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Tripas y cuerpos, un cuento de Rosa Navarro

Tripas y cuerpos, un cuento de Rosa Navarro

Ilustración: cuadro Primera comunión, de Pablo Picasso

La segunda entrega de esta sección de relato no es menos deslumbrante. En la Escuela de Imaginadores nos hemos impuesto el compromiso de no defraudar a nadie, mantener la exigencia de calidad y ofrecerles lecturas inéditas con las que poder disfrutar.

Hoy venimos de la mano de otra de nuestras alumnas más prometedoras. Lo que mejor se le da a la imaginadora Rosa Navarro, profesora de literatura en la Universidad Autónoma de Madrid, especialista en narrativa contemporánea y microrrelato, autora de decenas de artículos sobre minificción, cultura digital, humor o literatura transmediática, su mayor talento —probablemente para sorpresa de muchos de sus conocidos, colegas y sus propios alumnos— es, en realidad, escribir. Escribir ficción.

Les dejamos con su relato «Cuerpo y tripas», un texto redondo y más o menos canónico, para lo que es ella, para lo transgresora que es y lo audaz que será el conjunto del libro que esperamos ver pronto publicado.

Feliz lectura.

***

Tripas y cuerpos

Aunque el pasillo estuviera totalmente a oscuras, Nina era capaz de llegar a la cocina sin problemas, sorteando la vitrina con las fotos de las primeras comuniones, el paragüero de latón con flores verdes, la silla de piel trenzada que no servía para sentarse. Andaba descalza, con los ojos muy abiertos, casi hasta hacerse daño, intentando descifrar la negrura alargada. Siempre rozaba con los dedos las paredes finas y ásperas, para seguir la línea y mantener el equilibrio. No salirse, continuar recto. Eso era lo importante. A veces, el cuello chelsea del camisón le picaba, pero nunca apartaba los dedos de la pared, era lo único seguro y real, lo que le confirmaba que iba por el camino adecuado.

Lo más difícil era abrir la puerta de la cocina sin hacer ruido, porque el pomo estaba viejo y se atascaba, provocando un alboroto inoportuno y desafinado que, en el silencio noctámbulo de la gran casa, rebotaba como un cohete perdido por todas las esquinas. Pero Nina sabía hacerlo: practicaba durante el día, mientras mamá cocinaba y ella permanecía cerca de la puerta, porque no la dejaban entrar del todo, hasta los fogones, para que no se comiera el cuajo de la tortilla aun sin hacer. Pasaba horas ahí, escribiendo en libros de caligrafía y tirada en el suelo de linóleo, debajo de la mesa. Cuando mamá encendía la batidora, salía al patio o se sentaba a llorar con la abuela, Nina aprovechaba para estudiar el pomo redondo y cobrizo, girarlo a un lado y a otro, hasta dar con la clave, con la posición exacta que hiciera mudo su delito. Y después volvía disimuladamente a la o con rabito, a la q que le salía como una g, a escribir cientos de veces el número cinco, que su madre calificaba de amorfo: lo haces como si fuera un dos bobo, decía mientras observaba de reojo. Después, se limpiaba las manos en el trapo que tenía atado en la cintura eternamente y seguía cocinando con elegancia, como un cisne soberbio.

Nina lo tenía todo calculado. Cada noche, mamá era la última en acostarse, sobre las doce. No tardaba en dormirse, estaba siempre cansada. Tan cansada. Para entonces, su hermano ya llevaba horas encerrado en su dormitorio, viendo fotos de chicas desnudas y escuchando música con los cascos. Ella esperaba el momento justo sentada en el borde de la cama y agudizaba el oído para comprobar que todo estaba inmóvil: acaso algún grillo en las noches calurosas, el crujir de las tuberías, un suspiro grotesco que escapaba de los sueños de mamá. Nada más. Estiraba entonces los dedos de los pies y apoyaba despacio toda la planta, las dos a la vez, en un movimiento sincrónico y exacto. Las baldosas estaban siempre frías, aunque los grillos cantasen. Salía entonces de la habitación y se internaba en el pasillo, dilatado en la oscuridad, tan abundante que a veces pensaba que se había metido en un mundo diferente, al otro lado de las cosas, y que no iban a poder encontrarla nunca. Un laberinto rígido e interminable. Algunas noches pasaba demasiado tiempo desde que dejaba atrás la vitrina: ¿no debería haber llegado ya a la altura del baño? ¿Cuánto llevaba andando? ¿Y la silla absurda? De día apenas unos pasos separaban las puertas de las distintas habitaciones, los muebles torpemente esparcidos por los rincones, las fotos y los paraguas. Pero por las noches la distancia era inconmensurable, tanto como el miedo a ser descubierta, consciente de estar a punto de hacer algo prohibido. Pero no, si alguna vez entró en otra realidad y anduvo por ella no podría asegurarlo, porque no veía nada, porque todo era vacío y, al final, siempre encontraba la puerta, el pomo enfermo y, detrás de él, el paraíso. No te tuerzas, decía siempre mamá cuando Nina escribía. Esa era la clave.

