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Thea von Harbou, la guionista maldita de Fritz Lang

Thea von Harbou, la guionista maldita de Fritz Lang

Terminé mi meticuloso estudio de la filmografía de Fritz Lang a finales de los años 90. En otras palabras: a excepción de los dos primeros títulos de 1919 —Halbblut y Der Herr der Liebe—, dos cintas sobre amores trágicos de las que, para mayor desgracia de la historia de la humanidad, no ha llegado ninguna copia hasta nuestros días, he visto —y, por supuesto, atesoro debidamente— las cuarenta y dos realizaciones que el maestro estrenó entre El mar de oro (1919), primera entrega del díptico de Las arañas, y Los crímenes del doctor Mabuse (1960), último episodio de la trilogía de Mabuse, el pérfido magnetizador que, más que con los bienes materiales, ansía hacerse con la voluntad de sus víctimas.

Lang, junto con John Ford y Alfred Hitchcock, fue uno de los primeros clásicos que me cautivó. Ese estudio admirado de su filmografía, para su posterior exaltación, me llevó todo el fin de siglo. Siendo, además, uno de los afanes más gratos de mi vida, aún recuerdo el gozo que me procuró saber que don Luis Buñuel admiraba a Lang tanto como yo. Fue durante la lectura de Mi último suspiro (Plaza & Janés, Barcelona, 1982), las memorias que el maestro aragonés escribió en colaboración con Jean-Claude Carrière, su guionista francés recientemente fallecido. En el último párrafo de la página 191, don Luis recuerda su primer encuentro con Lang. Fue en Los Ángeles, en 1972. Entonces tuvo ocasión de confesarle que había decidido dedicarse al cine tras la impresión que le causó su primer visionado de Las tres luces (Fritz Lang, 1921). Acto seguido, como si fuera un simple cinéfilo, el último heterodoxo español pidió al máximo representante de la diáspora del expresionismo alemán en Hollywood una foto de los días de Metrópolis (Fritz Lang, 1927) dedicada.

"Desde que se separaron en 1933, con todo el Tercer Reich por medio, Lang no había vuelto a hablar de ella en público"

Sí, he estudiado a Lang —y también a don Luis, ¡faltaría más!— a conciencia. Ya desde los albores de tan grata tarea, a comienzos de los años 80, hay tres títulos del maestro alemán que me sugieren una fuente inagotable de preguntas. El primero es Furia (1936), su primera cinta estadounidense, ese alegato contra el linchamiento, que rueda recién instalado en la patria del linchamiento. Siendo como soy un individualista, nato e irreductible, al que la simple presencia de una multitud fuera de una sala de cine ya le inquieta, imagine el lector todo lo que se me pasa por la cabeza ante esa infausta expresión de la voluntad popular, impuesta brutalmente a un individuo, que es el linchamiento. El interés de Lang por esta exacerbación del fuenteovejunismo que es la ley de Lynch viene dando que hablar desde que se refirió a él por primera vez en M, el vampiro de Düsseldorf (1931).

El tigre de Esnapur y La tumba india (ambas de 1959), el díptico hindú del final de su filmografía, son los otros dos filmes del maestro alemán sobre los que llevo más de treinta años haciéndome preguntas. Cuestiones que, en realidad, podrían resumirse en una: ¿Por qué en el ocaso de su carrera vuelve a una epopeya que había escrito con su segunda esposa, la guionista Thea von Harbou? El libreto ya había sido rodado en 1921 por Joe May —un expresionista hoy olvidado— con los títulos de El tigre de Esnapur y La misión del yoghi. Más aún, en el 38, otro realizador alemán, Richard Eichberg, estrenó la primera versión sonora del paquete con los mismos títulos que Lang. Pero no sólo eso, la rodó, además, en dos idiomas: alemán y francés. El doblaje aún estaba por llegar y las películas se filmaban en versiones diferentes, aunque en los mismos decorados, en los distintos idiomas hablados en los países donde la distribución ya estaba contratada. Así, el Drácula que en 1931 dirige en español George Meldford, trasunto del Drácula que ese mismo año rueda el gran Tod Browning, es una pequeña maravilla que no va a la zaga de su modelo.

