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‘Shōgun’: El este visto desde el oeste

‘Shōgun’: El este visto desde el oeste

Ahora que la miniserie se ha redescubierto como el vehículo perfecto para adaptar una novela de cierta extensión, sin necesidad de preocuparse por que no quepa todo en una película de dos o tres horas, ni tampoco tener que alargar la trama a varias temporadas, viene bien recordar uno de los primeros ejemplos de gran éxito internacional en este campo. La novela original de James Clavell, publicada en 1975, tiene 1152 páginas, y en 1980 se adaptó a «serie limitada», como se las llama en Estados Unidos, de nueve horas de duración. En ellas, la novela y la serie, se siguen las andanzas de John Blackthorne, el piloto inglés de un barco holandés naufragado en Japón en el año 1600, y de cómo pasó de prisionero en una villa pesquera a servir en la corte del daimyō Yoshi Toranaga, uno de los nobles feudales más poderosos de su tiempo. En medio de todo esto hay múltiples intrigas no solo entre los diversos samurái y las mujeres de sus cortes, sino también entre holandeses, ingleses, portugueses y españoles que buscan sacar tajada colonial en Japón, de la misma forma en que llevan más de un siglo haciéndolo por América, África y el resto de Asia. Aparte de ser un ejemplo perfecto de best seller histórico, para quien conozca poco de la cultura japonesa antigua es todo un curso de historia, rodeado además de una trama que es más creíble y menos movida que la del personaje real en que se basa, el marino inglés William Adams.

[Aviso de destripes con katana en todo el texto]

Nacido en Sydney (Australia) en 1921, durante los dos años en que su padre, marino británico, estuvo destinado allí, aunque luego se mudó de vuelta al Reino Unido, James Clavell es otro de esos autores cuya agitada biografía, llena de episodios bélicos, estuvo a punto de dejarnos sin su obra. Si J. R. R. Tolkien salvó la vida en las trincheras de la Primera Guerra Mundial debido a una enfermedad y Roald Dahl fue piloto de cazas, entre otros peligros, antes de escribir obras inmortales, Clavell fue enviado en 1941 a Singapur durante la Segunda Guerra Mundial para luchar con los aliados contra los japoneses tras el ataque a Pearl Harbor. Su barco naufragó y fue rescatado por holandeses, antes de ser capturado y hecho prisionero en Java en 1942. Enviado al campo de prisioneros de Changi, en Singapur, en el que solo uno de cada quince hombres sobrevivió, aquello, según dijo él más tarde «se convirtió en mi universidad», donde «sobre todo apobé el curso más importante de todos: el arte de sobrevivir». Se les daba solo unos cien gramos de arroz al día y un huevo a la semana, y él mismo dijo que de no haber sido por las bombas atómicas que terminaron con la guerra por la vía rápida, probablemente no habría seguido vivo mucho tiempo más. De resultas de aquella experiencia, ya de vuelta en Inglaterra, durante un tiempo llevaba siempre una lata de sardinas en el bolsillo, por si acaso, y tenía que resistir la tentación de hurgar en los cubos de la basura.

