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Un espía privado, de John Le Carré

Un espía privado, de John Le Carré

Uno de los hijos de John Le Carré, Tim Cornwell, ha compilado siete décadas de correspondencia de su padre y, con todo ese material, ha publicado un libro que incluye fotografías, dibujos y caricaturas. Desde las primeras misivas de su época como estudiante hasta la última en la que criticaba abiertamente a Donald Trump, pasando por las que conciernen a sus épocas de espía y escritor.

En Zenda ofrecemos un fragmento de la Introducción de Un espía privado, de John Le Carré, en edición de Tim Cornwell.

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INTRODUCCIÓN

«Odio el teléfono. No sé escribir a máquina. Como el sastre de mi nueva novela, ejerzo mi oficio a mano. Vivo en un acantilado de Cornualles y odio las ciudades. Tres días con sus noches en una ciudad son mi máximo. No veo a mucha gente. Escribo y camino y nado y bebo.» Eso escribió mi padre, en un artículo-carta de 1996, enviado a su editor de muchos años, Bob Gottlieb, y a otras personas, titulado «Hablándoles a mis editores norteamericanos». Escribo estas pocas palabras de introducción en el mismo acantilado de Cornualles. Ayer, el viento azotaba las paredes de piedra, sacudiendo y balanceando los fuertes arbustos de esquimia y de verónica del jardín de mi padre, con un mar que pocas veces he visto tan feroz, un mar que retuerce sus rizos en crestas blancas. Ahora, sin embargo, baña el panorama un brillante sol de invierno, que rebota en las pequeñas ondas del océano, con una urraca dando saltos por el césped. En 1969, mi padre se hizo cargo de una hilera de tres casas de campo abandonadas, con granero adyacente, y dedicó los cincuenta años siguientes a transformarlas y ampliarlas, añadiendo su biblioteca y su estudio de escritor, y creando su propio jardín de artista, con céspedes interiores y esculturas y densos setos de gigantesca piedra tallada. «He hibernado mucho por aquí abajo, sin ver a casi nadie», le escribió a Jeannie, su madrastra, en 1972, tras haber comprado las casas y un kilómetro y medio de acantilado indómito a un granjero local. «Y trabajo siete u ocho horas al día en un nuevo libro, un mero thriller para señalar el tiempo… Me levanto a las siete todas las mañanas, con un vendaval de ciento cincuenta kilómetros por hora que no ha cesado en cuatro días, y sin más compañía que los malditos cortes de electricidad, pero me gusta mucho y disfruto de mi trabajo, y de los campos y del mar, y del huerto de patatas que forma parte del terreno.» Ese «mero thriller» era El topo. Mi padre, que murió de neumonía tras una caída, en diciembre de 2020, fue valiente en la forma de expresar sus convencimientos, va-liente en los lugares y temas que abordó en sus escritos, y valiente en su modo de hacer frente a la enfermedad. Inventó un lenguaje para el cáncer, que combatió durante mucho tiempo, aunque no fue el cáncer lo que acabó con él. Elaboró un lenguaje médico a lo Wodehouse, igual de codificado que su lenguaje para espías: el urólogo especialista en próstata era el Contralmirante; los agotadores chequeos eran «el lavado de las ovejas», y las dosis de un medicamento radiactivo letal eran «bombardeo nuclear». Fue valiente en su forma de cuidar de mi madrastra, Jane, ya devastada por el cáncer cuando él murió, y que lo siguió dos meses más tarde. «Aquí hace un tiempo horrible: un nordeste asesino, aguanieve y lluvia, mucho frío», me contó por email una semana antes de morir. Solía ser nuestra mejor manera de comunicarnos; un par de emails, siempre con alguna observación aguda, con una sonrisa, un párrafo que atesorar. «Esto, tras una larga temporada de sol y otoño. Estamos OK, pero Jane lo pasa muy mal con la quimioterapia… Me caí en el baño como un idiota y me rompí una costilla, lo cual me pone de muy mal humor.» Este libro de cartas, y algún email, de John le Carré pretende dar a conocer la voz más privada de un hombre a quien casi todo el mundo incluye entre los mejores novelistas de posguerra. Él elevó el espionaje al reino de la literatura, atrayendo lectores a los personajes, el lenguaje y las laberínticas conspiraciones de su mundo secreto. Hay una omisión evidente en la recopilación: solo se incluye un puñado de las cartas a sus amantes, que no escasearon en su vida. Parece que la mayoría de las veces se sintió atraído — románticamente y de otra manera— por personas importantes y capacitadas, y también, de modo inevitable, por aquellas cuya angustia se parecía en algo a la suya. Hijo de un padre maltratador y de una madre que, por válidos y suficientes motivos, los abandonó a él y a su hermano cuando tenía cinco años, no cabe sorprenderse de que fuera caprichoso en sus relaciones: inconstante, necesitado, desesperado por gustar, pero también desesperado por conservar la soberanía de su corazón, no fuera a ser que algo de lo que él dependía se evaporara de pronto. Es tentador afirmar que el genio es complejo, pero quizá sea más cierto que el trauma es simple. No parece posible que no infligiera heridas emocionales a otras personas, pero una parte de su ser permanecía perpetua y ferozmente en guardia contra la eventualidad de que su padre se reflejara en sus propias acciones. En todo caso, lo cierto es que fue tan escrupuloso a la hora de mantener oculta su correspondencia