Pero estamos con esa incógnita que lleva a Lang a volver sobre el que quizás fuera el libreto más querido de su segunda exmujer —estaba basado en una novela de Von Harbou de 1918—, cinco años después de la muerte de ella. Desde que se separaron en 1933, con todo el Tercer Reich por medio, Lang no había vuelto a hablar de ella en público. Cuando los mil años que iba a durar aquel imperio se quedaron en apenas trece, que, no obstante, fueron bastante para que sus impulsores tuvieran tiempo de convertirse en unos de los mayores genocidas que la historia recuerda, todos los cineastas que les apoyaron —que en su mayoría no tenían las manos manchadas de sangre, pues estaban haciendo películas, que no matando gente— sufrieron el correspondiente estigma. La primera fue Leni Riefenstahl, que, como la Reichsfilmregisseurin, cineasta oficial del Reich que fue, tras la guerra se le persiguió más que a nadie en la maltrecha industria. Pero Thea von Harbou, cuya culpa no fue mayor que la del resto de los alemanes que eligieron a Hitler democráticamente y jamás le exaltó abiertamente en sus películas, nunca vio rehabilitada su obra. Todavía es ahora cuando apenas se detiene en ella la historia del expresionismo alemán. Y fue, sin duda alguna, su mejor libretista. De Caligari a Hitler: El cine alemán en la era de las masas (2014), el espléndido documental de Rüdiger Suchsland sobre aquel capítulo de la historia de la pantalla germana, que también fue —nunca me he de cansar de escribirlo— la manifestación cultural por excelencia de la República de Weimar, la página más encomiable de la historia de la pantalla germana y la prueba irrefutable de la expresividad que había alcanzado la imagen silente —El último (F. W. Murnau, 1924) sólo tiene un rótulo explicativo y se entiende perfectamente— cuando el cine la abandonó de un modo traumático, sin haber llegado a experimentar con ella hasta sus últimas consecuencias.

"Y con las mismas que se privó a los tomavistas de su movilidad a Thea von Harbou la historia le ha negado su reconocimiento"

Y con las mismas que se privó a los tomavistas de su movilidad, al blindarlos por algo tan espurio como que el ruido de su motor no fuera registrado por el micrófono, a Thea von Harbou la historia le ha negado su reconocimiento. Parece ser que Kenji Mizoguchi no fue tan antifascista como se aseguró en la posguerra. Sin ir más lejos, La venganza de los cuarenta y siete samuráis (1941) puede entenderse como una exaltación del militarismo y el imperialismo que llevaron a Japón a la guerra del Pacífico (1937-1945). El mismo Rossellini rodó películas fascistas —La nave blanca (1941), Un piloto regresa (1942)—, por no hablar de Alessandro Blassetti, que rodó películas exaltando a los camisas negras —Vecchia guardia (1935)— y ello no fue óbice para que, ya en la posguerra, siguiera rodando con absoluta normalidad. En líneas generales, la historia del cine estudia esos periodos dudosos de las filmografías de sus maestros como una adecuación para la supervivencia. Y aunque hubieran sido auténticos fascistas, una vez más habría que repetir que no se puede condenar una obra por la ideología de su autor. De ser así, ¿qué hacemos con todos los grandes poetas que han exaltado a Stalin, otro genocida del jaez de Hitler, en nuestra misma lengua?

Parece ser que para Thea von Harbou, esa distancia entre la obra y la ideología de su autor no cuenta. La escritora austriaca Anna Maria Sigmund, en el artículo que le dedica en Las mujeres de los nazis (2005), la llama «la reina de los guiones de Hitler». En honor a la verdad, no la vieron así ni siquiera las tropas inglesas, que la detuvieron tras la caída de Berlín y la confinaron brevemente en un campo de concentración, como a tantos alemanes. Desde luego, sería mucho más apropiado llamarla «la guionista de la República de Weimar».  

Thea von Harbou nació en Tauperlitz (Baviera) en 1888. Niña prodigio de una familia de origen aristocrático, su hermano mayor era Horst von Harbou, director de fotografía en la UFA. Ya desde pequeña, la futura escritora destacó por su facilidad para los idiomas —era políglota— y la música. En la literatura se hizo notar con tan sólo trece años, cuando publicó sus primeros poemas. Sin embargo, su primera ocupación profesional fue como actriz. Tenía 18 primaveras cuando debutó en un escenario de Düsseldorf.

Su primera novela, Die nach uns kommen, data de 1910. Al parecer, siempre estuvo interesada en la mitología germánica, inquietud que, tras la Gran Guerra, la llevó a escribir novelas de exaltación nacionalista que instaban a la mujer al sacrificio por la patria. Puede que aquellas páginas le acercasen a los nazis más que los guiones que habría de escribir. Pero no adelantemos acontecimientos.