Tras la guerra pasó a ser escritor y guionista en Hollywood, sacándose incluso el pasaporte estadounidense. Su obra fílmica más conocida de entre las quince en que participó probablemente sea la película de terror y ciencia ficción La mosca, la original de 1958, junto a la famosa cinta bélica La gran evasión, aunque también hizo intentos, no siempre traspasados a la pantalla, en el western, las aventuras coloniales en África y la ciencia ficción espacial. No fue hasta los años 60 cuando sacó de la mochila sus recuerdos de prisionero de guerra, con King Rat, primero libro y luego película, como ya acostumbró a hacer desde entonces. En 1966 vino Tai-Pan, otro tomazo de setecientas páginas, sobre las guerras del opio en Hong Kong a mediados del siglo XIX, al que dedicó dos años de investigación y documentación, y luego otros tres a Shōgun, la obra que hoy nos ocupa. La idea se le ocurrió tras ver un libro de texto de su hija, que incluía la frase: «En 1600, un inglés fue a Japón y se convirtió en samurái». A partir de ahí investigó la historia de ese inglés, Will Adams, le recortó sus partes más viajeras (el año y medio que tardó en llegar a Japón por el Estrecho de Magallanes daría por sí solo para otro libro) y literaturizó al resto de personajes: se han contado en la novela hasta veintiocho que podrían tener correspondiente real, desde señores de la guerra japoneses hasta navegantes occidentales, como el piloto del famoso Barco Negro de 1600, Horatio Neretti (aquí convertido en el portugués «Ferriera», y es que lo de los angloparlantes con las vocales extranjeras es para desesperarse o dejarlo por imposible, una de dos). El resultado ha recibido las lógicas críticas parciales desde Japón, pero en el mundo anglosajón se lo considera una obra de gran ayuda como puerta de entrada a los estudios orientales hechos desde Occidente, porque ha sido leída por más gente que cualquier estudio académico, reportaje o libro de historia sobre el tema. Aun hoy, y esto ya nunca se podrá superar, es la segunda serie con más share de la historia de la televisión estadounidense en su primera emisión, solo superada por Raíces, emitida tres años antes. Recibió tres Emmys (incluyendo mejor «serie limitada») y otras once nominaciones. Clavell dijo que una vez un magnate de Oriente Medio le ofreció un petrolero entero a cambio de una novela que consiguiera para su país lo mismo que logró Shōgun con Japón.

La miniserie, rodada al completo en Japón, interiores incluidos, lo cual no era la norma en absoluto, sigue escrupulosamente la trama de la novela original, y aunque Clavell delegó el guion en el jornalero Eric Bercovici, el propio autor fue también productor de la serie, y la verdad es que suele notarse cuándo un escritor se involucra personalmente en las adaptaciones de sus obras. Dada la fecha en la que estábamos, vista desde hoy puede resultar un poco estática, con varias escenas en las que los personajes están en círculo, bien colocaditos dentro de plano por el director, hablando y amenazándose. Las conversaciones también suelen ser largas y un tanto expositivas a veces, pero aquí al menos eso es parte de su encanto: la historia trata de un hombre que lo ignora todo sobre el lugar en el que se encuentra, y así nos lleva a nosotros con él, haciendo las preguntas que nosotros haríamos. Es más, él a su vez está hablando a los nipones de cosas que ellos también ignoran del resto del mundo, como el pacto secreto-no-tan-secreto que los españoles y los portugueses han hecho para dividirse el mundo y luego dedicarse más o menos sibilinamente a convertirlo en colonias y evangelizar a sus habitantes, de grado o por fuerza, de manera que no te fíes, samurái, de ese jesuita tan elegante y obsequioso, que cada vez tienes más cristianos (católicos, para más inri, y nunca mejor dicho) por todos tus dominios: gente que ha jurado obedecer a un papa que vive a meses de distancia antes que a ti. Así que dejar íntegras esas escenas en las que simplemente esto se comunica a base de conversaciones (¿cómo, si no?), resulta muy interesante. Hay incluso un par de escenas de aprendizaje de gramática japonesa, de cierta extensión, donde prácticamente se nos invita a repetir frases y sufijos junto al aplicado alumno, y la secuencia del baile que comparten Blackthorne y Toranaga se deja ahí completa en toda su gloriosa vergüenza ajena. Y es que, a pesar de lo que dijimos al principio sobre cuánto se beneficia una novela larga de que se le dé tiempo para desarrollar su trama y personajes, esta miniserie llegó a emitirse recortada en versión de «dos horas y ya» en varios países, entre ellos Japón y Estados Unidos.

