo nada. No nos levantamos a recibirle. Y él tenía cara de no comprender nada. «¿Pero dónde me siento?», preguntó con ingenuidad porque mi padre ocupaba el que había sido su sitio Navidad tras Navidad, y no parecía dispuesto a cedérselo. La abuela volvió la cabeza. No quería ni mirarle. Y los demás no se atrevían a explicarle lo que sucedía. Al final, como siempre, fui yo quien tuvo que salvar la situación. Me levanté y besé al abuelo en la mejilla. Estaba helado, como la última vez que le había besado. Y mal afeitado. Me raspó ligeramente los labios. «Abuelo», le dije, «tienes que irte». Él no comprendía: «¿Por qué, hija? Pero si es Nochebuena, pero si ésta es mi casa y vosotros sois mi familia». «Que tienes que irte, abuelo», le insistí con un nudo en la garganta porque me hubiera gustado que se quedara con nosotros, y ofrecerle anchoillas en aceite, jamón serrano y ensaladilla rusa, que era lo que más le gustaba, y después de los turrones, hacer pareja con él a la brisca. Pero aquello era imposible. «Abuelo, que no puedes, que tú ya no estás aquí», tuve que decirle. Y el pobre abuelo bajó la cabeza, caviló unos cuantos segundos y por fin entendió. No le quedó más remedio que darse la vuelta con gesto abatido y comenzar a desaparecer, pasito a pasito, con la ayuda de su bastón y en completo silencio. Todos le mirábamos como estatuas de sal. Pero de pronto, la abuela no pudo reprimir el llanto, y quiso salir tras él con un paraguas. «¡Un paraguas, coge un paraguas! ¡De lo contrario pillarás un buen resfriado!», exclamó. Tuve que detenerla y abrazarla fuertemente contra mí. Mis primos y los demás mayores hicieron como si nada. Logré que la abuela volviera a su sitio y me guardé para mí, bien adentro, mis preguntas: dime, abuelito, ¿hace mucho frío por allí? ¿Te sientes solo o has conocido a alguien? ¿Te acuerdas de nosotros a menudo? Pero hay preguntas que es mejor no formular.

Me senté a la mesa. Había que seguir con la cena y olvidar aquel incidente.

Era Nochebuena, y al día siguiente, Navidad.

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Palabras presas

Por 

Francesc Tortosa Fuerte

La mordaza le apretó más cuando vio la puerta que le conduciría al exterior. Recordó cómo le habían obligado a ponérsela nada más ser encerrado, acumulando infinitos pensamientos tras sus dientes y quemándole más a cada minuto que pasaba.

Una leve brisa llegó desde la puerta y avivó el olor a tabaco que desprendía su ropa. Pronto estaría fuera para quitarse ese humillante bozal. Le entró un leve escalofrío, sintió que iba a explotar.

Llegó al exterior, la mordaza desapareció y el frío de nochebuena le despertó.

–Gracias por no meterte cuando hablaban de política.–Dijo su mujer dándole un beso–. Ahora solo te queda aguantar la comida de navidad.

Las piernas le temblaron.

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Regalo

Por Felipe Quiroga

—Feliz Navidad —le dijo él, sonriente, y le entregó el obsequio. La caja estaba envuelta con un colorido papel y adornada con un gran moño dorado.

—Muchas gracias —contestó ella al recibir el regalo con desconfianza. Acercó el paquete a uno de sus oídos y lo sacudió para tratar de adivinar cuál era el contenido—. ¿Es lo que creo que es?

—Sí y no —dijo Erwin Schrödinger.

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La segunda reunión del año

Por Adelaida Holgado

El elfo carraspeó y dio varias palmadas en la mesa, para acallar las voces.

– Bueno, vamos a empezar. Se declara abierta la segunda reunión anual, a uno de diciembre de dos mil dieciséis. ¿Alguna pregunta antes de comenzar?

Alzó la mirada por encima de sus gafitas de media luna, y ante el silencio reinante, asintió.

– Pues vamos con el primer y único punto del día: Reparto y organización de la Navidad. El señor Noel quería presentar una nueva propuesta, así que le cedo la palabra.

