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Tres ventanas a unos diarios entre dos siglos

Tres ventanas a unos diarios entre dos siglos

Manuel Rico nos presenta en sus diarios un testimonio revelador de dos etapas históricas para España. La primera, durante los años 80, donde el optimismo sin límites se enfrenta a la realidad de una sociedad pacata y miedosa sacudida por el 23-F, el paro y las grandes bolsas de marginación. Mientras, en los 2000, asistimos a un inicio dramático de este nuevo siglo marcado por el terrorismo internacional y la profunda transformación de las ciudades.

A continuación, ofrecemos una introducción del autor a su obra y tres ventanas de estos Diarios completos.

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En los diarios de un escritor suelen confluir las reverberaciones del mundo, el trasfondo social y político, las preocupaciones literarias, las obsesiones respecto a la obra propia y ajena, las sensaciones nacidas en viajes, lecturas y encuentros, la memoria y piezas de una cotidianidad a la que asoman manías, filias y fobias y sostenidas pasiones. En mis Diarios completos hay mucho de ese precipitado. Agrupados en dos bloques, años 80 y primera década del siglo, son el reflejo de dos mundos si no desparecidos, sí evocables como escenarios de grandes mutaciones. Personales y colectivas. De un lado, el tiempo de la transición y de la movida que, en mi caso, era la “otra movida”, la menos visible, años del 23 F y de posmodenidad. La década del dos mil, decisivo período que se inició con el euro y quedó marcado por el 11-S, el 11-M y el “No a la guerra” y que vio nacer Internet, lo digital y el primer crack económico del siglo XXI. Dos realidades, dos mundos, bajo la mirada de un escritor que en los 80 nacía como tal y tanteaba el mundo literario, y que con el nuevo milenio maduraba, se aterrorizaba ante una guerra no imaginada y construía una obra en la que quiso aunar preocupaciones literarias con una visión crítica del mundo. Aquí dejo, como anticipo, el reflejo de tres jornadas. La primera, de noviembre de 1985, forma parte del primer bloque, en el ecuador de los ochenta. Las dos restantes, octubre de 2003 y noviembre de 2005, nacidas a la sombra de la muerte de Vázquez Montalbán y de un inédito de Raymond Carver que publicó Bartleby. De todo ello hace mucho, quizá demasiado tiempo.

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Tres ventanas a los Diarios Completos 

28 de noviembre de 1985

“Qué difícil simultanear literatura y actividad política. Hace más de un mes que no abro el cuaderno, que escribo a salto de mata, que no cuento con un solo minuto para pensar con calma en los proyectos literarios que tengo entre manos. Primero fue la preparación del debate sobre el estado de la región, después el debate de los presupuestos de la Comunidad… En fin, decenas de horas volcado en cifras, en partidas presupuestarias, en textos jurídicos mientras aplazaba anotaciones y poemas y embarrancaba la novela a medio mecanografiar (¡y eso que pensaba terminarla en el agosto de Sanlúcar!). Vivo, por ello, una situación incómoda, rayana en la esquizofrenia. Aunque, en honor a la verdad, he de decir también que no todo lo que se deriva de esa situación es completamente negativo. Por ejemplo, estoy adquiriendo una especial destreza para escindir la mente: escribo breves poemas mientras atiendo la comparecencia de un director general o repaso las partidas de un programa conflictivo mientras en un papel aparte voy delineando el esquema de una posible narración. Peculiar esquizofrenia que a veces me salva. Destreza imprescindible para no sucumbir.