román-tica como en la conservación de todo lo demás, de ahí que nuestro archivo no contenga gran cosa que nos esclarezca al respecto. No hubo década en que le Carré — así lo llamo en este libro— no produjera alguna novela aclamada internacionalmente, desde El espía que surgió del frío en 1963 a Un hombre decente, así como la no-vela póstuma Proyecto Silverview, en 2021. Su obra definió la época de la Guerra Fría y dijo la verdad al poder en las décadas siguientes, aunque nunca — o casi nunca— puso la polémica por encima de una buena historia. Graham Greene afirmó que el joven le Carré había escrito la mejor novela de espías que él había leído nunca; Philip Roth e Ian McEwan situaron sus obras entre las más importantes del siglo XX. Mi padre pasó sesenta años a la vista del público, a partir del momento en que El espía que surgió del frío lo catapultó de agente del MI6 disfrazado de diplomático júnior a autor de éxito mundial por uno de los libros más sensacionales de la Guerra Fría. Estudioso de la literatura francesa y, sobre todo, alemana, supo desde el principio que sus cartas serían atesoradas, archivadas, publicadas seguramente, mal utilizadas, mal citadas o comercializadas. En una de las cartas incluidas en estas páginas, mi padre afirma que F. Scott Fitzgerald es «el escritor de escritores por excelencia», un prestidigitador verbal que puede mantener «la luz encendida en la oscuridad», hacer «un arcoíris en blanco y negro». Pero a su antigua amante, Susan Kennaway, le dijo por escrito que tres cuartas partes de las cartas de Fitzgerald «son una mierda consciente de sí misma, un insulto a sí mismo y a su arte, y quiera Dios que si alguien, alguna vez, escarba en mi escritorio buscando cosas así, me haya dado tiempo de quemarlas antes». Hay cartas en este libro en las que David Cornwell escribe de un modo íntimo y libre; pero en otras es John le Carré quien, con la mirada puesta en lo que tiene detrás, deja su legado para la posteridad, además de divertirse un poco en lo literario. No cohibido, quizá, pero sí muy pendiente de lo que hace. «He decidido cultivar esa mirada intensa y preocupada y ponerme a escribir cartas brillantes y descuidadas, para futuros biógrafos. Esta es una muestra», le escribió a Miranda Margetson, cuando aún trabajaba en la embajada británica de Bonn, adjuntando una caricatura de sí mismo haciendo precisamente eso (véase p. 145). Autor de veinticinco novelas, mi padre era un prolífico y concienzudo escritor de cartas, tanto de dar las gracias como de acusar recibo a los admiradores. Los antecedentes de las personas con las que mantuvo correspondencia abarcan la política, la literatura, el mundo editorial, las artes y su antigua profesión de espía. El actor y escritor Stephen Fry y el dramaturgo sir Tom Stoppard están representados en estas páginas; también lo están el antiguo jefe de la ofi-cina londinense del KGB y el antiguo director del MI6. Y los miembros de su familia más próxima, sobre todo en sus primeros años de vida adulta. Mi padre era un ilustrador talentoso: de joven, llegó a plantearse la posibilidad de hacer carrera como artista. Este libro incluye ejemplos de sus primeros dibujos, caricaturas e ilustraciones para libros y revistas. Son de calidad variable y podrían considerarse juveniles, pero cuando mi padre visitó Rusia en 1993 le encantó descubrir que los manuscritos de Pushkin, como algunos de los suyos, estaban a veces repletos de garabatos subidos de tono (que, en el caso de Pushkin, eran ninfas jugando al billar). En cierta ocasión se quedó solo en Londres con varios miles de folios que debía firmar para su editor estadounidense, y al principio optó por ilustrarlos con espías y perros, pero, a medida que aumentaba su aburrimiento, las figuras se hicieron resueltamente atrevidas. Siempre ilustró sus cartas, y duran-te toda su vida compuso sus manuscritos, sus cartas y su firma con una mano característica y fluida. La última carta de este libro, escrita dos semanas antes de morir, a su viejo amigo el periodista David Greenway, comprende cuatro páginas manuscritas. Stephen Fry le escribió por primera vez a mi padre en 1993, como admirador suyo que era, y ese fue el comienzo de una correspondencia intermitente. «Esas cartas, sin embargo, son tan cuidadosas y tan atentas», escribió Fry después del funeral de mi padre. «Amables, penetrantes, detalladas — es como si oyera uno el ligero crujido de sus cejas al fruncirse—, cuánta cortesía hay en tanta observación y tanta perspicacia dedicadas a alguien que apenas conoces.» De chico, a principios de los años setenta, recorrí en compañía de mi padre nuestro tramo del nuevo sendero costero de Cornualles, que discurre justo debajo de la casa. El paisaje de Cornualles y el clima que origina el Atlántico son personajes que permanecen entre bastidores en las cartas de mi padre, motivos wagnerianos. Cornualles era un lugar que utilizaba para concentrarse en la escritura, y en el que se instalaba después de la publicación, aunque también lo utilizaba para recibir gente y como telón de fondo para entrevistas y reportajes fotográficos.

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Autor: John Le Carré. Título: Un espía privado. Traducción: Ramón Buenaventura. Editorial: Planeta. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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