El señor Noel, un hombre mayor de cara afable y enormes dimensiones corporales, se levantó con trabajo de la silla y después de toser un par de veces, empezó a hablar.

– Bien, para este año propongo un reparto equitativo del veinticinco por ciento para mí, y un setenta y cinco por ciento de niños para los Reyes Magos, ya qué..

No pudo terminar la frase antes de que otros tres hombres alzaran la voz para quejarse.

– ¡Eso es imposible!

– ¡¿Pero qué estás diciendo, loco?!

– Ya discutimos esto el año pasado y no tiene sent…

– ¡Orden! ¡ORDEN! – el elfo volvió a golpear la mesa para silenciarlos. – Dejad que termine de hablar, y ahora se discutirán las contrapropuestas.

El señor Noel miró agradecido al elfo y prosiguió su discurso.

– Ya que vosotros sois tres, y yo solo soy uno. Además, tengo problemas de salud, en el anexo II podéis ver el informe médico en el que se indica que mi reuma me impide realizar esfuerzos prolongados. Solo estoy exponiendo que sería justo acortar mi jornada laboral de Nochebuena y que vosotros… que vuelvo a recalcar que sois TRES, os encarguéis de una parte equitativa.

Cuando terminó, volvió a sentarse y miró desafiante a los demás. Uno de los asistentes, un señor alto con abundante barba castaña, se levantó.

– A ver, entiendo lo que dices, Nicolás… Pero seamos justos, tú vas en trineo cómodamente y nosotros vamos en camello. Que parecen cómodos pero ya te digo yo que no lo son. ¡Yo tampoco estoy hecho un chaval y no iría llorando al médico ni aunque tuviera almorranas! Además, díselo a los críos. Es cuestión de demanda… Más de la mitad quieren sus regalos al principio de las fiestas. Así que nuestra propuesta es que nos los repartamos “fifty-fifty”, como el año pasado.

Sus compañeros aplaudieron para apoyar la propuesta, mientras el señor Noel rezongaba algo sobre que él no le lloraba a ningún médico.

– Esto… yo querría proponer algo – los cuatro pusieron los ojos en blanco cuando por fin se pronunció el quinto hombre de la reunión. El susodicho tenía más pinta de demonio que de hombre, con su abundante melena negra y unos cuernos retorcidos que le salían de ambos lados de la frente.

– ¿Sí, señor Krampus? – el elfo, ajeno a las miradas de reproche de los asistentes, le invitó a hablar con un gesto de mano.

– Veréis… Ya sé que todos los años rechazáis mi propuesta, pero yo podría encargarme de los niños malos y tendríais menos trabajo.

– Ya hemos hablado de esto Krampus, no seas cabezota – suspiró uno de los Reyes Magos.

– ¡Pero es que no me echáis cuenta! ¡Los he estado observando todo el año y cada vez son más crueles!

– Los niños siempre han tenido un puntito de maldad, pero…

– ¡Un puntito! Antes, los padres los mantenían a raya pero ahora chillan, dan patadas, rompen los juguetes el mismo día que se los dais… ¡No se merecen regalos! ¡Se merecen que los cuelgue boca-abajo por los tobillos! ¡Que les dé unos cuantos azotes! ¡Que los estrangule cuando duerm…! N…no, esto… Olvidad eso último, no es lo que quería decir…

Pero ya era tarde. Los Reyes Magos se santiguaron y Papá Noel negó en silencio. Años antes se habían puesto de acuerdo para proponer una moción de censura a Krampus por sus métodos poco ortodoxos, y la cláusula para volver a dejarlo participar en la Navidad era que controlara sus instintos asesinos. Otro año más, el demonio se desplomó en la silla, derrotado. No… ese tampoco iba a ser el año que lo dejaran trabajar.

– Bueno, eh… – el elfo miró a los presentes – Propongo que este año, debido a los problemas de salud del señor Noel, él se quede con el cuarenta por ciento de los niños y los Reyes Magos con el sesenta, es decir, un veinte por ciento por cada Rey. Y todos contentos. ¿A favor?