“Leí, casi de un tirón, Mientras agonizo. Demoledora inmersión en las tradiciones del hondo sur norteamericano del primer tercio del siglo. Faulkner narra la experiencia de una familia de campesinos a lo largo del azaroso viaje que se ven obligados a realizar para trasladar el cadáver de la madre muerta desde la apartada granja en que viven hasta el cementerio situado en la ciudad de Jefferson. Siguiendo las instrucciones del padre, los hijos acompañan al carromato fúnebre a lo largo de un difícil y tortuoso trayecto: se ven obligados a afrontar situaciones límite (la más dramática es la caída del ataúd a la corriente del río que, en un momento dado, ha de cruzar el cortejo) en un itinerario trazado por caminos de mulas y trochas intransitables. Novela en la que la crítica social está impregnada de tintes tremendistas y de muy notables dosis de ironía y de humor negro. La narración se sustenta en una sucesión de monólogos protagonizados por cada uno de los personajes que aparecen a lo largo del trayecto y nos revela la contradicción existente entre una filosofía de la vida asentada en el ritual cristiano y una realidad que les obliga al cinismo. Es un claroscuro en el que la vida y la muerte, el dinero, el amor, el sexo y las relaciones familiares son sometidos a una cruel disección por la voz (por las sucesivas voces) narrativa.

“Tardes de domingo en el barrio. ¡Cuánto echaba de menos estos paseos por las calles vacías del otoño! Hace unos días, aprovechamos la tarde del domingo para llevar a Malva al parque y para respirar la quietud del barrio en esa hora de la sobremesa en que el domingo refugia al vecindario frente al televisor. Fue un reencuentro. Casi tenía olvidado el placer de entregarme al paseo con la sola intención de vivirlo con intensidad. Hasta tuve tiempo de observar el trajín de los pocos viandantes que a esa hora salían a la calle: las adolescentes que, con los labios recién pintados y la sexualidad en ciernes, aguardaban el autobús de camino a cualquier discoteca del centro de Madrid, los jubilados que, con el transistor bien pegado a la oreja, seguían con atención la jornada de Liga, la soledad del parque, el corretear y el asombro de Malva. La imagen de los viejos atentos a las retransmisiones futbolísticas avivó viejos recuerdos de la infancia: la sintonía del «Carrusel Deportivo» que mi padre escuchaba algunas veces, los anuncios de coñac, de anís, de cigarrillos y puros, una cierta mítica de lo varonil y machista que, entonces, el mundo del fútbol albergaba, retornaron de pronto ocupando un espacio no desprovisto de nostalgia. Fue, en definitiva, un apacible reencuentro con todo lo que voy relegando cada día.

“Moya anuncia la casi inminente aparición de El vuelo liberado. Magnífica noticia tras una interminable espera de dos años.

“El Premio Nobel ha recaído en Claude Simon. Según refieren los más conspicuos críticos en las secciones culturales de los diarios, ha sido una elección inesperada. Para mí también. Lo que no impide que me sienta sorprendido por el curioso paralelismo que advierto entre el creciente interés que, a lo largo de este año, me ha llevado a leer textos de toda índole sobre el nouveau roman y el hecho de que el premiado fuera en su día uno de sus más decididos promotores. Comencé leyendo La celosía y después compré dos novelas de Nathalie Sarraute (recientemente he terminado una de ellas, El planetario). Ahora, poco después de conocer la noticia, he comprado uno de los más celebrados libros (y quizá el único que está en circulación) de Simon: La ruta de Flandes. La edición es de 1967. Lo cual pone de relieve que la noticia ha cogido a los editores tan desprevenidos como al crítico de turno o al lector de a pie. Juicio sobre la lectura de El planetario: me parece un libro más logrado que La celosía. Menos plano y frío, más cálido y emotivo. Menos fotográfico y capilar, más introspectivo. Acercamiento a los fantasmas de un sector de la intelectualidad francesa obsesionado por convertir la imagen propia en el más valioso instrumento para ascender a la cumbre de la fama. Y del poder. ¿O no?

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18 de octubre de 2003

“El mazazo lo recibimos a las diez de la mañana, con el informativo radiofónico. Manolo Vázquez Montalbán ha muerto. Un infarto fulminante ha acabado con él en la sala de espera del aeropuerto de Bangkok. Terrible. Increíble. Difícil de asumir. Recuerdo versos suyos de Pero el viajero que huye, versos que hablaban de la búsqueda del paraíso imposible en los mares del sur, en las antípodas.

