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Un misionero ateo en el Japón

Un misionero ateo en el Japón

Muchos habrán visto la película Silencio (2016), de Martin Scorsese, basada en la novela homónima de Shusaku Endo. En ella se narran las peripecias de dos sufridos jesuitas (Andrew Garfield y Adam Driver) que se infiltran, a principios del siglo XVII, en el Japón “cerrado” o “encadenado”, que había prohibido en su territorio la presencia de todo extranjero cristiano. Tienen como misión hallar al jesuita portugués Cristovāo Ferreira (Liam Neeson), quien, tras haber sido capturado y torturado por la inquisición japonesa, había apostatado, para finalmente convertirse al budismo zen. En la escena final, Ferreira llora a escondidas, abrazado a un crucifijo. No es improbable que el catolicismo de Martin Scorsese, de origen italiano, y de Shusaku Endo, de tradición kirishitan, les llevase a dar por supuesto que la conversión de Ferreira era totalmente fingida. La cuestión es mucho más complicada, y también mucho más interesante.

Olvidemos, pues, la película (que, como suele suceder, es peor que el libro), y, tal y como recomendaban los humanistas, vayamos a las fuentes, ad fontes, no tanto para hallar una verdad originaria como para intuir la magnitud del problema. Nada mejor que leer el delicioso opúsculo que Cristovāo Ferreira escribió, tras su apostasía o conversión (escoger una u otra palabra es optar ya una petición de principio). El texto, titulado Kengiroku, que puede traducirse como La superchería al descubierto, fue escrito en japonés, en 1636, un año antes de que Descartes publicase su Discurso del método, y 41 años antes de que se publicasen la Ética y el Tratado teológico-político de Spinoza. Constituye una dura refutación de la teología cristiana, que adelanta muchos de los argumentos que libertinos, spinozistas e ilustrados radicales desarrollarán en los siguientes siglos.

La superchería al descubierto se inicia con una obertura sinfónica que no tiene nada que envidiar al inicio de cualquier otro libro sagrado, como la Biblia, el Popol Vuh o el De rerum natura de Lucrecio. Estas primeras líneas nos ubican en un imaginario naturalista que contrasta fuertemente con el idealismo trascendente cristiano, que el autor se dispone a refutar. Vale reproducir el fragmento entero:

“Todos los seres que el cielo y la tierra comprenden poseen una tendencia natural, que caracteriza a su especie. Las aves y los cuadrúpedos, los insectos y los peces, las hierbas y los árboles, la tierra y las rocas, el viento y el agua. No hay nada que no posea sus cualidades propias. Los cuadrúpedos no desean más que correr de un lado a otro, las aves desean elevarse para volar, los peces desean nadar en el agua, y los insectos desean emitir sus cantos estridentes. Los árboles quieren hacerse grandes y gruesos, y las hierbas quieren extender sus briznas a su alrededor. La tierra da nacimiento a los seres vivos, y de la roca nace el fuego. Del agua proviene la humedad, y el viento produce el frescor. No hay ninguno de estos seres que no posea sus cualidades propias. Y todos son la obra de fuerzas que les dan su forma. El ser humano es el señor poderoso de todo lo que existe, y la naturaleza le ha dado una forma de ser que lo inclina a ser benévolo y justo, a respetar los ritos y a ser prudente. Es por esta razón por la que el ser humano tiende a esforzarse en hacer el bien, y en aborrecer el mal, y le da un gran valor a la paz”.

A continuación, Cristovāo Ferreira realiza una breve semblanza autobiográfica, en la que da cuenta de sus orígenes, de su carrera misionera y de su propia conversión. El fragmento es algo largo, pero vale la pena reproducirlo entero:

“Nací en el país lejano de los bárbaros del sur. Erraba, como alucinado, en un sendero de perversidad, pues no conocía la verdadera vía. Yo era como un hombre que camina llevando un tablón al hombro, como alguien que no sabe distinguir su mano derecha de su mano izquierda. Parecía aquel que vigila la viña pensando que va a atrapar al conejo. Desde mi primera juventud, me adherí a las enseñanzas de la religión cristiana, hasta que finalmente dejé mi casa para hacerme monje. Y a medida que avanzaba en edad, se formó en mi corazón el profundo deseo de propagar esa fe en el Japón, sin importarme las miles y decenas de miles de millas de distancia que me separaban de este país. Llegado al Reino del sol, soporté durante años el hambre y el frío, la pena y las privaciones, y todo ello sin quejarme: no hacía nada que no tuviese por fin predicar esta doctrina a todas las personas. Me ocultaba en las regiones remotas de las montañas y de los valles; no escatimaba mi propia vida; hacía caso omiso de la ley y de los reglamentos; flotaba entre el Oriente y el Occidente propagando esa doctrina. Sin embargo, cuando vi la forma en que vivían los japoneses, cuando tomé conciencia de las verdades contenidas en el confucianismo y el budismo, y aunque no comprendiese ni una milésima parte de su significado, me arrepentí de mis ilusiones, y me reformé. Esta es la razón por la que he rechazado la religión cristiana, y he anclado mi corazón en las enseñanzas de Buda. Ahora ya no creo en las tinieblas en las que están envueltos los cristianos, y que ocultan la verdad. Así que voy a exponer a continuación una suma de su doctrina, para exigir su condena, y dar a conocer la verdad. Que las palabras que voy a decir sean una advertencia para aquellos que se han convertido a una fe perniciosa, como es la religión cristiana”.