La serie aumenta toda esta sensación de «espabila o estás perdido», rehusando doblar o subtitular los diálogos en japonés. Cuando algo es importante, se traduce por medio de intérpretes (los jesuitas Alvito y Sebastio, o la esposa y sirviente Mariko), o se obliga a que a base de oír palabras repetidas (wakarimasu ka?) uno se vaya enterando más o menos de lo que pasa. Cuando incluso eso falla, interviene una voz en off de señor mayor, un tanto campanuda, en plan autor omnisciente, que nos echa una mano, procedente de la garganta de nada menos que Orson Welles. Es a través de estas varias conversaciones como los occidentales (Blackthorne, los portugueses y los holandeses) van aprendiendo las diferencias entre sus lugares de origen y aquel en el que se encuentran: las jerarquías, las ambiciones, el papel del honor, el precio de la vida y la muerte… No inclinarse a tiempo termina con tu cabeza separada de tu tronco. Descolgar el faisán que el amo blanco había colgado para curar su carne, porque apesta y el olor a podrido es despreciable en esta cultura de la limpieza impoluta, también acaba con tu estatura recortada antes de tiempo. La necesidad de probar si tu espada está lo bastante afilada como para cortar cuellos solo puede comprobarse fehacientemente de una manera. Y así sucesivamente. También solo hay una forma de saber si una tinaja llena de agua caliente es un peligro para la salud o un placer para los sentidos.

La razón por la que Blackthorne consigue sobrevivir en esta sociedad tan estricta, donde la deferencia, como las penas aplicadas, es capital, es debido a sus conocimientos, tanto los marinos como los que posee de su parte del mundo. Como ya hemos visto, en Japón solo conocen la versión de Occidente que los portugueses les han contado, así que Toranaga rápidamente identifica a Blackthorne como una fuente de información alternativa y de segundas opiniones a quien proteger como un tesoro. Este sencillo mecanismo basta para justificar toda la trama siguiente, con el protagonista superando todas las pruebas que se le presentan. La verdad es que aquí Clavell se pone un poco «bond-esco» con su personaje, ya que Blackthorne tiene respuestas y soluciones para todo: salva a Toranaga de un terremoto, evita que lo descubran sus enemigos a base de hacerse el loco pegando brincos y cabriolas para despistar, organiza las defensas contra ataques mortales, usa una falsa amenaza de suicidio como forma de manipular a un japonés, e incluso convierte a quien debería ser un enemigo mortal, Vasco Rodrigues, en amigo suyo, salvándose mutuamente la vida.

La relación entre Blackthorne y Rodrigues es de lo más interesante de la serie, estableciendo esa conexión entre enemigos que se entienden y se respetan, porque los dos saben por lo que ha pasado el otro, y por lo que les hacen pasar quienes están por encima de ellos. Ambos son pilotos de navío, con destrezas naturales afiladas por la práctica y el entrenamiento, y aumentadas por el secreto con el que protegen el tesoro más importante que poseen: su conocimiento de cómo moverse por las aguas que frecuentan. La cantidad de costas por las que muchos barcos pasan durante su existencia en estos tiempos, además de su lejanía y exotismo, hace que los «ruteros» de cada piloto, los mapas que se van confeccionando cada uno, valgan no ya su peso en oro, sino el peso de varios barcos anuales cargados hasta arriba de riquezas. Así, intentar echarle el guante a la cartografía del otro, le salves la vida o lo apuñales por la espalda mientras tanto, es algo que va de oficio entre ellos, y los dos lo saben. Rodrigues intentará hacer que Blackthorne se caiga por la borda maniobrando aposta en medio de una tormenta, fracasará, se caerá él después, será salvado por «El Inglés», y ahora le debe una, que Rodrigues le pagará más adelante, ayudando al hereje a escapar cuando está preso en su barco por los jesuitas. Mientras tanto, si Rodrigues necesita dormir y solo hay otra persona a bordo que sepa cómo mantener la nave rumbo sur-suroeste durante la noche, sabe que puede soltar el timón y dormir tranquilo… por ahora. Además, John Rhys-Davies, el futuro enano Gimli y pronto compinche de Indiana Jones, interpreta el papel con el brío de un Falstaff, enseñando a su «ene-amigo» que en Japón admiran la iniciativa y la confianza en uno mismo… siempre y cuando no te rebanen el cuello por desplegarla de manera inapropiada.