Hace ocho o diez días hablé con su compañera Anna Sallés: quería cerrar los detalles de la presentación en Barcelona de la antología de poetas catalanes que escriben en castellano Por vivir aquí. Me dijo que llamara una semana más tarde, que Manolo estaba en Australia. Ya no será necesario. O solo para consolar a Anna, para recordarlo, con ella, vivo, quizá para compartir o intercambiar experiencias compartidas con él.

La última vez que hablé con Manolo antes de acordar la presentación de la antología fue en la pasada primavera. Le pedí que hiciera de intermediario ante Joan Manuel Serrat por encargo de Diego Jesús Jiménez. La Universidad de Castilla La Mancha quería que Serrat y él participaran en el curso de verano que, en julio, se organizaba en Priego, dedicado este año a las relaciones entre poetas y cantautores. Logré hablar con Serrat, pero me dijo que, por razones derivadas de un compromiso con viejos amigos de la infancia, no podría acudir. Manolo, por falta de hueco en la agenda, tampoco.

Aunque en la distancia, desde 1996 he mantenido una relación intensa y franca con Vázquez Montalbán. La escritura de Memoria, deseo y compasión, un ensayo sobre su poesía, me llevó, aquel año, a iniciar una relación que no tardaría en hacerse fluida y amistosa en el sentido más profundo de la palabra. A ello ayudó mucho que yo viera en aquel hombre al escritor al que, al final de mi adolescencia, había leído de manera casi compulsiva en las páginas de Triunfo, del que, en el tiempo universitario, aprendí el análisis marxista aplicado a la estructura de la información, al proceso comunicacional y en cuya poesía, no podría precisar cuándo, que en el poema podían darse la mano, besarse incluso, Concha Piquer y T. S. Eliot, Françoise Hardy y Lombroso.

Pese a conocerme de muy poco tiempo, Manolo fue extremadamente generoso y atento conmigo. Nunca me toreó cuando le pedí algún texto para Bartleby —el último, el prólogo a Por vivir aquí, un lúcido texto titulado «Sobre el ejército lingüístico de ocupación»—, ni eludió su colaboración cuando le pedí que me leyera el manuscrito de una novela recién terminada: lo hizo con La mujer muerta y con las sucesivas versiones de Los días de Eisenhower y lo hizo con algunos de mis trabajos sobre poesía o sobre novela contemporánea. Tampoco escurrió el bulto cuando, en nombre de Diego Jesús, le pedí que asistiera, en el verano de 2001, al curso sobre «Poesía y conciencia» que se celebraba en Priego. Fue una presencia memorable en la que puso de relieve, también, su generosidad. Vino, desde Barcelona, en su propio coche, cruzando parajes montañosos y eludiendo autovías y carreteras nacionales, llegó minutos antes de su lectura, se quedó a almorzar y, después del almuerzo, sin un minuto de descanso o de siesta, volvió a Barcelona. Leyó hermosos poemas inéditos —formaban parte de un libro en construcción en cuyo título figuraba la palabra almendra y de su tantas veces anunciado libro Rosebud— que hablaban de la memoria de la madre muerta, durante la comida compartió conversación con los poetas que participábamos en el curso —Félix Grande, Carlos Sahagún, Antonio Martínez Sarrión, Paco Brines, Francisca Aguirre, Diego Jesús Jiménez…— y con la novelista y ensayista Carme Riera. Fue una experiencia hermosa, inolvidable. Recuerdo, de manera muy especial, que Manolo se emocionó al conocer a Carlos Sahagún, de quien había leído parte de su obra y al que había perdido la pista después de que le concedieran el Premio Nacional en 1978 por su poemario Primer y último oficio. Y recuerdo cómo, tras la sobremesa, Manolo nos dijo que tenía que marcharse a Barcelona, que por la noche tenía una entrevista inexcusable con un periodista llegado de Argentina. En fin, Manolo y sus múltiples, casi inabarcables, ocupaciones y compromisos. Manolo y su compromiso.

