Inicio > Libros > Adelantos editoriales > Spinola. Capitán general de los tercios, de José I. Benavides

Spinola. Capitán general de los tercios, de José I. Benavides

Spinola. Capitán general de los tercios, de José I. Benavides

Spinola. Capitán general de los tercios (La Esfera de los Libros), de José I. Benavides, es la biografía personal, política y militar de un personaje fascinante. Benavides, diplomático y especialista en la Historia de España en los Países Bajos, trata de dar respuesta a varios interrogantes, como conocer de qué manera se produjo la transformación de Spinola de confidente de Felipe III en hombre de confianza de Alberto e Isabel, o cuál fue exactamente su papel respecto del asedio de Breda. A continuación, os ofrecemos un fragmento del libro. 

Prólogo

LATE SIGNA FERET MILITIAE TUAE

Con este ensayo biográfico he intentado rescatar la memoria de uno de los personajes más señeros de la historia militar y política de España durante el siglo xvii. En general solo se le conoce por el cuadro con el que Velázquez inmortalizó la rendición de Breda, pero aparte de su gesto generoso hacia el vencido, poco más parece haber quedado en el recuerdo; tampoco su retrato en otro de los cuadros que ornaron el Salón de Reinos (La rendición de Juliers, de Jusepe Leonardo) ha calado suficientemente como para acercarse a su figura. Hace algo más de cien años, don Antonio Rodríguez Villa le dedicó una densa y trabada biografía, pero el lenguaje ampuloso y decimonó- nico parece poco adecuado a las tendencias actuales de la narrativa histórica. También resulta de interés por proceder de un ilustre hispanista belga el trabajo que Joseph Lefèvre publicó en 1947. Posteriormente la vida de Spinola ha sido objeto de trabajos más encaminados a una vulgarización simplificadora que a un análisis detenido de la personalidad política y la acción militar de Spinola durante el primer tercio del siglo xvii.

No parece fácil determinar con toda certeza los motivos que pudieron llevarle a abandonar una vida cómoda de acaudalado banquero genovés, casado y con hijos, para internarse en el laberinto de una guerra lejana que se arrastraba sin solución aparente desde decenios antes. A principios del siglo xvii, en la República de Génova, aliada tradicional de la Monarquía Hispánica, ¿qué pudo empujar a Ambrosio Spinola a embarcarse en una peligrosa aventura en Flandes? Que un hombre en la treintena, por lo que ya no cabe alegar un impulso irreflexivo de juventud, abandonase la comodidad de su sólida posición social y económica, empeñase su hacienda en una leva y su persona en una azarosa marcha hasta los lejanos Países Bajos para implicarse en una guerra que distaba de sonreír a la Monarquía Hispánica parece una decisión cuya explicación no resulta fácil.

La rivalidad existente en Génova entre las casas de los Doria y de los Spinola venía de lejos y no resultaba una novedad; desde finales del siglo, Giovanni Andrea Doria venía disfrutando del prestigio que le confería ser el ministro «continuo» y no «episódico» del rey de España y esto le permitía gozar ante la población de una importancia que le situaba como la referencia inevitable en el gobierno de la República. Pero los Spinola resultaban unos oponentes de talla, pues tenían por sí solos más personajes de relieve y más bienes que los que podían presentar juntos los Doria, los Grimaldi y los Fieschi. Pero cuando en 1596 Giovanni Andrea pretendió adquirir un palacio que había sido construido por Nicolò Grimaldi, Ambrosio se opuso frontalmente, considerando que era a él a quien le correspondía al haber sido edificado por su abuelo materno. El enfrentamiento tuvo que dirimirse en los tribunales y la sentencia favorable a Doria fue con toda probabilidad un motivo fundamental en la decisión de lanzarse a la aventura de Inglaterra y de Flandes. Por todas esas razones Ambrosio, descendiente de dos de las más importantes familias de banqueros y comerciantes (los Spinola y los Grimaldi), bien hubiera podido presentar en apoyo de su nombre suficientes elementos familiares, políticos y de fortuna como para plantar cara a la prioridad de los Doria, hasta el punto de que, incluso tras la muerte de Federico y sus dudas sobre continuar o no la guerra, bien habría podido aspirar al primer puesto en Génova.