"Thea von Harbou ya es la guionista más prestigiosa de este estudio cuando escribe para Lang las dos entregas de Los Nibelungos"

Aún corría 1914 cuando Thea von Harbou se casó en primeras nupcias con el actor Rudolf Klein-Rogge, el futuro Mabuse de Lang, además del protagonista de la mayor parte de los guiones que la escritora alumbró para su segundo marido. Tras el armisticio (1918), el matrimonio Klein-Rogge ya está en Berlín. En 1919, él es uno de los intérpretes de El gabinete del doctor Caligari de Robert Wiene, uno de los títulos señeros del expresionismo. Ya en 1920, Von Harbou escribe su primer guión para Lang, La imagen errante. Aunque lleva dos años separada de Klein-Rogge, la relación sigue siendo tan cordial entre ellos que no impide que colaboren en todos los grandes filmes que se avecinan: Von Harbou escribe, Lang dirige y Klein-Rogge protagoniza. Ése es el equipo que pone en marcha El Doctor Mabuse (1922). Como el montaje final de la cinta dura más de cuatro horas, se distribuye en dos partes: El jugador y El infierno del crimen.

Además de con sus dos maridos —se casó con Lang en 1922, cuando murió la primera esposa del realizador—, la guionista tiene tiempo de comenzar su también larga colaboración con Murnau en La tierra en llamas (1922). Para Carl Theodor Dreyer escribe Michael (1924), producción que el danés realiza para la UFA. Thea von Harbou ya es la guionista más prestigiosa de este estudio cuando escribe para Lang las dos entregas de Los Nibelungos (1924), Huelga decir que se convertirán en las dos películas favoritas de los nazis.

Y después Metrópolis. Imaginada frente a esos rascacielos, que, tras la primera visión de la Estatua de la Libertad, ofrecía Nueva York cuando aún se iba a ella desde Europa en transatlántico, es una de las obras maestras de la ciencia ficción silente, género al que volvió el matrimonio en La mujer en la Luna (1929). Por aquel tiempo, Gerda Maurus, la intérprete de la aludida en el título de esta última, tenía un lío con Lang desde Los espías, una colaboración previa de la pareja. Von Harbou lo sabía y no le importaba mucho. Sus relaciones siempre fueron abiertas, al igual que el apartamento que tenía con el realizador en Berlín. Quienes lo conocieron hablaron de él como de un espacio exótico y abigarrado, donde quedaba patente en cada rincón la afición de la escritora a cuanto se refería a la India. Aunque —a diferencia de Leni Riefenstahl, que documentó la invasión de Polonia— nunca fue a la guerra, Thea von Harbou sí debió de ser una mujer de armas tomar. Quienes la conocieron la recuerdan escribiendo Metrópolis —que también fue su novela más aclamada— con tres carretes diferentes en la máquina: el negro para las descripciones, el azul para los movimientos de la cámara y el rojo para aquellas secuencias en las que había que sincronizar algún sonido.

"Dejó de ver a Lang en el 32, cuando el maestro abandonó Alemania sin previo aviso, la misma noche que rechazó la oferta de dirigir la UFA que le hizo Joseph Goebbels"

Dejó de ver a Lang en el 32, cuando el maestro abandonó Alemania sin previo aviso, la misma noche que rechazó la oferta de dirigir la UFA que le hizo Joseph Goebbels. En cierto sentido, con la crítica internacional, a Von Harbou le pasó como a Rimbaud cuando Verlaine volvió a París tras el episodio de Bélgica y tomaron partido por él, frente al autor de Una temporada en el infierno (1873), las capillitas de poetas. A partir de la ruptura, para la historia más superficial y consabida, la guionista pasó a ser la culpable de cuanto malo pueda haber en la filmografía alemana de su exmarido. Y no es así, entre otras cosas porque todo en el Fritz Lang alemán, como en el americano, es bueno. Se separaron legalmente en el 33. Para entonces, Thea von Harbou ya había hecho su amante a Ayi Tendulka, un estudiante hindú al que conoció durante el rodaje de El testamento del doctor Mabuse. Al parecer, empero las leyes raciales del nuevo orden, la pareja siguió junta durante los años del nazismo.

Después, ya en la posguerra, cuando le preguntaron sobre su militancia nacional socialista, la mejor guionista que tuvo la UFA dijo que fue debida a su afán de ayudar a los hindúes afincados en Berlín. Debieron de creerla, porque sólo la condenaron a pasar un año recogiendo escombros. El Reich que imaginaron milenario había dejado al país en ruinas. Tras la guerra no escribió ningún libreto que mereciera la pena. El célebre Milagro Económico Alemán (1950-1960) le tocó muy de refilón. Ya con la salud minada, salía de una proyección de Las tres luces, con la que fue a homenajearla la Berlinale en 1954, cuando sufrió una caída. A consecuencia de aquel tropezón, llegó el momento de su última secuencia. Quiero creer que Fritz Lang, quien nunca había vuelto a hablar en público de ella, quiso rodar el díptico hindú en su memoria.

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