Hablando del reparto, y de tono bond-esco, decir que Sean Connery era el actor preferido por Clavell para encarnar a Blackthorne (si Connery hubiera dicho sí durante décadas a todo aquel que lo tenía como opción número uno, se habría hecho un currículum incluso más impresionante del que tuvo), pero el actor escocés no tenía buen recuerdo de rodar uno de sus Bonds en Japón, y se negó a pasar meses enteros allí. La segunda opción de Clavell era el 007 en ejercicio entonces, Roger Moore, que es un actor tan diferente a Connery que alguna fijación debía de tener el novelista con ese personaje para aceptar a Moore como sustituto. Cuando Richard Chamberlain acabó siendo el elegido, Clavell se mostró muy satisfecho con el resultado, y Chamberlain pasó a interpretar luego otra miniserie de gran éxito, El pájaro espino. Como ocurre a menudo, quizá este personaje principal sea lo menos interesante de la historia, ya que es el héroe casi sin tacha que irá salvando obstáculos con más o menos ayuda de los secundarios, pero al menos de su mano vamos viendo cómo aprende como una esponja, primero de un jesuita, luego de un franciscano durante sus semanas de prisión, y después de pilotos, guerreros, concubinas y cualquier otro con quien se cruza. En un mundo ya globalizado por la navegación, está empezando la era en la que la información es poder.

Toranaga, por su parte, está interpretado por el icono máximo de la imagen que, al menos desde Occidente, tiene uno de un samurái de alta estirpe, Toshiro Mifune. Durante buena parte de su papel, Mifune se muestra serio, ceñudo y señorial, como se lo supone, pero nunca envarado o inexpresivo, y a menudo se le nota la inteligencia en los ojos cuando Blackthorne le cuenta alguna cosa nueva interesante o adivina las amenazas latentes en otros. El halcón con que aparece por primera vez en pantalla es un buen símbolo del personaje. También es capaz de sonreír y relajarse y, además del sorprendente baile con Blackthorne, no renuncia a disfrazarse de mujer para escapar de un castillo. Y por supuesto, al final de la historia se nos revela que él es quien está moviendo todos los hilos, no solo en su carrera por el poder, que asumirá dentro de poco fingiendo que lo hace a regañadientes, sino también habiendo ordenado que el navío de Blackthorne sea quemado, aunque eso le cueste no poder capturar las riquezas del mítico Barco Negro portugués, para así retener a su Anjin (piloto, en japonés) junto a él toda su vida. Y más aún: cuando Blackthorne construya un nuevo barco, para lo cual le está dando todas las facilidades, tampoco podrá hacerse a la mar, quién sabe por qué motivo que ya se le ocurrirá. Mifune incluso corrigió personalmente el japonés moderno del guion, para incluir en él un lenguaje más arcaico propio del siglo XVII. En fin, que tan quintaesencial resulta Mifune como imagen del señor feudal japonés que en los años 60, antes de que se escribiera la novela Shōgun, ya John Huston y Peter O’Toole lo tenían entre ceja y ceja para un proyecto de filmar la vida real de Will Adams.

