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«The Kingsman: La primera misión»: Cuando los ingleses eran caballeros

«The Kingsman: La primera misión»: Cuando los ingleses eran caballeros

El británico Matthew Vaughn trata en Kingsman: La primera misión de jugar en dos ligas distintas: por un lado realizar un filme de aventuras de sabor clásico y vocación histórica, y por otro hacerlo jugando en la liga de las texturas digitales de la imagen y cierto revisionismo irónico que no esquiva lo solemne. El resultado podría ser un batido histriónico e intragable, pero los que conocemos el (buen) hacer de Vaughn, que osa levantar aquí con humildad y vehemencia su propio universo ficcional en tiempos de Marvel, sabemos que no va a ser el caso.

Y no, no lo es, pese a ciertos vaivenes en la tonalidad que afectan a la primera mitad del filme, una aventura bélica y de espionaje con aliento satírico pero que sabe respetar sus referentes (aprende, Adam McKay). La nueva aventura de Kingsman es por eso una tercera película que funciona como precuela de ese equipo de espías que conocimos en Kingsman: Servicio Secreto (2014) y su secuela El círculo de oro (2016), con los primigenios fundadores actuando para la masacre y la guerra de trincheras tras el asesinato del archiduque. No sale Colin Firth ni tampoco Eggsy (eso Vaughn lo deja para una tercera y última entrega de esa trilogía) pero conocemos al duque de Oxford (Ralph Fiennes) y su hijo Conrad (muy soso Harris Dickinson) en los albores de la Gran Guerra.

"La nueva película de Kingsman, protagonizada por un héroe de acción tan sui generis como Ralph Fiennes, no es un filme iconoclasta sino admirador de sus mitos"

Kingsman introduce con ellos el cómic loco de Mark Millar en la historia del siglo XX, con Rasputin dando golpes de kárate y un villano de opereta como último responsable de la contienda, y como tampoco es una obra perfecta, a veces da la impresión de hacerlo a golpetazos. Esto último, sin embargo, no es síntoma de una falta de deferencia de Vaughn hacia sus temas, ni tampoco de falta de ambición narrativa, sino meras imperfecciones en una película que sin embargo tiene los conceptos claros. La nueva película de Kingsman, protagonizada por un héroe de acción tan sui generis como Ralph Fiennes, no es un filme iconoclasta sino admirador de sus mitos, uno que reflexiona y profundiza sobre conceptos identitarios hondamente enterrados y a la vez ampliamente traicionados.

Quienes viesen las anteriores películas de Kingsman saben muy bien que la nobleza británica, cuando ésta no era sinónimo de dinero y vetustas tradiciones sino de valores, es el principal objeto de preocupación aquí, solo que en un nuevo (viejo) contexto. Vaughn, como Guy Ritchie, queda como uno de los guardianes de las esencias de una cinematografía obsoleta en tiempos de plataformas de streaming. La solemnidad de su banda sonora, que mezcla varios estilos sin asomo de sonrojo, es prueba de que la película quiere ser divertida, pero nunca una parodia. Vaughn realiza aquí un cuento de identidad nacional sobre caballeros modernos que, como dice el duque de Oxford (Ralph Fiennes) en la película, no versa de crueldad sino de justicia, pero que trata de hablar de tú a tú al espectador de ahora. Porque por suerte a Vaughn no se le escapan las derivas del espectáculo contemporáneo: él mismo dirigió una película de X-Men (la mejor del último reboot) y sabe un rato de adaptar viñetas y generar escenas de acción dignas de videojuego.

"The Kingsman aborda los hechos que derivaron en la Primera Guerra Mundial con relativo respeto"

El director británico ahonda aquí en la espina vertebral de la saga y, eso sí, realiza un pulso con la historia. Durante su primera media hora o más The Kingsman aborda los hechos que derivaron en la Primera Guerra Mundial con relativo respeto. Es el tiempo que tarda Vaughn en ir torciendo la linealidad y literalidad de la Historia, con mayúsculas, hacia su aventura de cómic, hasta literalmente romperla. Es una decisión arriesgada que distanciará a algunos espectadores y ganará otros, aunque hay que decir que el realizador coge los pedazos para recomponerlos de manera ficcional pero con una fidelidad sorprendente. Todo en su cuento versa sobre la legitimidad del uso de la fuerza y de las promesas (traicionadas) de un país consigo mismo, y además bañado en un espíritu libertario y referencial, pero referencial con la historia, la ética y la moral y no solo con el guiño y el chiste meta-cinematográfico. A Vaughn, buen británico como es, le encantan las películas de James Bond y se nota: él mismo debería dirigir una, pero su película es una alegoría moral y política en toda regla en tiempos de espectáculos vacíos.

La película vive en un mundo paralelo que mira a nuestra realidad, que fuerza al espectador joven a interesarse por un pasado trágico que aquí retoma sus connotaciones míticas. Cuando llega a su surrealista episodio con Rasputin (Rhys Ifans) The Kingsman asoma sus verdaderas fauces de cine de multisalas, compatibilizando el surrealismo de una aventura Bond a lo Roger Moore con la virulencia tremendista de la guerra de trincheras (y donde se produce el grave y necesario giro argumental del filme). El resultado a veces parece provenir de dos películas distintas nunca del todo bien mezcladas, definitivamente con altibajos de ritmo, pero incluso así —con sus tintes de melodrama imposible— resulta una propuesta poco común y apasionante. La lucha final tiene lugar mientras se proyectan imágenes reales de la Primera Guerra Mundial, y que por tanto reflexiona sobre realidad y ficción, en un filme que mezcla la nostalgia pop con el drama histórico, lo grotesco con lo solemne. Es el sueño de un caballero inglés y el testimonio de que artistas como Matthew Vaughn para hacer buen cine de acción quedan pocos, pero haberlos haylos.

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