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Historia de la filosofía

Historia de la filosofía

Hay libros para leer, hay libros para analizar, hay libros para regalar, hay libros para guardar y hay libros para perder (o para prestar, que es casi lo mismo). También hay libros para subirse y bajarse en todas las estaciones, como es el caso de la Historia de la filosofía, de A. C. Grayling. Son libros que son mil libros en uno, como las Mil y una noches, o un libro en mil libros, como las Moralia de Plutarco. Tienen algo de callejero, aunque su función es enseñarnos a perdernos; tienen algo de mapa, y por eso no miden exactamente lo mismo que el territorio que representan; y tienen algo de páginas amarillas, y no sólo porque nos dicen dónde encontrar quien nos abra tal o cual concepto, sino también por su gusto por la anécdota y la curiosidad. Pero lo mejor es que son libros pacientes y generosos, que no nos señalan con dedo acusador desde las listas de lecturas obligatorias (o desde las mesitas de noche), sino que esperan tranquilamente a que los necesitemos.

Grayling ha escrito esta Historia de la filosofía en la línea de la Historia biográfica de la filosofía, de G. H. Lewes, y de la Historia de la filosofía occidental, de Bertrand Russell. El primero fue uno de los libros de cabecera de Jorge Luis Borges. El segundo fue rechazado por el mundo académico. ¿Qué mejor tarjeta de presentación? Otro ilustre antecedente son las Vidas de los filósofos más ilustres de Diógenes Laercio, un libro minusvalorado por ser excesivamente anecdótico. Como sucede en tantas ocasiones (quizás también en ésta), las palabras funcionan como fuegos fatuos cuyo brillo nos pierde. Frente a la epopeya, de epos-, «voz», y poiein, «hacer», que significaría «la narración de hechos que merecen ser recordados», la anécdota, de an- «no», y ekdotos, «publicado»’, sería lo «no publicado», o «lo que no merece ser publicado»; en resumen, lo que merece ser olvidado. Pero eso es obviar, primero, que, en sus orígenes, la filosofía no era vista como una actividad teórica, sino esencialmente práctica, hasta el punto de que las anécdotas y las biografías eran consideradas la piedra de toque con la que comprobar la validez de un determinado proyecto filosófico; segundo, que las anécdotas ofrecían patrones de ejercitación existencial, tal y como aprendimos a reconocer con Pierre Hadot y el último Foucault; y, tercero, que eran modos de cifrado de la información, tan efectivos como los mitos para Platón o la poesía para Lucrecio, tal y como prueba el hecho de que sigamos revisitando las anécdotas de Diógenes de Sínope, Sócrates o Pirrón, mucho después de que buena parte de los libros del mundo grecorromano hayan desaparecido. También es muy probable que sigamos haciéndolo mucho después de que nuestros floppys, DVDs, USBs, Dropbox y discos duros hayan pasado a mejor vida. Quizá sería bueno que abandonásemos el término “anécdota”, y adoptásemos el término chreia (en plural, chreiai), con el que se designaban en el mundo antiguo las acciones, escenificaciones o ejercitaciones filosóficas, no sólo cínicas, sino también escépticas, epicúreas, estoicas, etc. De hecho, una de las principales colecciones modernas de chreiai, los Adagios de Erasmo, será una obra fundamental en el renacimiento de la filosofía “moderna”, así como en el nacimiento del género del ensayo. Por todo ello no me parece un mérito menor que la Historia de la filosofía de Grayling esté llena de chreiai, griegas y romanas, antiguas y modernas, filosóficas y religiosas, occidentales y orientales. Lo cierto es que no sólo supone un aliciente feliz, que estimulan al lector a seguir avanzando, sino una propuesta por recuperar una concepción práctica de la filosofía, que es más necesaria que nunca, o tan necesaria como siempre.

