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Todos monstruos (Arresto domiciliario 9)

Todos monstruos (Arresto domiciliario 9)

“Tú de atleta no tienes más que el pie”, sentenciaba mi madre, que al respecto tenía kilos de información privilegiada. Una noche, la comezón se volvió inaguantable y me rasqué los pies como nunca antes en trece años de vida. Amanecí con dos abscesos espectaculares entre planta y falanges, mismos que procedí a ocultar en los días subsiguientes, ya que tenía boletos para asistir al Campeonato Nacional de Tenis y no quería perdérmelo por un poco de pus impertinente.

"¿Cómo es que ahora parecen tan remotos la cercanía, el abrazo o el beso, privilegios que nunca vimos como tales?"

Disimulaba en casa la cojera, pero ya en el estadio me arrastraba con tal de no tener que doblar las falanges y chillar de dolor. Miraba entonces a los tenistas que corrían por la cancha como si cualquier cosa, y entonces me dejaba carcomer por una envidia amarga y singular, pues desde mi llameante escocedura la flexión de los pies lucía como un raro privilegio, aun si días atrás acostumbraba hacerlo igual que todo el mundo. Ser la excepción infausta de la regla es expropiar de golpe las certezas del monstruo. Nadie más va a entenderte, y viceversa.

Vínome a la memoria el pie de atleta de mi pubertad ayer que estaba frente a la televisión y transcurría una escena cuyos protagonistas se encontraban a la mitad del parque y se sentaban juntos en una banca. Quiero decir, muy juntos. Solamente de verlos en tal medida próximos y despreocupados, alguien dentro de mí saltó, espantado por tanto desparpajo. No era, a todo esto, una escena reciente, ni de la vida real, aunque sí muy común hasta hace poco tiempo. ¿Cómo es que ahora parecen tan remotos la cercanía, el abrazo o el beso, privilegios que nunca vimos como tales y en estas circunstancias, aun totalmente fuera de contexto, nos parecen ya no nada más raros sino dignos de susto y reprimenda?

"Hay quienes se preguntan si pasada la sombra del coronavirus volveremos a ser afectuosos como antes, o si los sedimentos del horror al contacto nos habrán convertido en monstruos timoratos"

Uno se olvida pronto de aquello que la vida le arrebata. Cosas simples que nadie pensó en atesorar porque formaban parte del paisaje y cualquiera podía disfrutarlas. Placeres pequeñitos cuya súbita falta nos lleva a comportarnos como si ya jamás fuéramos a probarlos, por más que sea evidente que la abstinencia es un asunto transitorio. Costumbres que han dejado de ser tales y ahora son suplantadas por un miedo sin cuerpo que ya sólo por eso se estira al infinito y nos convierte en bichos huraños, huidizos, desconfiados, medrosos y en resumen tristísimos, como el niño de los pies purulentos que en su imaginación atribulada ve venir al doctor armado de un serrucho.

Hay quienes se preguntan si pasada la sombra del coronavirus volveremos a ser afectuosos como antes, o si los sedimentos del horror al contacto nos habrán convertido en monstruos timoratos. Una duda infantil, si tomamos en cuenta las escasas defensas que uno tiene contra las efusiones corporales, especialmente luego de una soledad larga y lacerante. No es la razón, por cierto, quien devuelve los besos más urgentes. Prueba de ello es que en cada nuevo abrazo, de los muchos que ocurren a lo largo del día, mi correclusa y yo nos enviamos señales de emergencia: la terapia intensiva del corazón.

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