Una vez dentro de la cocina, ponía el mismo cuidado en cerrar sin hacer ruido. Después, acercaba la escalerita plegable, se arremangaba el camisón y subía los dos peldaños. Desde ahí ya podía agarrarse a los tiradores del armario y dar el último paso para encumbrarse en la encimera. Se quedaba unos instantes así, imaginando que estaba en el podio, que había ganado una carrera y que todos la miraban con admiración. Saludaba a su público ficticio y, entonces sí, abría el armario. Primero, observaba: magdalenas, tostaditas de pan con especias, un bote de nocilla, galletas de chocolate y de nueces, mantecados con azúcar glasé, picatostes, pastelitos de coco, rosquillas y pastas de té. Y todo para ella sola, sin la voz de mamá diciendo no comas eso, que te va a engordar más, sin las burlas de su hermano —siempre con los cascos, siempre sordo, pero nunca mudo— llamándola foquita frente a un enorme plato de macarrones con tomate, mientras ella removía, día tras día, hojas verdes adornadas con florecitas de zanahoria.

Luego, palpaba: aplastaba un poco la bolsa de las magdalenas, olía los bocaditos de coco, estrujaba las tostaditas para hacerlas migas y escuchar el crujido del pan al explotar. Metía la uña en el glaseado de los mantecados y hacía crucecitas y estrellas. Y eso era todo. Nina jamás probaba bocado, ni tan siquiera se chupaba el dedo después de arañar el azúcar. No era fuerza de voluntad, ni rectitud, ni control. Es que Nina, en realidad, no tenía hambre. Era gorda como el que es zurdo o malvado, por naturaleza, desde el nacimiento. No le costaba hacer la dieta que le imponían porque con dos cucharadas de sopa ya estaba llena y satisfecha. Pero tenía eso ahí, como una pila de neumáticos brotando del torso. Su tripa no era normal, no era redonda y bonita como un globo de cumpleaños, o firme y ovalada como la tenía papá antes de irse, no. Su tripa se componía de pliegues y dobleces que emergían sin ganas, una masa sin cuajar, como le gustaba a ella la tortilla. Eso era el único problema, el resto del cuerpo estaba compensado, era normal, con un tamaño y simetría adecuados. Solo el vientre se escapaba del perfil, solo ese bulto suspendido desentonaba y se salía del margen, flaneando igual que olas de gelatina. Nina era tan amorfa como su cinco, y sabía que, aunque no volviera a alimentarse nunca más, su protuberancia arrugada permanecería colgando para siempre, como el trapo de mamá. Así que su pequeña revolución consistía en invadir el armario, pero sin llegar a asolarlo, sin causar bajas, solo paseando una mirada de satisfacción entre las posibles víctimas, orgullosa de cruzar límite y frontera. Un miradme todos: puedo, pero no quiero. Cuando se sentía plena, dejaba todo en su sitio, cerraba el armario, bajaba por la escalerita y salía de la cocina despacio, cerrando la puerta con cuidado. De vuelta a su habitación, al pasar por delante de la vitrina, sentía la mirada inquisidora de todos los miembros de la familia —mamá, los primos, el hermano—, vestidos de primera comunión, con las manos juntas y las sonrisas altivas y estúpidas.

A Nina, al principio, no le molestaba su barriga. Tampoco le importaban los cuchicheos de las niñas en el colegio, ni que el flotador se le quedara encajado en verano. Pero con el tiempo, los comentarios de mamá se hicieron más frecuentes y directos: serías tan linda si no tuvieras eso o mejor ponte bañador, que te lo disimule. Y siempre su mirada oblicua en dirección al montículo, una mirada a medio camino entre el asco y la vergüenza, una mirada peor que la de un niño de comunión en la oscuridad. Así se hizo consciente de ese tumor blandengue y comenzó a observarse de perfil todos los días ante el espejo, una suerte de luna rectangular que le devolvía la imagen de una Nina embarazada —pero vacía—, una Nina con monstruo dentro.

 

Todo empeoró poco antes de su primera comunión, cuando Nina y mamá fueron a comprar el vestido. Eligieron uno precioso, color marfil, con flores bordadas en el cuerpo y una larga falda de tul. Cuando Nina se lo probó, se sintió mejor que en el podio de la encimera, tan bella como las mujeres ahogadas en los lagos, y saludó al público ficticio del espejo, que ya no la miraba con admiración, sino con envidia. Mamá sonreía detrás de ella. Se acercó a su oreja, le acarició el pelo y susurró Qué linda estás. Eso bastó a Nina para subir la barbilla y mirarse de nuevo, esta vez más erguida y segura que nunca. Pero enseguida, el reflejo le devolvió a una mamá que le miraba eso, suspiraba y llamaba al dependiente. Una mamá que, con su disfraz de cisne soberbio, pidió de forma educada Una chaqueta, una toquita, algo. Ya sabe, un engañabobos para disimular esto, mientras señalaba la protuberancia que se notaba bajo el vestido de tul. Nina, mete tripa, ponte recta.