"El estilo de Grayling es menos polémico y literario que el de Russell, pero es de una claridad generosa, que no deja de derrochar ironías"

El estilo de Grayling es menos polémico y literario que el de Russell, pero es de una claridad generosa, que no deja de derrochar ironías, especialmente con aquellos autores que considera más nebulosos o especulativos. Las consideraciones introductorias sobre el término filosofía, sobre las áreas de la filosofía y sobre las fronteras entre la filosofía y la teología son claras y estimulantes, y muy necesarias también para comprender luego el criterio con el que se lanzará a buscar “filosofías” en las zonas “no occidentales” (un término interesadamente impreciso, puesto que considera específicamente occidentales la filosofía y la “democracia” de los griegos y de los romanos, cuando lo cierto es que éstos se relacionaron fundamentalmente con las culturas orientales, como la persa y la india, y africanas, como la egipcia).

La cuarta parte del libro, dedicada a la filosofía del siglo XX, se divide, a su vez, en filosofía analítica (la filosofía dominante en el mundo anglohablante, que más que un corpus doctrinario es un conjunto de métodos que arrojan un enfoque de corte empirista sobre temas como la lógica, la ciencia o el lenguaje), y la filosofía continental (la filosofía escrita “fundamentalmente” (sic) en francés y en alemán, que seguirá la estela de la tradición hegeliana y nietzscheana, a las cuales se les añadirá la fenomenología, el existencialismo, la teoría crítica, la teoría psicoanalítica, etc.). A pesar de ser una distinción problemática, Grayling la acepta como un mapa, consciente de que no es tarea del mapa, sino del caminante, el no tropezar con las piedras, ni caer en los precipicios. Un momento crucial en este tipo de obras es ver cómo presentan a autores abstrusos como Heidegger, Deleuze o Derrida.  Russell y Lewes tuvieron la suerte de no tener que pasar por este trance (con la excepción de los idealistas alemanes). Por su parte, Grayling tiene la virtud de aplicar el deseo de claridad de la tradición analítica (que en muchas ocasiones se convierte en luz cegadora, pues acaba enzarzándose en fórmulas lógico-matemáticas y matices bizantinos) a los temas continentales (que son, en el fondo, los que más nos interesan, por su potencialidad ética y política). En esto me recuerda a Stephen Toulmin, cuyo Cosmópolis, que aprovecho para recomendar. En la página 654, Grayling trata de explicar el concepto deleuziano de inmanencia apelando a la distinción entre identidad numérica y cuantitativa; y en la página 656 y 657 explica el deconstructivismo de Derrida como el rechazo de la “metafísica de la presencia”, que procede oponiendo binarismos, que no responden a la estructura de la realidad, sino a una jerarquía de subordinaciones que es necesario desactivar, lo cual no deja de establecer una última oposición binaria entre lo que es y lo que no es deconstrucción. Todo ello le habría llevado a una especie de mística de la oscuridad que, en palabras de Grayling, tiene dificultades para lidiar con “la acusación de que, si tiene razón, cuarenta libros acerca de la deconstrucción son treinta y nueve libros (y quizá cuarenta) más de lo necesario.”

"La aportación más interesante del libro se encuentra, quizá, en la Parte V, donde el autor realiza un esbozo de las filosofías india, china, árabe-persa y africana"

En el apartado “Un salón des refusés”, el autor reflexiona sobre las diferentes aleaciones que se produjeron en el siglo XX entre la filosofía y la crítica literaria, la crítica cultural, la teoría social, la psicología o la literatura, y que él prefiere no considerar filosofía au pied de la lettre, porque entonces dicho término acabaría designando tantas cosas que al final no designaría ninguna. Me parece, en todo caso, arriesgado, dejar fuera de esa categoría a pensadores como Bergson, Jaspers, Kojève, Levinas, Horkheimer, Fromm o Habermas. Dejémoslo en que no podía hablar de todos, y que nos hace falta perspectiva para poder cribar las multitudes de todos los que hoy en día escriben y hablan, y de los que sólo quedarán dos o tres nombres. Grayling cierra este apartado citando el “Ozymandias” de Shelley, en el que un viajero lee en el pedestal de una escultura rota que halla en medio del un desierto, la siguiente inscripción: “¡Mirad mi obra, hombres de poder! ¡Desesperad! La ruina es de un naufragio colosal. A su lado, infinita y legendaria, solo queda la arena solitaria.” Para el historiador, el presente es una tormenta de arena.

