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Sirena de la meseta

Segovia tiene la belleza de una nebulosa, de la mujer que alguien se cruza —un Keats, por ejemplo, camino no de una ciudad sino un poema: “La belle dame sans merci”, o el infierno de “Endimión”, o de la “Lamia”— en un sendero solitario en el que sólo estás tú, la mujer y el sendero: parece una belleza familiar, reconocible, pero hay también algo extraño, un misterio en su fondo. En Segovia he encontrado muchas cosas que no he visto en ninguna otra ciudad: he visto arpías apoyadas en lo alto de una columna, vigilando con sus alas extendidas la entrada de iglesias con diez siglos a cuestas, he visto demonios disputándose un cuerpo en lo alto de esas mismas iglesias, he visto sirenas (¡sirenas! ¿Dónde está el mar en Segovia?), como las que me mostró en un embaldosado, superviviente del antiguo casino en el que departían Machado y Blas Zambrano, un amigo escritor y buen poeta, he visto esfinges apostadas sobre las escalinatas que dan a la hoy inencontrable torre alquímica. También he sido testigo fortuito de la aparición y desaparición de cuevas, en las montañas desde las que se ve el Alcázar, la dorada catedral trenzada en piedra y la sucesión de campanarios triangulados hacia el vértice de un pequeño valle, donde hace mil años unos viejos cristianos encontraron una preciosa Isis con Horus en el regazo. La vieja ermita en la que Isis durmió enterrada durante siglos, por temor al saqueo de unos invasores de piel más tostada que la nuestra, mira directamente a esas cuevas, a la trama para nada inofensiva de accesos hacia el vientre de la tierra. ¿Cuántas veces he escuchado un rugido, allí, en ese repentino vacío en la pared por el que sale una brisa cruzada de lamentos, y en el que no debería haber una puerta?

"Me he detenido en este triángulo de las brujas porque para entrar a las ciudades misteriosas es preciso abordarlas por sus puertas traseras. Pero el libro de González Pieras no es un compendio de tinieblas, sino de claridades"

Ángel González Pieras escribe sobre esa Segovia en un libro menos conocido de lo que debiera: La Segovia oculta (la Edad de Plata del arte y la cultura). Su autor, sin embargo, no necesita pronunciar lo impronunciable: esa Segovia que yo he descrito asoma como un secreto entre las líneas de su libro, al igual que lo hace entre las líneas de todo lo que de convencional existe en esta vieja ciudad, cuando uno se detiene a mirar. Pero también, cómo no, lo hace como horizonte reticulado, como paisaje iluminado y definido que se perfila de palabra en palabra. Aparece así ante nosotros, por poner un ejemplo, la casa de Ayala-Berganza, más conocida como la Casa del Crimen, en la que residió Zuloaga en 1902, y en cuyo sótano un amigo suyo, Pablo Uranga, vio unas brujas en aquelarre, que al ser sorprendidas escaparon por el hueco de la chimenea. Zuloaga, que acababa de llegar a Segovia tras exponer en el Salon de la Société Nationale des Beaux Arts, pintó la escena —entre goyesca y modernista— que le describió Uranga en el lienzo Las brujas de San Millán. La propia Casa del Crimen también tiene su historia: situada en el Barrio de San Millán (que en 1915 fue descrito por el escritor segoviano Julián María Otero como un lugar destartalado, “lleno de plazas irregulares y calles laberínticas, cuestas y escalinatas, rincones y encrucijadas. Todo desierto, todo silencioso”), fue construida como palacete durante los siglos XV y XVI, sufrió asaltos e incendios, y por ella pasaron varias familias hasta que la adquirió el concejal Alejandro Bahín Masson, de origen francés, “hombre de pocos amigos”, que en la madrugada del 30 de mayo de 1892 fue asesinado junto a su sirvienta a manos de unos ladrones (Velázquez, “Bonete” y “Lobo”), y que se convertirían en los últimos reos en morir por el garrote en Segovia. José María Martín Sánchez describe así su final, con crudeza impresionista, en las páginas de El Adelantado:

Fueron ejecutores de la sentencia dos verdugos llegados a Segovia desde las audiencias de Albacete y Cáceres. La construcción del ‘tablao’ comenzó el 7 de enero de 1894, ubicado en el despoblado triángulo Plaza de Toros, Casa de Mixtos y Valdevilla.