A continuación, Ferreira empieza una especie de contra-catecismo, en el que va exponiendo los principales puntos del cristianismo (ya católico), para refutarlos, a continuación. En el primer apartado, critica la noción de Dios creador:

“Si Dios es el creador del cielo y de la tierra, el señor de todo lo que existe, y la fuente de la sabiduría, ¿por qué no ha hecho que los hombres que él mismo ha creado sobre la tierra conozcan todas estas verdades? Si es el señor de todo lo que existe, todopoderoso, y subsistente por sí mismo, ¿por qué no prohibió desde los tiempos antiguos toda otra religión que no fuese el cristianismo?”.

En el segundo apartado, refuta la creencia de que hay vida después de la muerte, negando que el alma sea inmortal:

“Eso que llaman “alma” es, por definición, una sustancia espiritual; no puede ser sostenida en la mano ni vista por el ojo; no tiene forma material. ¿Qué debemos, pues, entender por “sustancia indestructible”? ¿Qué se designa con este término? El alma de las aves y los cuadrúpedos tampoco tiene forma material, y no puede ser sostenida en la mano ni vista por el ojo. Entonces, ella también debería ser espíritu. Sin embargo, según la doctrina cristiana, no es espíritu, y es destruida en el mismo momento en que es destruido el cuerpo. No hay en la doctrina cristiana más que afirmaciones inauditas como ésta, y en gran número”.

Tampoco tiene para él sentido que aquellos que no han tenido la oportunidad de conocer el cristianismo sean condenados:

“Y todos esos pueblos que no oyeron hablar ni siquiera en sueños de la doctrina cristiana, ¿por qué motivo deberían ser arrojados, uno tras otro, al infierno? Los cristianos enseñan incluso que los niños que no han recibido el sacramento del bautismo (el del agua que se rocía sobre la cabeza) serán arrojados al infierno, aun cuando sean cristianos. ¡Es inaudito! ¡Niños pequeños que aún no saben distinguir el este del oeste! ¿De qué ofensa podrían ser considerados culpables? No hay nada de razonable en todo esto, nada que pueda llamarse ‘la fuente de la compasión’ o ‘la fuente de la ley universal’”.

En el tercer apartado, Ferreira enumera y comenta los diez mandamientos, llegando a considerarlos muy inferiores a los cinco mandamientos del budismo (no destruir la vida, no robar, no cometer adulterio, no mentir y abstenerse de bebidas embriagadoras) y a las cinco virtudes del confucianismo (humanidad o misericordia, rectitud o justicia, observancia de los ritos o decoro, sabiduría y veracidad).

A continuación expone la vida de Jesucristo, de la que, dice, “no tenemos pruebas irrefutables”, y concluye que “no son más que cuentos forjados por los discípulos de Jesucristo, eso es todo”.

Tampoco le convencen los sacramentos. El bautismo, por ejemplo, le parece un mero ritual simbólico, pues:

“¿Cómo la gracia, que es del espíritu, puede ser producida por medio del agua, que pertenece a la esfera de las cinco partes del cuerpo? ¿Cómo una sustancia espiritual puede ser producida por el efecto de palabras audibles por los oídos? ¿Cómo puede el agua quitar la mancha dejada por el pecado sobre el anima, que es sustancia espiritual? No hay nada que satisfaga a la razón en toda esta enseñanza, y sucede lo mismo para los demás sacramentos. Todo esto es invención, todo es hueco”.

También rechazará el sacramento de la eucaristía, por “no estar en absoluto fundado en razón”:

“Que el simple enunciado de estas palabras cambie el pan en carne y el vino en sangre sobrepasa los límites de la comprensión. Entre las palabras pronunciadas por Jesucristo está la siguiente afirmación: “Mi palabra es la vida del hombre”. Si su palabra era la vida del hombre, entonces no habría muerte. Pero las afirmaciones de este tipo no son más que metáforas (es decir, parábolas) y están destinadas a ser comprendidas como tal”.

El volumen incluye también un texto de Fabián Fukan, un monje budista que se convirtió al catolicismo, para apostatar y regresar, unos años después, a su religión de origen, y convertirse en un temible apologista anticristiano. Su texto, el Ha Daiusu, que puede ser traducido como Dios destruido o Dios refutado, fechado en 1620, sigue una estructura semejante a la de Ferreira, y aunque algunas de sus críticas avanzan las que el jesuita portugués realizaría dieciséis años después, el tono, más sarcástico, el estilo, más literario, y el argumentario, más informado de las tradiciones confuciana, budista y taoísta, lo particulariza, y justifica su inclusión en el volumen. Veamos, por ejemplo, su refutación de la doctrina del pecado original:

“Pero todo este asunto del “¡No te atrevas a comer de la maçan!” (un fruto parecido al caqui), de verdad que es el colmo de la insensatez. Es como si quisieran engañar a una anciana o engatusar a un niño. Un caqui no es un motivo lo suficientemente importante como para ser causa, ni directa ni indirecta, en asuntos tan importantes como la entrada en el Cielo Supremo o la caída en el Infierno. Ni en los Cinco Mandamientos, ni en las Diez Leyes, ni siquiera en todos los códigos de la Escuela de la Disciplina, he oído jamás un precepto que nos advierta en contra de los caquis”.

También vale la pena ver de qué modo rechaza la idea de que Dios tardase tantos miles de años en enviar a la tierra al Redentor:

“¡Así que pasaron cinco mil años desde que Deus creó el cielo y la tierra hasta que entró en este mundo! ¿Acaso tardó tanto en llegar la expiación porque el cielo está muy lejos de la tierra y necesitaba miles de años en cubrir la distancia que los separa? ¿O todos esos años fueron gastados en las preparaciones y los contratiempos que antecedieron al viaje? ¡Durante los cinco mil años que la expiación tardó en llegar, todos los seres humanos del mundo fueron arrojados al infierno! ¡Un número incontable, un número inconcebible de personas cayendo año tras año al infierno! La verdad es que debió de ser como un torrente de lluvia. Y él, mirando todo lo que acontecía, no parece haber sentido la menor pena. Y a él, que durante cinco mil años no estuvo dispuesto a hallar un modo de redimir a los seres humanos, ¿debemos llamarlo el Señor misericordioso y compasivo? Un simple vistazo a este punto de su doctrina hará evidente que todas las enseñanzas de los seguidores de Deus son un fraude”.

Ambos textos se ven acompañados de un epílogo en el que se realiza una breve historia de las misiones católicas en el Japón, una presentación de los métodos de investigación y tortura de la inquisición japonesa, una semblanza biográfica de Ferreira y Fukan, una exposición de sus respectivos argumentarios y una reflexión acerca de las relaciones de sus argumentos, particularmente de los de Ferreira, con la tradición humanística, escolástica, libertina, y luego ya ilustrada. Se trata, en fin, de una pequeña joya que, sin duda, Voltaire, Diderot o Holbach hubiesen sabido apreciar.

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Autor: Cristovāo Ferreira. Título: La superchería al descubierto. Editorial: Laetoli. Venta: Todostuslibros y Amazon.

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Pablo José
Pablo José
2 años hace

Las declaraciones bajo tortura no valen nada. El artículo debería recordar que Ferreira sufrió la tortura de la fosa (y unas cuantas más). La peli tiene el mérito de mostrar con detalle 5 torturas distintas en un estado-isla totalitario, que piensa que el alma pertenece al Estado y el hombre no vale nada.

Lo de «cuando vi la forma en que vivían los japoneses tomé conciencia» y lo de «esta es la razón por la que he rechazado la religión cristiana» es falso. La razón es que él fue torturado, era prisionero y también eran torturados sus feligreses, tomados como rehenes. «Firma esto o tus feligreses sufrirán». La fosa era una tortura nueva diseñada específicamente para lograr apostasías, lenta, detallada, angustiosa, enloquecedora…

Respecto a los argumentos, Ferreira seguro que sabía las respuestas (muy convincentes) de Santo Tomás. Por ejemplo, confundir el infierno de los condenados con el sheol de los que mueren antes de Cristo es un error que sólo se explica si él claramente quería meterlo… para que quien sabe viera que sólo colaboraba a medias.