La aportación más interesante del libro se encuentra, quizá, en la Parte V, donde el autor realiza un esbozo de las filosofías india, china, árabe-persa y africana. Para empezar, Grayling llama nuestra atención sobre nuestra insuperable limitación de nuestra insuficiencia lingüística. Borges le dedicó varias consideraciones felices en “La busca de Averroes” o “Las traducciones de las Mil y una noches”. Aun así es mejor asumir las limitaciones, y seguir avanzando con un pie roto, que permanecer encerrados en el de tiza de nuestra propia tradición, cuando no de nuestra propia especialidad académica. Dicho esto, Grayling subraya que pensadores como Buda, Confucio, Sócrates o Diógenes, por no decir Jesús, no son más que figuras particulares que se confundían, en su momento, con muchísimas otras que hacían lo mismo que ellos. ¿Por qué hablamos, entonces, de ellos y no de los demás? En parte por el azar, o la suerte, de que algún seguidor tuviese un estilo persuasivo o que algún gobernante se encaprichase con ellos. Su fórmula, dice Grayling, era: “No escribas nada. Ten discípulos devotos. Ten suerte.” Sigue, a continuación, una breve cartografía de las tradiciones escriturales surgidas de las principales figuras del pensamiento no occidental. Son promesas de lecturas oceánicas para cuando tengamos tiempo (esto es, nunca). Pero son ese tipo de promesas que pagan por adelantado parte de su deuda, pues saber que no se sabe algo es el primer paso para empezar a saber algo nuevo. Más que una enciclopedia, nos hallamos ante una anaclopedia, un neologismo que podría servirnos para designar aquella obra que reuniese todo aquello que nunca podremos dejar de ignorar, y que aun así nos interesa nombrar.

"El apartado dedicado a la filosofía china realiza una exposición del confucianismo, el moísmo, el taoísmo y el legalismo"

En el apartado dedicado a la filosofía india, nos enteramos de que, en dicha tradición, hay dos grupos de escuelas o dárshanas. De un lado, están las seis escuelas ástika, u ortodoxas, que aceptan la autoridad de los Vedas (las antiguas escrituras de la India, que encierran la “sabiduría”, que es lo que significa el término “veda”), como son Samkhya, Yoga, Nyaya, Vaishésia, Mimamsa y Vedanta; del otro, están las escuelas heterodoxas, que no aceptan la autoridad de los Vedas, como son el budismo, el jainismo y la escuela chárvaka. La breve presentación de cada una de estas escuelas produce todo tipo de armonías y disonancias con los conceptos filosóficos occidentales. La escuela Vaishésika, por ejemplo, propone una física naturalista y atomista, no muy diferente de la de Demócrito y Epicuro. La escuela Vedana, es monista, y niega toda diferencia entre el alma individual, o Atman, y la realidad, o Brahman. Sabemos que Pirrón de Elis, quien acompañó a Alejandro Magno en su campaña oriental, conoció en la India a los gimnosofistas, o “filósofos desnudos”, que eran probablemente jainas o jainistas, de jina, ‘victoria’, puesto que pretendían vencer el sufrimiento superando el ciclo de renacimientos. Para ello, el camino era la no violencia (ahimsa), el desapego (aparigraha) y el perspectivismo (anekantavada). Más interesante todavía es la escuela Chárvaka (también conocida como Lokáyata), que era atea, escéptica y empirista, y de la que casualmente no queda ni un solo rastro. Lokáyata significa ‘de la gente’, en probable referencia a las nociones materialistas y mundanas de la gente normal y corriente, si bien acabó significando ‘escéptico’, en el sentido de que el pueblo se limita a creer lo que es conocido por los sentidos (sobre todo por el sentido común). Es todo lo contrario del argumento del consenso universal, que consideraba que la prueba de que Dios existe es que en todos los lugares y en todas las épocas todos los hombres han creído en él. La obra perdida de la escuela Chárvaka es el Barhaspatya-sutra. En ella se afirmaba que la percepción no nos dice nada acerca de la reencarnación, del infierno o del cielo, de modo que no hay razón para creer en ello. Puro Lucrecio.

El apartado dedicado a la filosofía china realiza una exposición del confucianismo, el moísmo, el taoísmo y el legalismo. La doctrina de Confucio —Kong Fuzi, esto es, “maestro Kong”— está recogida en el canon confuciano, que incluye, entre otros, los Cinco Clásicos y los Cuatro Libros, que son las Analectas (comentarios de los cinco clásicos compiladas por sus discípulos y seguidores); el Libro del Gran Saber, la Doctrina de la medianía y el Mencio. Su doctrina es que, si los que ostentan el poder del gobierno se comportan de forma ejemplar (vida disciplinada, observancia de los rituales y de las formalidades), entonces la sociedad les seguirá. Se trata de una ética vertical, que funciona de arriba abajo: de los gobernantes a los súbditos, de los padres a los hijos, de los esposos a las esposas… Los dos conceptos fundamentales de esta ética son el ren, benevolencia o humanidad, y el li, que significa ‘rito’ o también ‘buena conducta’.

"Grayling hace interesantes consideraciones acerca de las insuficiencias de nuestras traducciones"

La filosofía moísta, fundada por Mozi, contemporáneo de Sócrates, se presentó como adversaria del confucianismo. Es una filosofía de corte humanista, menos jerárquica y fría que el confucianismo. Sus dos ideas principales son el amor fraterno, o ai, y la necesidad de aprender a sopesar los beneficios (li) y perjuicios (hai), lo cual no deja de recordarnos a la phrónesis epicúrea, o al pragmatismo escéptico de William James. Dentro del moísmo destaca un concepto como el de “jianai”, literalmente ‘preocupación imparcial’, que significaría “valorar a los demás como se valora a uno mismo” o “amor umiversal”; así como su pacifismo radical, que considera que los prejuicios de una guerra superan ampliamente sus beneficios. Nada muy diferente del irenismo de Erasmo, quien consideraba, con Cicerón, que “más vale una paz injusta que una guerra justa”,

El libro más importante del daoísmo o taoísmo, de dao o tao, que significa «camino» (igual que nuestro término “método”) es el Dao De Jing, atribuido a Laozi, una figura legendaria que pudo vivir en el siglo VI a.C. Según el dao, “el mundo está en manos de aquellos que lo dejan ir”, pues “cuanto más se lo persigue, más se aleja del mundo”, lo cual está en estrecha sintonía con el budismo chan chino o budismo zen japonés. La primera frase del Dao De Jing afirma que: “El Dao que puede ser expresado con palabras no es el Dao eterno”. En este punto, Grayling hace interesantes consideraciones acerca de las insuficiencias de nuestras traducciones, pues no es lo mismo traducir “el Dao eterno” que “un Dao eterno”. Así que el dao, además de ser inexpresable, es intraducible (e irresumible). ¿Qué hacer? Nada. Por eso un concepto central del taoísmo es el wuwei, o “no acción”, que no significa literalmente no hacer nada, sino vivir sin empeño, de forma desapegada, siempre con el objetivo de alcanzar la serenidad (el equivalente de la ataraxia de los escépticos y los epicúreos). Es célebre la imagen del agua que fluye en torno a las cosas o de la nube que rodea la cima de la montaña. “El sabio –dice el Dao De Jing- actúa sin esfuerzo, enseña sin muchas palabras, produce sin poseer, crea pero es indiferente a su resultado, no reclama nada, y por ello mismo no tiene nada que perder.” Debemos dejarle vía libre a la naturaleza, lo cual incluye también la naturaleza interna de todas las cosas, y de nosotros mismos. Be water my friend… Más juguetón y divertido que el Dao De Jing, es el Zhuangzi, llamado así por su autor, que habría vivido en el siglo IV a.C., y que fascinó a Borges, entre otros. La diferencia fundamental radica en el tono, que es más escéptico y lúdico. El libro está compuesto por anécdotas inspiradas en la vida animal y los insectos, y por dilemas o paradojas sin resolver; y recomienda un distanciamiento de la política y la vida dominada por las consideraciones utilitarias, para dejar el camino expedito para “vagabundear por el camino”, esto es, por el dao.