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6 de noviembre de 2005

“Sin heroísmos, por favor es el título del libro de Raymond Carver que, por iniciativa de Tess Gallagher, su viuda, se publicó póstumamente en Estados Unidos y en 1990. Ahora lo hemos incluido en la colección Miradas de Bartleby. Es un libro complejo, con materiales de diversa procedencia y de etapas históricas distintas, en el que cualquier lector mínimamente atento —y todo lector asiduo de Carver— puede acceder a la cocina del narrador y poeta norteamericano. Cuentos de su primera época —uno de ellos, «El pelo», estremecedor—, fragmentos de una novela inacabada, prólogos diversos, críticas y ensayos, algunos especialmente ilustrativos sobre sus pautas de trabajo, tanto al escribir poesía como al abordar el cuento, conforman un libro vivo, un libro mosaico que nos da una idea de los mundos y obsesiones de Carver. Y, sobre todo, nos ayuda a disolver una convención muy asentada en los medios literarios: la supuesta superficialidad del realismo que sustentó la totalidad de su obra. Aunque el libro se abre con un relato —el primero que publicó, un relato de juventud— de estirpe faulkneriana, en cierta medida alejado de la propuesta de su escritura posterior, ya en «El pelo» se pone en evidencia la carga poética, el invisible y oscuro temblor que respira en casi todos sus cuentos. Carver es un realista sobre el que siempre gravita la irrealidad, esa irrealidad que asoma, de manera sutil, amenazadora a veces, en la vida cotidiana. Sus cuentos suelen transitar por el límite, en ellos siempre tiene el lector la sensación de que una desgracia va a ocurrir de manera inminente, de que hay una fuerza oculta que puede dar al traste con la normalidad y la lógica de lo cotidiano.

“Leí los relatos de Catedral en 1986, poco después de la publicación del libro por Anagrama, en pleno proceso de promoción (y consolidación) en España de lo que se dio en llamar «nueva narrativa española», y me cautivaron. Eran —son— cuentos apegados a lo real, pero con un pie en lo fantástico e inexpresable. Hubo un cuento —creo que es el que abre el volumen— en el que la presencia de un pavo en la vida de una familia, un pavo que deambula por la casa, que forma parte de la escenografía del cuento, actúa como factor de inquietud, de incertidumbre, como si en él se expresara la sombra de una desgracia que estuviera a punto de ocurrir. Esa circunstancia, poco acorde con la fama de realista sucio con que se estaba vendiendo a Carver en España, me sorprendió y me emocionó. Desde entonces, siempre he leído a Carver con placer y con pasión, con la plena conciencia de que forma parte de la menguada nómina de grandes maestros contemporáneos del relato.

Hoy hemos estado —E y yo, sin hijos— en Gargantilla. Ha sido un viaje rápido, casi una visita, para sellar el cobertizo que hemos instalado en el jardín. El día era soleado y otoñal y los colores del jardín resumían las tonalidades del valle: sobre el verde recuperado, las hojas amarillas de los fresnos extendían una alfombra irregular y en los jardines vecinos se podían admirar las copas de los árboles teñidas de otoño —ocres del roble, rojo del pruno, amarillo del fresno y del chopo—. Olía a hierba y a humedad —las lluvias de hacía una semana han sido providenciales—, y en la urbanización se respiraba un silencio impropio del domingo.

Tarde calma. Lectura y música. Melancolía por el tiempo que huye —«Los domingos siempre son días tristes, / siempre acabo la tarde recordando otros tiempos», decía una canción, años setenta, de Víctor Manuel— y vuelta a las páginas inquietantes, dolorosas y heroicas, del primer tomo de los diarios de Víctor Klemperer, una lectura no por discontinua e irregular menos apasionante.

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Título: Diarios completos. Autor: Manuel Rico. Editorial: Punto de Vista Editores. Venta: Todostuslibros.

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