En estas condiciones, ¿pretendía solo ir en ayuda de su hermano Federico, almirante de las galeras de Flandes? ¿Trataba de escapar a la preeminencia social y económica de la familia Doria sobre el mundo genovés? ¿Buscaba una fama y unos honores casi imposibles de alcanzar en Génova? ¿Le atraía la idea de la invasión de Inglaterra? El hecho está ahí, cualquiera que fuese su motivación. Si la aventura podía ofrecer fama y honores, ello tendría que ser al precio de esfuerzos y penalidades sin cuento, con el riesgo de que su fortuna se resintiera sin contraprestación adecuada y con lo que suponía el alejamiento físico de su familia. ¿Valía la pena poner todo ello en peligro a cambio del honor de ser «el general del rey»? Separarse de su familia, emplear su hacienda en reclutar tropas en Italia y llevarlas hasta Flandes, tomar el mando del peliagudo asedio de Ostende, aceptar un cargo que haría peligrar su vida y su fortuna… Todo resulta incomprensible en quien no parecía estar llamado por el camino de la aventura, sino más bien por el de una cómoda y ordenada vida bancaria que le habría procurado, si no más emoción, sí, al menos, mayor tranquilidad y reposo.

El dilema que se le planteó a su llegada a los Países Bajos (la invasión de Inglaterra o la guerra en Flandes; Felipe III o el archiduque) fue la primera señal de las dificultades con las que tendría que enfrentarse durante años al verse obligado a elegir entre la obediencia debida a las órdenes del rey o la necesidad inmediata de hacer frente a la guerra y, también posteriormente, a la mala voluntad que Felipe III mostró hacia sus parientes. Además tuvo que hacer frente a los resquemores de los militares postergados en el mando y de los políticos que no creían que un banquero sin experiencia militar pudiera ser capaz de resolver el atolladero en que se debatían los Países Bajos desde los ya lejanos tiempos de Felipe II.

Y si los éxitos iniciales (Ostende, Frisia…) parecieron dar la razón a quienes esperaban que al músculo financiero se añadiría la habilidad militar, otras acciones menos afortunadas (La Esclusa) alentaron críticas que, sin embargo, no bastaron para mellar la confianza de Felipe III, que le hizo no solo depositario y (previsible futuro ejecutor) de la Instrucción secreta de 1606 sino también de otros encargos con los que soñaba conseguir la reversión de los Países Bajos a su corona.

En la alternancia entre periodos de cautela y activismo dinámico a los que se ha referido John Elliott, Spinola inició su aventura en un periodo de cautela que corre desde 1598 (Paz de Vervins) hasta 1609 (Tregua de los Doce Años). Eran momentos en que España —o, quizás mejor, Lerma— fue tomando conciencia de la imposibilidad de luchar con todos al mismo tiempo y de la necesidad de buscar un respiro. Cada vez resultaba más difícil encontrar hombres con los que colmar las bajas de las tropas nativas formadas por españoles, italianos, valones o borgoñones; y, además, la crisis económica y el recurso continuo a los prestamistas hacía extremadamente complicado alquilar tropas mercenarias cuando, en contra de lo esperado, los gastos en Flandes no habían disminuido. Las motivaciones del pacifismo de Lerma no podían obviar estos condicionantes y, a la detención de sus hechuras y la bancarrota declarada en 1607, se unía la enemistad declarada de la reina y de la emperatriz viuda.

Pero la guerra de Flandes era un callejón sin salida y, pese a sus críticas iniciales al archiduque y a las reticencias de Felipe III, Spinola terminó compartiendo las ideas del primero hasta alcanzar la Tregua de los Doce Años. Si el acuerdo permitía esperar una etapa de paz y reconstrucción de los Países Bajos y, en consecuencia, reflotar la hacienda y reformar el ejército, el destino guardaba una serie de sorpresas que hicieron que estos años se desarrollaran bajo la sombra ominosa de las espadas: la crisis con Francia evitada tan solo por el asesinato de Enrique IV, las planteadas en Alemania por la sucesión de los Ducados de Cleves-Juliers, el estallido de la Guerra de los Treinta Años con el colofón de la intervención en el Palatinado y, al fin del reinado, los debates sobre la reanudación de la guerra contra las Provincias Unidas. Resultaba imposible ahuyentar el fantasma de la guerra. Los enfrentamientos entre halcones y palomas (que no fueron rasgo exclusivo de la Monarquía Hispánica) hicieron naufragar la utopía de la paz, sobre todo por la incapacidad de Lerma para liberarse de la hipoteca italiana, cuyo epílogo, la Paz de Asti, acabó obligando al valido a abandonar la escena política por la puerta trasera amparado en su capelo cardenalicio. La presión de Oñate desde Alemania y de Zúñiga desde su regreso a la corte acabaron impulsando a la monarquía a la vorágine de la Guerra de los Treinta Años con lo que la multiplicación de enemigos —los príncipes protestantes, Francia, las Provincias Unidas, los mercenarios ingleses, los Grisones o la siempre latente amenaza del Turco— hizo vano todo esfuerzo.

