Ya nadie lo recuerda. El día que fuimos otra cosa.
La memoria evanescente que nos consume los recuerdos se regodea de esos tiempos muertos, olvidados de la mano del destino. Hay lagunas etéreas de pensamiento, creaciones que duermen en el salón de los justos y palabras que nunca serán pronunciadas porque cayeron al abismo aquel día perdido de nuestras vidas. Solo unos pocos creen saber lo que ocurrió, apenas unos cuantos somos conscientes, a través de los sueños, de aquello que sucedió y que, durante veinticuatro horas exactas, paralizó el mundo.
Ya la pandemia nos enseñó a enterrar aquello que nos dolía y creó un espacio en blanco lleno de tachones al que nadie quiere regresar por miedo de traer esos crudos momentos de nuevo consigo, prendidos a las ropas ajadas de ese mendigo que habita en nuestro cerebro y que apenas se alimenta si no es de aquello que le satisface o, en el mejor de los casos, lo adormece para poder seguir caminando con los ojos abiertos al desastre y la crueldad que habita entre nosotros. Ya entonces obviamos los muertos y las cifras, guardándolo todo en ese rincón del sufrimiento al que pocos quieren acercarse. A veces, miramos y recordamos y, tras la punzada en el corazón, cerramos la puerta y avanzamos. Un poco. Solo un poco más, hasta la siguiente casilla. Con eso, por el momento, a algunos nos basta. Un pie tras otro. No grandes recorridos ni grandes metas, uno pequeño hoy sumándose a otro un poco más grande, quizá, mañana.
El día en que nos transformamos, pudimos ver con los ojos de otro y sentir bajo su piel. Fuimos mujeres y hombres distintos, animales de granja en la hora de nuestro sacrificio y mascotas acurrucadas a los pies de nuestros amos. Fuimos árboles respirando al unísono en el pulmón de los bosques, aguas marinas, espumando suspiros en las orillas, y de río, besando las piedras a nuestro paso, acariciando las escamas de nuestros hijos. Fuimos viento y volamos como silfos entre las nubes; nubes que, a su vez, habían sido también hombres y mujeres como nosotros apenas hacía unas horas. Un eufemismo extraño englobarnos a todos como si fuésemos iguales, cuando, en realidad, con esto descubrimos, con mayor certeza que nunca, que somos únicos, que nuestras diferencias nos destacan y nos abrazan a las de otros. Ese día, todos pudimos sentir lo que era bajar a una mina con el aire viciado y la luz escasa, lo que era manejar una aeronave o una embarcación con la responsabilidad añadida de las vidas que, por unas horas, días o minutos, aguardaban destino en sus vientres. Fuimos caucho en las ruedas y cristal en las ventanas, ranas croando en los estanques y moscas muriendo casi al poco de nacer. Nos perdimos y encontramos varias veces, mientras nuestras esencias humanas y mortales trascendían como lazos de brisa y se retorcían en remolinos de colores pastel, buscando un nuevo ser que habitar y ser. Miramos al hombre que alzaba el cuchillo sobre nuestra cabeza sabiendo que aquel habíamos sido nosotros un minuto atrás. Igual sucedía con el que apuntaba al oso en las montañas o al ciervo en el coto de caza, lo mismo que aquel que disparaba a un padre de familia arrodillado mientras su hijo miraba. Fuimos la pluma y la espada, el saco de boxeo y los nudillos de ese puño ensangrentado. Fuimos todo aquello y, quienes vivieron deprisa, durante lo que dura un día, fuimos verdugo y víctima varias veces.
Ninguno de los que recordamos aquello —si bien la memoria se diluye con cada nuevo amanecer— sabemos el por qué y ni siquiera si es posible que vuelva a suceder. Quienes aún tenemos el corazón palpitando y nos levantamos sudorosos tras una pesadilla que nos hace revivirlo, sabemos que, en el fondo, hemos vuelto a hacerlo, hemos vuelto a girar el rostro y olvidar. Se rumorea que no es fingido, que la desmemoria es genuina, pero todos sabemos que es más fácil mirar para otro lado que admitir lo vivido. Que dar golpes sabiendo cómo se siente quien los recibe no es plato de buen gusto. Que pasar hambre cuando unas horas atrás te habías dado el lujo de un festín con cuyas sobras habrían comido diez o veinte personas no es agradable. Ponerte en las botas del prójimo, la mayoría de las veces, pasa factura. Porque te hace comprender desde el mismo origen. Y, por mucho que cierres los ojos, esa vida ahora te pertenece.
Creo que algunos intentaron aliviar su sufrimiento quitándose la vida. Pero, al igual que sucedía en Iel, mi ópera prima no publicada, resultó inútil. Cada vez que eso sucedía, esos ojos se abrían en otro rostro, si cabe, forjando una experiencia aún peor. Aquellos que estuvieron arriba y ahora se vieron abajo estaban tan desconcertados como aquellos que, no teniendo nada, ahora lo tenían todo. Y, mientras unos lloraban y maldecían su mala suerte, aquellos otros bendecían los dones con los que la vida los agasajaba sin perder de vista lo realmente importante. Por eso, quienes habían vivido toda su existencia en la miseria y la más absoluta pobreza, hicieron por aliviar a aquellos que ahora ocupaban su lugar. Hubo quien intentó recuperar su identidad y su vida. Fue en vano. Durante ese tiempo de suspenso, el demiurgo que había obrado la maravilla tenía el poder de hacer y deshacer y sus reglas, aún ocultas, parecían claras. El mayor desasosiego para quienes no admitieron su transformación de buen grado era creer que se trataba de un efecto irreversible, una magia sin vuelta atrás. Por eso, cuando todo volvió a la normalidad, muchos sintieron el alivio de verse desprendidos de esa capa de pelo cubriéndoles todo el cuerpo, del machete sobre su cuello y de la necesidad de buscar en la basura los desperdicios de los opulentos y desconsiderados.
Esa experiencia forjó los sueños de muchos. Para otros tantos, sembró sus noches de terribles pesadillas. La mayoría no quieren recordar; eso significaría hacerles responsables de sus actos y del dolor de los demás.


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