Otra gran corriente de la filosofía china es la “filosofía” legalista de Han Fei, s. III a. C. Una escuela que sostenía que las prioridades del gobernante son mantener el poder y el orden en el país. Sus tres temas fundamentales son la ley, el castigo y las técnicas para retener el poder. Una de sus perlas “filosóficas” es: “A la hora de castigar las ofensas leves deben recibir castigos graves; si se evitan las ofensas leves, las más graves no aparecerán. Así es como los castigos acabarán con los castigos, y los asuntos florecerán.” (Libro del Señor Shang) Pura terribilità maquiavélica. Según Grayling, sólo la influencia de la filosofía legalista puede explicar la dureza del primer emperador chino, Qin Shi que, como evoca Borges en “La muralla y los libros”, habría mandado quemar miles de libros y enterrar vivos a más de cuatrocientos eruditos confucianistas. Per aspera ad astra…

"Grayling nos explica la diferencia entre los suníes, una corriente más rigorista, dogmática y ascética, que se mostrará contraria a la filosofía, y el mundo chií, que mantendrá posiciones más intimista"

A estas cuatro grandes corrientes de pensamiento chino (confucianismo, moísmo, taoísmo y legalismo), Grayling añade el Yijing, o I Ching, el célebre “Libro de los cambios o mutaciones”, fechado en el año 1000 a.C. Está compuesto por hexagramas que se vinculan a frases oraculares, “al modo de las galletitas de la suerte”. El interés filosófico del libro no resido en sus usos adivinatorios, claro está, sino en el hecho de que ha sido estímulo de numerosos pensamientos filosófico-poéticos como los recogidos en los comentarios conocidos como las “diez alas”.

Al inicio del apartado filosofía árabe-persa, Grayling reflexiona acerca de las deficiencias de términos como “filosofía islámica” (muchos filósofos de la zona musulmana no eran musulmanes sino judíos, cristianos, zoroástricos o incluso ateos), “filosofía del mundo islámico” (que considera tan imprecisa como llamar “filosofía del mundo cristiano” a la filosofía occidental) y “filosofía árabe-persa” (un criterio casi filológico que se limita a considerar los idiomas en los que la filosofía fue escrita). En dicho mundo, la influencia de la filosofía grecorromana va a ser fundamental. De hecho los términos falsafa, filosofía, y faylasuf, filósofo, vienen directamente del griego. No obstante, la idea que el mundo musulmán tendrá de la filosofía clásica será muy limitada y deformada, y no sólo porque fue “adaptada” por la religión islámica, a partir del siglo VII d.C., sino porque ya había sido “adaptada”, varios siglos antes, por el cristianismo. Véase al respecto la Historia de la decadencia y caída del imperio romano de Edward Gibbon o La edad de la penumbra de Catherine Nixey, que consideran que los bárbaros fueron mucho menos perjudiciales para la cultura clásica que los cristianos. Esto explica que al mundo islámico apenas llegasen noticias de Demócrito, Epicuro, Lucrecio, Pirrón o Sexto Empírico. Lo que llegó fue una especie de aristotelismo, mezclado con el neoplatonismo, más cercano a la teología que a la filosofía.