En el frente del norte, la siempre precaria salud del archiduque y los afanes del rey para buscar la reversión del territorio cuajaron en la compleja maniobra diplomática de obtener, en vida del primero, que las provincias obedientes juraran fidelidad a Felipe III como futuro soberano. El éxito en esta gestión llevó a Spinola a perder el sentido de la medida hasta el punto de pretender subrogarse en las prerrogativas archiducales, enfrentarse con el responsable de la hacienda, tratando de ser el único gestor de los fondos recibidos de España y transformarse en una especie de deus ex machina que controlara el devenir político, militar y económico de Flandes.

Los fallecimientos con escasos meses de diferencia del rey y del archiduque Alberto modificaron radicalmente la forma en que Spinola había visto su misión. Quedaban atrás los años en que, sobre toda otra consideración, era «el general del rey» y su lealtad se volcó en sostener a la viuda archiduquesa Isabel Clara Eugenia, ahora rebajada
a simple gobernadora general —y no soberana—, misión aceptada por obediencia al nuevo rey y por fidelidad a la Casa de Austria. En la nueva etapa de la guerra, decidida por un rey al borde de la muerte y confirmada por otro, joven e inexperto, se enfrentaron con crudeza las distintas opciones de la guerra (ofensiva o defensiva, por tierra o por mar, de cerco de plazas o de batalla abierta) y el asedio y toma de la simbólica Breda, tradicional sede de la Casa de Nassau, fue la plasmación militar de este nuevo periodo, pero apenas era más que el canto de un cisne moribundo.

Todos los esfuerzos resultaban inútiles y la guerra seguía devorando unas vidas y un dinero que eran cada vez más escasos. En un intento desesperado de la infanta por lograr los medios necesarios, Spinola viajó a Madrid para enfrentarse a un crecido Olivares, imbuido de sus ideas y cerrado a admitir cualquier contradicción, y a un inseguro
Felipe IV, decidido a imponer su real autoridad frente a todos los argumentos que se le pudieran oponer.

Tras meses de discusiones inútiles, infructuosas y agotadoras, Spinola fue enviado a su pesar como plenipotenciario gobernador y capitán general de Milán, con la vana esperanza de que hiciese el milagro de sacar a la monarquía del avispero de la Guerra de Sucesión de Mantua en que la había implicado un equivocado Olivares. Pero la partida
se jugó con cartas marcadas, pues el enemigo no era solo Francia, Saboya o Mantua. De forma más sutil Madrid y Viena jugaron también contra Spinola y a la inesperada y traicionera anulación de los poderes concedidos para hacer la guerra o firmar la paz se unió la dolorosa noticia de la cobardía frente al enemigo de su hijo, en cuyo valor militar tenía sus últimas esperanzas. Le habían arrebatado el honor, la reputación y la salud. Ya no le quedaba más que recibir la muerte.

Bruselas, noviembre de 2016.

José I. Benavides,
embajador de España

Sinopsis de Spinola. Capitán general de los tercios, de José I. Benavides

Ambrosio Spinola fue uno de los personajes más fascinantes que sirvieron, con lealtad y bravura, a la Corona española en las guerras de Flandes. Un banquero genovés reconvertido en militar que demostró sobradas dotes bélicas, políticas y diplomáticas durante uno de los periodos más conflictivos y delicados que la Monarquía Hispánica hubo de afrontar en el mantenimiento del orden europeo vigente. Esta es la gran biografía, personal, política y militar, de una de las figuras más injustamente relegadas al olvido. Esta es la historia del gran capitán general de Flandes.

—————————————

Autor: José I. Benavides. Título: Spinola. Capitán general de los tercios. Editorial: La esfera de los libros. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

0/5 (0 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios