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Un lugar al oeste

Un lugar al oeste

Madre España, ¡ay de ti!
(Romance del rey don Rodrigo y La Pérdida de España
Romancero viejo y tradicional. Manuel Alvar. México, 1971)

¡Hermosa tierra de España!
(Antonio Machado. Campos de Castilla. Madrid, 1912)

Hoy las nubes me trajeron volando el mapa de España.
(Rafael Alberti. Baladas y canciones del Paraná. Buenos Aires, 1953)

Rabadanes del hambre y del arado: españoles.
(Miguel Hernández. Viento del pueblo. Valencia, 1937)

Un español habla de su tierra
(Luis Cernuda. Poesía completa. Madrid, 1993)

España es un nombre antiguo. Tanto que ya lo era en tiempos de Cristo: designaba el remoto lugar donde el sol desaparecía cada día en el mar hasta que, milagrosamente, volvía a aparecer al día siguiente por oriente. El fin del mundo, misterioso e impreciso, sobre todo porque de allí llegaban metales preciosos. El insólito confín de la tierra, el Jardín de las Hespérides, la patria de aquel toison d’or que se habrían llevado a casa unos marinos legendarios: Jasón, Argos, Teseo, el mismísimo Hércules... Un lejano oeste conocido sólo por aventureros acostumbrados a jugarse la vida en el mar. Más allá, nada: el dominio de Poseidón, tan inaccesible como el Cielo de Zeus y el Infierno de Hades.

El latín, la lengua que usaban los romanos, habría tomado esa palabra, “España”, de la parla de unos mortales enemigos, los cartagineses, gente derrotada, expulsada de la Historia y borrada del mapa no sin antes dejar para la posteridad, además de “España”, también “Cádiz”, “Cartagena”, el recuerdo de Aníbal y, en mitad del Mediterráneo, “Ibiza”. La parla cartaginesa, contra lo que pueda parecer, sigue viva, y con ella la memoria de los que, sin saberlo, nos dieron nombre, hispanos, con el que se nos conoce en todos lados desde antes del tiempo.

"El apelativo Spaniard dedicado al protagonista de la película Gladiator sorprendió con el paso cambiado a mucho angloparlante que se lanzó a consultar San Google y se quedó de una pieza. Es lo que hay"

En cuanto a la cuestión de por qué el latín prefirió ese bárbaro I-span-ya, o así, que usaba el cartaginés, en vez del helénico Iberia, culto y fetén, es cuestión azarosa y, hoy por hoy, de imposible respuesta. Simplemente, porque sí, porque es como funciona la Ley de la Economía del Lenguaje: había una palabreja disponible y los romanos, gente agreste y montaraz —soldadesca, marinería y aventureros de variado pelaje, nunca élite de la metrópoli—, designaron con ella lo mismo que designaban los cartagineses. Al fin y al cabo, venían a ocupar el sitio que Cartago, después de siglos, había dejado vacío en el extremo del mundo. El vocablo se acomodó a su boca y a su grafía, se transformó en “Hispania” y ahí sigue, a disposición de quien quiera usarlo, incluso en vano como tantas veces el nombre de Dios.

"Hay un momento, allá al fondo de la Edad Media, en el que eso que acabaría siendo lengua francesa empezó a utilizar la palabra Espagne, en vez de Hispania, para referirse a cuanto había allende el sur de la muralla pirenaica"

España no es simplemente el nombre de un sitio lleno de gente variopinta y esquinada. Ni sólo el Estado Nacional que precisamente acabó eligiendo ese nombre por prestigio y, probablemente, también por eficacia semántica: todo el mundo sabe desde siempre dónde demonios está España. En las representaciones cartográficas viene apareciendo bien visible en mitad del hemisferio norte, atravesada por el meridiano cero y colgando del extremo sudoccidental de Europa para desesperación del portugués que, mal que le pese, no es otra cosa que español, un español raro, como todos, pero profundamente español en el sentido original de la palabra, en su sentido primigenio, venerable y difícilmente eludible. De otro modo, a Máximo Décimo Meridio le hubieran gritado desde las gradas del circo “¡Portugués! ¡Portugués! ¡Portugués!” y no “¡Hispano! ¡Hispano! ¡Hispano!” como en la versión doblada. O “¡Spaniard! ¡Spaniard! ¡Spaniard!” como le gritan en la versión original —que es lo que también le decían a este cura en el cole, allá en Escocia, cuando Franco era cabo. Y los días de fiesta, fucking Spaniard, que es más cariñoso, dónde va a parar—. El apelativo Spaniard dedicado al protagonista de la película Gladiator sorprendió con el paso cambiado a mucho angloparlante que se lanzó a consultar San Google y se quedó de una pieza. Es lo que hay. Ya en el siglo V de la Era, una señora gallega Galicia, otra vieja denominación, aunque no tanto como Cádiz o Cartagena, o como la misma España, pero más que otras que, con menos méritos, ostentan más plumas— recorrió el mundo y dejó una relación escrita de su viaje en un latín siniestro que prefigura lo que hablamos hoy. Se llamaba Egeria, la monja Egeria —pese a haber sido tan monja como yo— y fue reconocida y agasajada como hispana en todas partes durante los años que duró su extraordinario viaje: ya entonces ser hispano daba puntos. Su historia la sacó en 2017 la editorial La Línea del Horizonte (ISBN: 9788415958635) con una interesante y amplia introducción de Carlos Pascual Gil que contextualiza su traducción del venerable texto.

Otra referencia a España, antiquísima y sorprendente también para gente poco avisada, se encuentra nada menos que en la Biblia, en las Biblias cristianas, para ser exactos, al final de la larga epístola de San Pablo a los romanos (Rom, 15, 23-28). Allí, el Santo Fundador promete a los cristianos de Roma visitar la diócesis durante un próximo viaje que va a hacer a nada menos que “España”, así, con todas las letras, “España”, o al menos aparece tal cual en la exigente traducción bíblica de un equipo dirigido por el profesor Ángel Ubieta que publicó la editorial Desclée de Brouwer (Bilbao, 1999), hecha con criterio filológico y teniendo los originales —en hebreo, arameo y griego— a mano.

Hay un momento, allá al fondo de la Edad Media, en el que eso que acabaría siendo lengua francesa empezó a utilizar la palabra Espagne —o sea, Españe, en vez de Hispania, para referirse a cuanto había allende el sur de la muralla pirenaica. Y a motejar de “espagnols” —o sea, españolos— a los caballeros de sangre caliente que se sacudían leña allí abajo.

La denominación hizo fortuna y aquí estamos.

Españoleando en un latín desmadejado que haría vomitar a uno de Corduba que dio que hablar en Roma y que se llamaba Lucio Anneo.

Pero esa es otra historia.

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Título: Viaje de Egeria: El primer relato de una viajera hispana. Traductor: Carlos Pascual. Editorial: La Línea del Horizonte. Venta: Todos tus libros.

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