Esa noche Nina aplastó todas las galletas del armario, decidió dejar de comer, torcerse al escribir y hacer la q igual que la g. El desorden se convirtió en su alivio, en su venganza. Un ajuste de cuentas que consistía en desquiciar, sutilmente, el equilibrio. Como el rabito de su o, ligeramente desencajado. Al principio, solo pequeñas cosas: partir en dos las rosquillas, poner las magdalenas en otro rincón del armario, meter una napolitana de chocolate en la bolsa de las de crema o hacer el uno como la i. Mamá empezó a estar nerviosa e inquieta sin saber por qué y Nina veía, con curiosidad y placer, cómo el cuello de cisne iba perdiendo firmeza y temblaba, solo un poco, solo a veces, pero lo justo para poner en duda su elegancia y soberbia. Así que llevó el desbarajuste un poco más allá, al otro lado de los límites conocidos, con la misma sutileza, pero con mayor riesgo: salirse al colorear, no bajar de la cama con los dos pies a la vez, mezclar las especias, rellenar las píldoras de mamá con sacarina o escupir a las fotografías.

Algo anda mal, murmuraba constantemente mamá, incapaz de descubrir las pequeñas perturbaciones, tan leves, pero tan dañinas, que le iban consumiendo poco a poco sin que se percatara de ellas. Lloraba más, las tortillas se le quemaban y acabó andando como un ganso con el cuello quebrado. El día de la comunión estaba ya tan desquiciada que ni siquiera se había dado cuenta de que a Nina le sobraba bastante tela del vestido: durante los días del desequilibrio apenas había comido. Los pliegues de su tripa seguían estando ahí, pero Nina los notaba menos pesados, como si la gelatina de dentro se hubiera escapado por algún agujero invisible. Era más fácil erguirse, meterlos dentro, contener el aliento y caminar recta. Y así lo hizo por la nave central de la iglesia, hacia el altar, con las manos juntas, como la familia de la vitrina, de la que pronto empezaría a formar parte. Echaba de menos las paredes lazarillas, estirar los dedos de los pies y de las manos y sortear flores de latón y sillas trenzadas. El cuello de su vestido le bailaba en una garganta ahora demasiado delgada, una garganta de ánade cobarde que seguía sin poder rascarse. No perder el equilibrio, alzar los hombros, seguir la fila, rezaba. El camino en procesión se hizo demasiado largo, lento y solemne. Los niños miraban al suelo hasta llegar al altar, pero, después de tomar el cuerpo sagrado, alzaban la vista con cara de ángeles —serafines ridículos y malvados posando para retratos perpetuos, Nina lo sabía— y sonreían dichosos.

Cuando ella llegó ante el cura —redondo y viejo, de color oxidado—, abrió la boca y notó los dedos gordos y empapados rozándole la punta de la lengua. Le pareció que le estaba dando de comer un armadillo zurdo —caparazón blanco, uñas largas y sucias— que la examinaba con ojos profundos y enanos, buscando, a través de su garganta, el engendro que llevaba dentro. Cerró la boca con violencia y terror y, al girarse para regresar a su sitio, se pisó el vestido —tan grande ya, tan ingobernable— y cayó al suelo antes incluso de tragarse nada. Allí tirada, los demás niños la miraron con lástima, apretando mucho los labios para que Jesús no se les escapara de sus bocas crueles y finas al reírse. Miradas y bocas de vitrina, niños que observaban con las manos juntas mientras Nina se incorporaba vencida, como una foca con arpón clavado, y volvía a su sitio olvidando meter la tripa y subir la barbilla, pero conteniendo aún la respiración. Regresaba torcida, como su letra en el libro de caligrafía, con el vestido roto y el monstruo dentro, incontrolable y herido. Al pasar junto al banco donde estaba sentada mamá, sintió sus ojos brutales, tajantes como navajas pringadas de vergüenza y repulsión, que no solo se clavaban en su vientre, sino en todo su cuerpo, en su espíritu de pato, en la tela arrastrada y la espalda combada, en sus líneas dobladas y números deformes, en su o gelatinosa con el rabito dislocado. No lo pensó. Solamente la miró y le escupió la galleta santa a la cara. Después, separó las manos, saludó a su público y hasta los grillos y los suspiros quedaron en silencio, mudos, petrificados como fotos de vitrina.

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