Informe médico del estado físico de los reos antes de la ejecución: “Satisfactorio. Sólo Salinas (‘Bonete’) está abatido y excitado”. A petición de éste, el fiscal había acudido a la prisión la noche anterior para tener un vis a vis.

El día de la ejecución, muy temprano, un grupo de braceros limpiaba las calles del recorrido, llenas de nieve, desde la cárcel hasta el “patíbulo”.

Cumplida sentencia en fecha 9 de enero de 1894, martes, 8 de la mañana. Cientos de espectadores. Los cuerpos fueron enterrados sin caja.

"Páginas, tan bellamente escritas por Ángel González Pieras, que son ya otro camino de Segovia, y que se superpone misteriosamente, delicadamente, amorosamente a la Segovia conocida"

Me he detenido en este triángulo de las brujas —Zuloaga, la Casa del Crimen, la ejecución de unos ladrones— porque para entrar a las ciudades misteriosas es preciso abordarlas por sus puertas traseras. Pero el libro de González Pieras (que abunda, afortunadamente, en puertas traseras) no es un compendio de tinieblas, sino de claridades. Descubrimos en él la historia más reciente, y menos conocida, de una ciudad en la que no sólo convivieron poetas hechizados como San Juan de la Cruz y Santa Teresa —que en un convento aún en pie escribió sobre esta esfera de cristal: Las Moradas—; también lo hicieron otros como Antonio Machado y María Zambrano, escultores como Emiliano Barral, compositoras de terrible destino como María de Pablos, la niña de las largas trenzas, y pintores como el propio Zuloaga, Aniceto Marinas o el americano Maurice Fromkes. La profundidad y el amor por el detalle con que González Pieras habla de todos ellos, su perfectamente asimilada documentación, que ha tenido sin duda que suponer largas y fabulosas horas de encierro en los archivos locales —los del periódico El Adelantado, que ya supera los 120 años de historia, o los de la “innovadora revista” manantial (con su minúscula modernista)—, explican por qué este libro verdaderamente encantador lleva un título en el que una desconocida luz juega con una desconocida sombra. Yo, como enamorado de Ramón Gómez de la Serna, que publicó sus primeros “trabajos literarios”, Entrando en fuego, como Ramón Gómez de la Serna y Puig, en la imprenta segoviana del Diario de Avisos (en el 2 de la Plaza de Guevara, 1905), como rendido admirador de las portadas modernistas y sus bellas filigranas tipográficas, me quedaría —si tuviera que retirarme no ya a una isla desierta, sino a una de las cuevas frente a la catedral— con los capítulos dedicados a Ramón y a los libros editados en Segovia, que ilustran maravillosamente (de hecho todo el trabajo visual que recorre el libro es una maravilla) las últimas páginas. Por suerte, en mi retiro, al que sólo llegan el rumor de un río y las campanadas de la torre vecina, no tengo que hacer excepciones, y puedo disfrutar de este largo y luminoso paseo que me lleva desde la chimenea de Zuloaga hasta los talleres donde giraba y giraba la inagotable rotoplana Durex, adquirida en 1930 por el propietario de El Adelantado, Rufino Cano de Rueda, “y que duró hasta la entrada del offset en 1979.”

Páginas, tan bellamente escritas por Ángel González Pieras, que son ya otro camino de Segovia, y que se superpone misteriosamente, delicadamente, amorosamente (que diría Cela, uno de sus más conspicuos paseantes) a la Segovia conocida, para fundirse a las sendas secretas de lo que, más que una ciudad, más que un lugar real, es una rareza de tesoros sumergidos. Sirena de la meseta.

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Autor: Ángel González Pieras. Título: La Segovia oculta (La Edad de Plata del arte y la cultura). Editorial: Los libros de El Adelantado. Venta: Todostuslibros.

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