Mariko es, por supuesto, el otro gran personaje de la historia. Al principio se había fichado para interpretarla a una actriz y cantante que hablaba algo de inglés, pero tuvo que irse de gira y se contrató en su lugar a Yoko Shimada, cuyo inglés era tan limitado que cuando no podía con alguna palabra en concreto, se cambiaba la frase para intentar eliminarla. En la serie, obviamente es ella la que más a menudo hace de puente entre dos culturas, a pesar de que el inglés que ha aprendido le ha sido transmitido por religiosos extranjeros y ella nunca ha estado fuera de Japón, por lo que ella también completa su aprendizaje hablando con Blackthorne. Sus conversaciones sobre costumbres sexuales, a pesar de esos incomparables términos japoneses tan elegantes («las damas de la almohada», «las casas del sauce») eran muy atrevidas para lo que se estilaba en la televisión de entonces. Y eso que no se incluyen un par de detalles del libro, como el hecho de que cuanto más tarde una «dama de la almohada» en volver a entrar en casa tras despedirte por la mañana, significa que mejor lo ha pasado contigo (qué manera de contar las cosas sin contarlas), o que las más expertas son capaces de provocar sueños eróticos en su cliente a base de rozarlos cuidadosamente durante el sueño, para añadir ese detalle al disfrute de la noche con ellas. Aparte del misterio que cada hombre ya de por sí supone para cada mujer, y viceversa (o cada persona amada para cada otra, por dejarlo en neutro), Mariko, en fin, está aquí en la encrucijada de varias tensiones en toda la trama: el amor y el deber, lo oriental y lo occidental, el cristianismo al que se ha convertido como refugio contra el ser hija de un traidor y la tradición japonesa, el marido y el amante… Mientras que los demás personajes tienen bastante clara su ruta, a ella en varios momentos le llega a ser bastante difícil elegir qué camino tomar, y lo de «la cabeza o el corazón» no basta para deslindar sus dilemas del todo. Siguiendo la tradición del género, ella es la recompensa en forma de belleza local para el aventurero extranjero, y tras gozar de unos breves momentos robados de felicidad pasajera, en los que llegan a usar pronombres arcaicos para hablarse (thou en vez de you, thee en vez de to you), cual si lo suyo fuera una leyenda bíblica o un drama shakespeareano, su final será trágico, perdiendo la vida para salvar a Blackthorne de una explosión. Pero además de eso, ella es la inteligencia en la sombra, la que escucha a todas las partes y no olvida lo que dijo ninguna, la que ha aprendido a ocultar su llama bajo las costumbres que su sociedad le impone, pero también a encontrar una manera de que reluzca con máxima intensidad cuando encuentra un resquicio. A su manera también es… La Mujer, querido Blackthorne.

(La lista de todas las reseñas de este blog, por orden cronológico, puede encontrarse aquí)

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Fernando
Fernando
2 años hace

El nombre de la serie se colaba en mis oídos desde que era niño, la reseña los ha avivado gratamente.