Se alzaron cuatro manos enguantadas.

– ¿En contra?

Una mano, con las uñas largas y negras se alzó solitaria.

– Decidido pues. Nos volveremos a reunir en la primera sesión anual de dos mil diecisiete para hacer balance de las fiestas. Buenas noches, y Feliz Navidad.

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Hogar dulce hogar

Por Raúl Clavero Blázquez

Que papá no vuelva a entrar en mi cuarto por las noches. Un latigazo de letras infantiles pero seguras, escrito entre la ciudad espacial de Playmobil y el autobús de la Patrulla Canina. Por suerte, cada Navidad soy yo quien acompaña a los niños hasta el buzón de los Reyes Magos. Antes de entregársela al empleado de Correos, eché un rápido vistazo a la carta sin que mis hijos se dieran cuenta, y he podido evitar el desastre. En cualquier caso creo que debo ser más cuidadoso a partir de ahora. Lucas se ha hecho demasiado mayor y quizá haya llegado ya el momento de empezar a centrarme en Mauro, al fin y al cabo el pequeño tardará todavía un par de años más en aprender a escribir.

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Las sobras

Por Sarah Manzano

Allí estaba yo, camino a casa, con dos tuppers hasta arriba de croquetas en una mano mientras en la otra llevaba una bolsa a rebosar de la comida que mi madre me había endosado tras la cena de Nochebuena.

-No me gustan las croquetas- le había dicho a mi madre, como si después de treinta y nueve años eso fuera una novedad. Por supuesto, no me hizo ni caso y siguió embutiendo cordero y patatas asadas en otro tupper. Yo seguí quejándome.-¿Por qué me has puesto la tortilla sin cebolla? A mí me gusta la otra.

-La tortilla con cebolla se la queda tu hermano, que bastante tiene con lo suyo.- respondió mi madre sin mirarme.

“Lo suyo” era que de nuevo estaba en paro y su mujer lo había dejado colgado con sus dos hijas y se había largado. Nunca intimé mucho con mi cuñada pero conociendo a mi hermano y a sus dos hijas (nueve y doce años, dos volcanes de hormonas a punto de explotar a la más mínima) tampoco me extrañaba demasiado. Era nuestra primera Navidad sin ella y aunque las niñas parecían más ocupadas grabando vídeos con sus móviles mi hermano no había parado de gimotear en toda la noche. Sí, mejor que se quedara él con la tortilla con cebolla. Y ya de paso, con las croquetas también, que a ver qué iba a hacer yo con ellas.

Supongo que cada familia tendrá su manera de pasar la Navidad. Nosotros, en cualquier caso, teníamos la nuestra, que consistía en cenar como si no hubiera un mañana y después ver Los Inmortales (sí, todas) mientras mi madre se iba a deshacerse de toda la comida posible, apareciendo por el salón en los momentos estratégicos en los que salía Sean Connery en pantalla. Podría ser casualidad, no digo que no, pero yo lo llamo amor. Mientras veíamos las películas y desde que fuimos mayores de edad mi padre insistía en que nos teníamos que terminar una botella de anís comprada para la ocasión.

Y así iba yo, cargada con todo lo que mi madre no quería en su casa, y entre el anís y que me esperaban unos días de vacaciones que no iba a compartir con nadie empecé a deprimirme, porque no hay nada más navideño que una buena depresión aliñada con alcohol. Cargada con las sobras de una cena que ni Christopher Lambert había podido arreglar, unas sobras que en ese momento de ceguera etílica me parecían una metáfora bastante cruel de todo lo que había sido mi vida hasta el momento.

Estaba a punto de echarme a llorar, sobre todo porque acababa de llegar al portal de mi casa y no sabía cómo sacar las llaves con todo lo que llevaba encima, pero entonces llegó uno de mis vecinos. No lo conocía personalmente, sólo de verlo en las reuniones de la comunidad, pero era lo suficientemente guapo como para interesarme por su vida cual portera. Divorciado, médico, con un perro y una cara al borde de las lágrimas que no tenía nada que envidiarle a la mía.

