No me cuesta imaginar a Cayo Suetonio Tranquilo firmando reportajes en el diario Pueblo, o con una sección fija en Cuarto Milenio. Su Vida de los Doce Césares —la edición que he leído es la de Alfonso Cuatrecasas, en Austral, 2010— es uno de los libros más apasionantes, entretenidos y salvajes de la Historia de la Humanidad. Y, como sucediera con algunas de las grandes firmas del extinto diario que dirigió Emilio Romero, en Suetonio, la verdad habita subordinada al sensacionalismo y a la espectacularidad. Qué bien que sea así.
Sí sabemos que Suetonio era muy supersticioso y, como comprobamos en Vida de los Doce Césares, los horóscopos, las cartas natales, los presagios y derivados son guarniciones habituales. También, que era terriblemente indeciso —rasgo que le afeó, con cariño, su amigo y protector Plinio el Joven, reprochándole la tardanza a la hora de terminar una obra— y que tuvo la fortuna de dedicar su vida al estudio y la investigación. Trajano le echó un capote; Adriano, directamente, le nombró secretario ab epistulis, o sea, que le puso al frente del departamento que se encargaba de la correspondencia imperial y pudo acceder a los archivos imperiales, obteniendo, de primera mano, la mejor mandanga para su mejor obra.
La de Suetonio no es palabra de Dios, el hombre tenía sus simpatías y sus antipatías políticas, e incluye en sus biografías relatos esotéricos y rumores biliosos, pero, ¿y qué más da? El material que ofrece es magnífico. Nunca olvidaré este fragmento sobre Tiberio: “Se decía —ojo al se decía— que a niños de la más tierna edad, a los que llamaba sus ‘pececitos’, los había preparado para que, mientras él nadaba, revolotearan y jugaran entre sus muslos, excitándolo poco a poco con la lengua y pequeños mordiscos. Se decía también que a otros niños, ya más crecidos, pero no destetados todavía, les daba a mamar su miembro viril como si fuera un pezón, más propenso evidentemente a esta clase de placeres por su edad y propia inclinación”. Insisto: esto hubiera sido carne del diario Pueblo, sin duda alguna.
El último césar de los Doce Césares —Suetonio incluye a Julio César en primer lugar argumentando, más o menos, que asfaltó el camino que después recorrió Cayo Octavio Augusto— es el mencionado Domiciano, un bribón viperino que aparece, por cierto, en la reciente serie de Prime Video Those About to Die —fatua y aburrida, sólo se salva Anthony Hopkins—. El historiador le hace un traje desde el principio: en el primer párrafo, lo presenta como sodomita; en el segundo, como cobarde. Hijo de Vespasiano y hermano de Tito, fue un pijo resentido y con mucha mala leche, y ya se sabe lo que sucede cuando este tipo de peña pisa moqueta: ajustes de cuentas, ruina y, cómo no, ellos lo inventaron, pan y circo, naumaquia en el Coliseo incluida, en plan Gladiator II.
Suetonio reconoce que, durante un periodo, Domiciano “administró justicia con habilidad y diligencia”; sin embargo, “la penuria lo volvió avaro; el miedo, cruel”. Hizo limpia de senadores. ¿Que la carta astral de un tal Mecio Pompusiano le augura ser emperador? Pues se le licencia. ¿Que un padre de familia apuntaba que un gladiador tracio podía luchar en pie de igualdad con un mirmillón, pero no con el que pagaba a los juegos? A los perros. Y así.
Domiciano se dejó un pastizal en obras, en espectáculos y en subirle el sueldo al ejército, sabedor de con quién se jugaba los cuartos. Claro, se puso a sacar perras hasta debajo de las piedras. Esquilmó a los judíos y, a lo Cristóbal Montoro, “se apropiaba de las herencias de personas totalmente ajenas a él”. En definitiva, que cuando ya no había más arroz que echarle a la paella, se le amortizó de acuerdo al canon —de los sesenta y nueve gobernantes que tuvo el Imperio entre los años 14 y 395, cuarenta y tres murieron asesinados o en combate—: “Fue finalmente asesinado a consecuencia de una conspiración conjunta de sus amigos, de sus libertos más íntimos y de su propia mujer”. Cuando criaba malvas, el Senado emitió un damnatio memoriae, y santas pascuas. “Ya desde mucho tiempo atrás sospechaba cuál sería su último año y día de vida”, añade Suetonio, como un tripulante ilustre de la Nave del Misterio, “e incluso la hora y el género de muerte”.
Otro hombre de letras, hispano, había escrito previamente: “Oh, día vivificador, aniversario del nacimiento de César —el 24 de octubre— y más sagrado que el día en que el Ida confidente vio nacer a Júpiter en el monte Dicte. (…) ¿Qué votos en favor de tan gran dios son desmesurados?”. Respondía al nombre de Marco Valerio Marcial, estuvo a sueldo del tirano y fue, sin duda, uno de los mejores poetas satíricos de la Antigüedad.


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