Gonzalo Casanova
Gonzalo Casanova
3 ddís hace

SHOGUN, CLAVELL: NARRADOR, LITERATO

Pues sí, efectivamente, mucho se está hablando estos días de Shogun, una serie que ha sido un exitazo de audiencia en la televisión, y por añadidura de críticas positivas. Algunos llegan a anunciar que será un fenómeno socio-cultural …, bueno “ya se verá”, no nos desboquemos con los elogios.
En cualquier caso estoy personalmente muy satisfecho con esta recepción, del público en general, porque la novela sencillamente me encantó cuando la leí con veintitantos (hace, ¡ay!, unos cuantos decenios). Recuerdo nítidamente las circunstancias, porque era una época de estudiar como un poseso en la Universidad, día y noche, laborales y fiestas guardar, en la biblioteca o en casa. Tiempos exigentes, y por lo mismo provechosos (¡ethos calvinista a tope!), que dejaron tras sí buenos resultados. En esa tesitura zambullirme en las páginas de Shogun era un respiro, una evasión, un remanso de paz, o para expresarlo más adecuadamente, ¡de guerra!. Porque de ésta había un montonazo en la novela; intrigas, celadas, descuartizamientos, alianzas y traiciones & traiciones y alianzas, lucha inagotable por el Poder, maquiavelismo & Borgias a tope, nunca se está seguro de las intenciones del ¿aliado/enemigo?, la llegada de potencias extranjeras y la disrupción que conlleva, conversiones al cristianismo y tremendos recelos ante esa nueva fe/institución, daimios y samuráis …, y mucho más. Todo ello sin parar, a uña de caballo, sin respiro para el asombrado lector.
Recuerdo perfectamente el libro, de tapa blanda, “de bolsillo”, aunque gordísimo, con sus más de mil páginas, y aquel precioso dibujo de un guerrero japonés con su magnífica armadura. Pues sí, más de mil páginas, pero en cada una de ellas Clavell conseguía engancharte con algún evento, personaje, giro de la historia; y así sin tregua, en un viaje hechizante al mundo del Japón de 1.600. Hasta allí llegaron los portugueses (y españoles), trayendo las armas de fuego y el catolicismo, y transformando la sociedad nipona; y poco después aparecieron los rivales protestantes, holandeses e ingleses. Clavell lo relata como un enfrentamiento vicario de europeos en el Lejano Oriente. Clavell te lo cuenta con gran agilidad, sin florituras lingüísticas, sin figuras literarias, al grano siempre, i.e. al evento. Y así página tras página; todavía recuerdo vívidamente mi pena al comprobar que el libro (la parte que me quedaba) iba adelgazando cada vez más, porque deseaba que el volumen fuera sempiternamente gordo, mofletudo. En fin, algo comparable a lo que me pasó (y a muchos, estoy seguro), con Guerra y Paz.
Encontré hace hay tiempo en imdb.com una escueta (muy apropiada para su escritura) frase de nuestro autor: “No soy un novelista, sino un narrador de historias. No soy en absoluto una figura literatura”.
Pues, sé, nuestro escritor es prudente, incluso humilde: es un cuentacuentos, no un literato, no un artista, de esos que en tiempos pretéritos hacían contener el aliento a sus oyentes, alrededor de una fogata prehistórica. Ciertamente yo jamás le concedería a nuestro australiano el Premio Nobel, ni ningún otro de literatura desde luego. No es un maestro con las palabras, sus frases & párrafos, no son para leerlos muchas veces y deleitarse en su belleza, en su musicalidad o en el ingenio de comparaciones/descripciones/análisis psicológicos y demás, no, nada de supremo dominio de la lengua inglesa …, pero ¡demonios! (¡o cielos!), qué destreza para relatar, con desenvoltura y sin atascarse, línea tras línea, párrafo tras párrafo. Grandes “literatos” darían su mano izquierda (la diestra para sostener la pluma) por poseer esta capacidad. La atesoran, evidentemente, algunos de los mejores en el uso de la lengua, e.g. D. Miguel (el de Alcalá de Henares), Graham Greene, Norman Mailer, García Márquez.
Yo siempre estoy a vueltas con la “fluidez” (el río de Heráclito), en la literatura, y asimismo en el cine. Y nuestro anglosajón la posee en grandes cantidades; por ello siempre me ha llamado la atención el que dirigiera algunas películas, nada malas por cierto. Está por supuesto el clásico Rebelión en las Aulas, pero yo me quedo con El último Valle; ¡pedazo de guión!