— ¿Una noche dura?- le dije mientras me apartaba para que pudiera atinar con la llave.

—La peor del año- me dijo mientras me hacía una pequeña reverencia para dejarme pasar al portal—una noche que se sólo se arregla con más alcohol…

—Y Los Inmortales- dijimos a la vez y fue como si se hubiera prendido una luz. Bueno, en realidad le había dado a la luz, porque el temporizador nos había dejado a oscuras en mitad del rellano. Nos miramos y nos sonreímos, un poco azorados, un poco borrachos y un poco expectantes.

Le hice una pregunta y antes de que contestara ya sabía que había encontrado al amor de mi vida

—Esto… ¿te gustan las croquetas?

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19



Tengamos la fiesta en paz

Por Alberto Palacios Santos

Martínez trató de ocultarla, pero todos nos dimos cuenta.

Martínez es el responsable de gestionar los contratos con las compañías externas, y la mañana de Nochebuena una empresa de servicios de limpieza le había entregado una cesta enorme, repleta de turrones, polvorones, botellas de vino tinto y vino blanco, cava catalán, espárragos navarros, frutas de Aragón y embutido de Salamanca. Por haber, había hasta una botella de coñac nacional que había visto Purita, la secretaria de dirección.

El capullo de Martínez no dijo nada, el muy imbécil creyó que no nos habíamos dado cuenta. Según él todos somos una panda de descerebrados que solo sabemos contar los días que quedan hasta el próximo puente, que lo único que nos importa es comer y beber, pues eso.
Rosario, la de personal, que va de limpia y conciliadora, y que todas las navidades coloca un arbolito de plástico sobre su ordenador, trató de hablar con él, de insinuarle que lo sabíamos, de invitarle a compartir aquel botín, pero Martínez es un capullo, creo que ya lo he dicho, y se hizo el tonto “¿Compartir? ¿y qué voy yo a compartir? ¡Cómo no comparta deudas!”

Ramón, que lleva las ventas al extranjero y que, a pesar de hablar tres idiomas, es el más burro de la oficina, quiso quitársela por la fuerza, pero Antonio Fuentes que es el jefe de nuestra sección y su frase favorita es “No quiero líos” se lo prohibió, incluso le amenazó con abrirle un expediente si había jaleo. “Tengamos la fiesta en paz”.

En paz la iba a tener ese desgraciado de Martínez, yo me callé como hago siempre, pero empecé a reconcomerme por dentro, a sentir un calor así como de muy mala leche interior y empecé a idear el plan.

Yo sabía que esa tarde, a pesar de ser Nochebuena, Martínez se iba a quedar el último en la oficina con la excusa de terminar algún informe. Cuando lo dijo, “Señores, hoy tengo que quedarme a acabar los informes de fin de año”, nadie le hizo caso.

A las seis y media brindamos con unas botellas de cava que llevó Antonio Fuentes. Pasó por allí, como todos los años, el jefazo a saludarnos, se tomó una copa en un vaso de plástico, puso su sempiterna cara de asco, repartió besos y apretones de manos y se fue. A la hora no quedaba nadie en la oficina, solo Martínez en su despacho y yo delante de mi ordenador.

Por los ventanales se colaba la luz roja y verde de las bombillas que formaban los adornos navideños. Todo era muy tierno, la Nochebuena estaba a punto.

Allí dentro también todo estaba a punto, yo esperaba con la mirada perdida mientras Martínez, metido en su despachito, maldecía mi nombre y pensaba en cómo sacar de allí su cesta de Navidad sin que yo le viera.

Mi plan era bastante simple, resistir.

Esperaría el tiempo necesario, si era preciso no iría a cenar, pero ese capullo tendría que avergonzarse si quería sacar de allí su botín.

Aguantó hasta las nueve.

Después salió sin su cesta y, con mucha dignidad, me dio la mano y me deseó felices fiestas.

Yo esperé en mi mesa diez minutos antes de ir a su despacho y buscar la cesta, la encontré en su armario, relucía como un niño Jesús de pueblo, la cogí sin pensar y salí de allí.