A continuación Grayling nos explica la diferencia entre los suníes, una corriente más rigorista, dogmática y ascética, que se mostrará contraria a la filosofía, y el mundo chií, que mantendrá posiciones más intimistas, tolerantes y escépticas. Por esta razón la filosofía islámica está relacionada sobre todo con el islam chií (con figuras como Al-Kindi, Al-Farabi Avicena o Averroes), mientras que la “ortodoxia suní”, basada en el ideal de seguir la tradición de Mahoma y el consenso de la umma, o comunidad, no sólo no practicará, sino que perseguirá, la filosofía. El “gran” “filósofo” sunní será Al-Ghazali (s. XII d.C.), quien atacará a la falsafa, o filosofía, por considerarla incompatible con la verdadera religión; defenderá el rigorismo y el ascetismo en una obra como El resurgimiento de las ciencias religiosas; y apostará por un misticismo ortodoxo, mucho menos libre que otros misticismos más personales y libres, como el sufismo chií. Por todo ello, Grayling lo considera el causante de la desaparición de la filosofía en el mundo islámico, donde el sunismo ortodoxo representa hoy en día el noventa por ciento de la población.

"En el inicio del apartado dedicado a la filosofía africana, Grayling se pregunta si deberíamos considerar a Agustín de Hipona y a los neoplatónicos de Alejandría como filosofía africana"

En el inicio del apartado dedicado a la filosofía africana, Grayling se pregunta si deberíamos considerar a Agustín de Hipona y a los neoplatónicos de Alejandría como “filosofía africana”, si bien opta por centrarse exclusivamente en el África occidental y subsahariana. A continuación distingue entre cosmovisión y filosofía, y afirma que, aunque de todo el material artístico, folklórico, tradicional o religioso que abunda en África, se puede extraer un pensamiento claramente filosófico, no se lo puede considerar directamente filosofía. En tal caso, dice, una historia de la filosofía sería una enciclopedia de todas las expresiones culturales que se han dado en el mundo. Tampoco acepta que autores como Anton Amo, nacido en Ghana, pero trasladado a Holanda a los tres años o  Kwame Anthony Appiah, de ascendencia africana pero nacido en Inglaterra, sean filósofos africanos. Y sugiere que el Hatäta, de Zara Yacob (s. XVII), es en verdad una falsificación realizada por el padre Giusto d’Urbino en el siglo XIX. Todo ello resulta un poco injusto (aunque indudablemente cómodo), puesto que en las páginas anteriores sí que contempló como filosofía un libro adivinatorio como el Yijing, un pensamiento político funesto como la filosofía legalista china, las doctrinas teológicas más bien fanáticas de Al-Ghazali o un poema como el de Parménides. Sea como sea, son interesantes las consideraciones que realiza sobre el Ubuntu, un término que significa «humanidad» y que designa la principal corriente del pensamiento humanista africano, que habría sido recuperada en la época contemporánea, gracias a los esfuerzos del escritor Jordan Kush Ngubane y del arzobispo Desmond Tutu, quien presidió la Comisión para la Verdad y la Reconciliación, tras el final del apartheid, en Sudáfrica. En palabras de Grayling, el Ubuntu consiste en “una definición de la existencia moral humana en términos de reciprocidad” y en “un reconocimiento de la interconexión esencial, y por ello mismo constitutiva, de lo humano en todas las personas.” Dicha actitud humanista se resume en la afirmación “yo soy porque tú”, y ha dado lugar a reflexiones sobre conceptos como amabilidad, bondad, generosidad, simpatía, compasión, cuidado o reconocimiento de la interdependencia.

He hecho un breve resumen de esta última parte, porque me parece que es la más novedosa e interesante. Este esfuerzo por ampliar nuestro universo de discurso filosófico, que no deja de ser un esbozo de una filosofía comparada, me parece fundamental, no sólo por el inmenso placer que nos produce el juego de parecidos y diferencias entre filosofías tan alejadas, sino también por sus efectos éticos y políticos. Al fin y al cabo, el reconocimiento de un fondo común de temas y de valores, y el cuestionamiento del monopolio occidental de la filosofía, son una contribución fundamental a la restauración de lo que Amartya Sen llamó “las raíces mundiales de la democracia”.

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Autor: A.C. Crayling. TítuloHistoria de la filosofíaEditorial: Ariel. Venta: Todostulibros.com

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