Desde el primer momento pensé que Peter Marlowe, que aparece en varias novelas, empezando por El Rey de las Ratas, es el propio James Clavell, y con posterioridad lo he corroborado. Pero lo que he descubierto sólo hace unos minutos antes de escribir la siguiente frase es …, que nuestro hombre es un gran admirador de Ayn Rand, su individualismo, sus hombres hechos a sí mismos; y sí, reflexionando ahora mismo sobre ello, no me sorprende, más aún me ayuda a entender, a poner en perspectiva, a muchos de sus personajes, y de sus motivaciones y los eventos en que acaban envueltos. Ayn Rand – James Clavell: sustancioso desde luego, para la literatura, la economía, y la ética.
La miniserie de 1.980, con Richard Chamberlain, me pareció correcta, buena, pero no para tirar cohetes. Ésta de 2.024 es para llenar el cielo de luces de artificio, por Forma y Fondo; porque existe buen tempo en la edición de tomas, pero asimismo nada despreciables planos generales, pictóricos. Suele decirse que del cochino está bueno todo, hasta los andares; pues en Shogun 2.024 hasta los títulos de crédito son muy estéticos: un elemento que no hay que desdeñar, porque el cine es sobre todo (para quien esto escribe) un arte plástica ante todo.
Pues sí, Clavell no es un literato/artista, debido a la sencillez, desnudez, de su prosa, pero cuenta con indiscutible soltura …; ¿sería esta propiedad condición necesaria y suficiente en el séptimo arte para catalogar a un realizador de Grande, aunque no posea el sentido pictórico de Lean, Ford, Wyler, G. Stevens u Orson? Pues la respuesta es afirmativa para éste su seguro servidor. Me voy a ejemplos típicos y tópicos, Capra, Hawks o R. Walsh. Los largometrajes de Capra tienen una agilidad/velocidad admirables; Hawks es el señor del montaje invisible, si te pones a ver una de sus películas pensarás todo el rato que los encuadres no son ópticamente notables, y lo seguirás pensando hasta que se acabe la cinta …, porque una vez que has empezado seguirás y seguirás viendo escenas. Tempo, ritmo, narración.
¿Y qué decir de Raoul Walsh? Cuando surge su nombre siempre acude a mi coco un término/concepto: aceleración. Sus actores dan la impresión de tener un petardo en el c… por la celeridad conque se mueven; y lo mismo hay que aplicar al montaje, esto es, Walsh cambia de plano con una agilidad/habilidad poco vista, sin llegar a confundir al espectador, sin aturrullarle. Es el cineasta para los grupos humanos que se andan persiguiendo sin descanso en la selva, el bosque, la pradera, en las playas, los ríos & pantanos, los paisajes nevados o helados, los océanos etc. etc. Imposible bostezar en sus trabajos, o perder comba, i.e. inmensamente entretenido (como Hawks), ojos y oídos bien abiertos, y boca (¡pero cuidado con las moscas!).
En conclusión, ritmo en el la edición, creación de un tempo acertado para la historia, generan un Artista en el cine, pero ¡no en la literatura! ¡Ay, ay, ay!, para Mr. Clavell, porque, como él mismo asume, carece de excelencia empujando un verbo junto a un sustantivo, un adjetivo, un adverbio o un pronombre; esa pericia es peculiar de D. Guillermo, y de los líricos consumados, cuyos textos leemos una y otra vez, a menudo por su pura musicalidad. No, no se halla en nuestro británico. Pero ¡qué grande es saber contar una historia! Desde ese ángulo nunca he leído una narración más “atrapante” que Shogun; y los directores de la serie televisiva le han hecho justicia a esa propiedad, ubicando la cámara, moviéndola, y cortando/pegando.
En mi opinión sería justo que se transformara en ese fenómeno socio-cultural que algunos mencionan. La mejor serie que me he encontrado en muchos años; no, llego al extremo de ubicarla en el mismo escalón que House M.D., la mejor que se ha hecho, y se hará nunca, al menos en este planeta …, porque no hay que descartar que en Andrómeda hayan producido una mejor: ello nos lo comunicaría el Athletic, cuando viaje allí a jugar (y ganar) la final del Torneo Intergaláctico; confío en que en esa región del cosmos tengan una Gabarra.
Shogun, la serie, es un paradigma de cómo deben “construirse” las series de televisión; así que deseo fervientemente que más pronto que tarde le toque la vez a Gai-Jin y Torbellino. Respecto a esta última conservo en mi memoria, desde hace muchos lustros, que batió una plusmarca: la mayor cantidad de dólares pagados, como adelanto, por una editorial. No sé si seguirá como n. 1 en los registros, pero ello el caso testimonia que ser un buen “relatador” no es moco de pavo, si no artísticamente, al menos pecuniariamente.