En la puerta solo estaba el vigilante de seguridad. “¡Vaya cesta don Roberto, cómo se va a poner!” Y yo, que odio la Navidad y que no quiero ser como el capullo de Martínez, le sonreí, rebusqué entre las latas y le regalé una de espárragos, para que él también celebrara la Nochebuena.

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20



Un ampolla de cianuro

Por Raquel Jiménez

Salgo del metro Plaza de España y subo la calle atestada de gente. Tiendas de bolsos y bisutería low-cost, heladerías en diciembre, espectáculos a cualquier hora… Monólogos para perdedores, salas de baile en sótanos que nadie visita. Colas de jubilados que desean agarrar un cuerpo, cualquier cuerpo, al ritmo de Manolo Escobar.

Subir a este ritmo la Gran Vía hace que me sienta ligeramente ansioso y excitado. Hoteles de 4 estrellas para estrellados y parejas abocadas al ocio de oferta.

Un poco más arriba, los escasos templos de cultura (y consumo) que quedan en el centro de Madrid. Tiendas de segunda mano, mujeres de segunda mano y chaperos 2 x 1.

Me acerco al escaparate del McDonalds y en una mesa doble, junto a la puerta de acceso, le veo, el actor fracasado. De trabajar con Soderberg a zamparse, ebrio, un Big Mac tras otro. Siento náuseas. Enfrente no es mucho mejor: hordas de adolescentes enfebrecidas aguardan turno para comprar ropa barata fabricada por pakistaníes a precio de puta. Bendita decadencia de Occidente.

Me separo del restaurante de comida rápida. Una mujer se aproxima. Lleva una cazadora de tela plasticosa oscura y un manoseado bolso estilo bombonera. Su cuerpo anguloso y de exuberantes formas mamarias se perfila bajo un tacaño vestido de licra blanca.

— Hola, cielo — me dice mientras sonríe. Sus dientes son blancos y negros, me recuerdan al teclado del Sony de mi infancia en un colegio concertado.
La mujer se contornea, se exhibe. Entreabre sus piernas y su boca.
— ¿Te apetece que te la chupe?

Me acuerdo de mi pasado de ligón en el recreo del colegio concertado, en una ciudad de provincias donde la falta de moralidad de esta puta de la calle Montera no sería bien recibida.
—Estupendo — respondo — te dejo que me la chupes si te lavas la boca y me pagas. 500. Es mi precio, lo tomas o lo dejas — zanjo.

La puta me escupe y me insulta pero no la oigo. Se va buscando a su chulo, pero para chulo yo, que sigo recorriendo esta calle centenaria de la que presume la ciudad.

A la izquierda entre tantos templos de desperdicio y la cutrez, una iglesia. La imagino abarrotada por los pecados de tantos fantasmas que se arrastran por estos cientos de metros. Tiro la colilla al pasar por la puerta y una vieja se santigua, Santo Dios, al verme pasar.

Siento odio por ella y por las mojigatas que la acompañan a misa y tengo, Virgen santísima, ganas de abrirme el abrigo y que puedan rezar ante un cirio como Dios manda. Pero hace algo de frío y desisto de mi empeño.

Estoy llegando a Cibeles. Hay grupos de niños sueltos por todas partes. Me rodean cuando llego al paso de cebra. Me muerdo las ganas de arrojarles bajo las ruedas de los autobuses y coches que transitan. Me zambullo, a mi pesar, en su griterío infantil y su imbecilidad innata.

Querría adormecerme y no despertar más. Buscar en la maleta de cartón, que dejé en la pensión, una ampolla de cianuro…

Vuelvo a la Gran Vía y la manada cruza la calle. Todo está lleno de luces extravagantes. De los árboles desnudos cuelgan figuras pantagruélicas, monstruosas. Alguien tira confeti a mi derecha y los pequeños idiotas visten su mediocridad con una sonrisa digna de político.

Apesta a Navidad.

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Selección de relatos del concurso de cuentos de Navidad (I)

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