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Un paseo por Dublín

Un paseo por Dublín

[Stately, Plump Buck Mulligan came from the stairhead, bearing a bowl of lather on which a mirror and a razor lay crossed. A yellow dressinggown, ungirdled, was sustained gently behind him by the mild morning air. He held the bowl aloft and intoned:

            —«Introibo ad altare Dei.»]

El taxista que me recoge junto a la isleta de College Street no acaba de entender mis indicaciones. Se queda detenido ante el semáforo mientras intento explicarle que quiero llegar hasta la Torre Martello, pero se encoge de hombros y termino sacando el teléfono móvil del bolsillo y mostrándole un mapa para que saque conclusiones y sepa a qué atenerse. Observo cómo me dirige una mirada curiosa desde el espejo retrovisor mientras me advierte de que la carrera nos llevará una media hora y me pregunta de dónde vengo. Le respondo que de España. ¿Is this your first time in Dublin? Yes, it is, respondo, I’ve arrived just now. Le cuento, no sé por qué —quizás por demostrarle que no soy un novato absoluto, que algo sé acerca del territorio que ahora piso—, que en un par de ocasiones estuve con el poeta Seamus Heaney y él me cuenta que lo llevó una vez en este mismo taxi. El trayecto nos va expulsando lentamente de la ciudad y comienzan a aparecer carteles que anuncian la proximidad de Dún Laoghaire. Recuerdo que en mi niñez tuve un profesor de inglés que había nacido allí y me pregunto qué habrá sido de él, si continuará ganándose la vida por España, impartiendo clases en alguna academia, o si habrá vuelto a su tierra natal. Trato de contárselo al taxista, pero no acierto con la pronunciación correcta del topónimo y él me mira con una suerte de resignación complacida y asiente, dándome por imposible. La primera visión de la torre es fugaz, apenas una pared circular que se asoma tímidamente detrás de lo que parece una tapia, a la vera de un parquecito tan bucólico que parece imaginado. Me desabrocho el cinturón de seguridad, pero el coche, en vez de detenerse, avanza unos pocos metros y se detiene junto a la embocadura de lo que parece una calle sin salida. I think you should go this way, dice el conductor, que señala el punto exacto donde nos encontramos en la pantalla del teléfono que lleva adherido a la guantera a modo de GPS. Asiento y me percato de que acaso la vuelta resulte más complicada que la ida. Where could I find later a taxi around here?, le consulto. Se encoge de hombros: Someone will pass, I guess. Le doy las gracias.

Un hombre se asoma a la plataforma de tiro de la Torre Martello, en Sandycove.

"Se dice que Joyce tuvo que salir de aquí por piernas, a consecuencia de un incidente con un revólver cargado a medianoche, y que a la mañana siguiente escribió, o al menos bosquejó, el que sería el primer capítulo de Ulysses"

Sólo tengo que caminar unos pocos pasos para dar con la torre, que irrumpe de pronto a la izquierda de la calzada como una ensoñación sobrevenida. En algún momento se construyó a sus pies un anexo funcional que ahora hace las veces de vestíbulo para los visitantes. Escudriño el interior a través de las puertas de cristal y veo un mostrador atendido por una mujer de edad avanzada que charla amistosamente con un anciano. Él repara en mi presencia y sale a recibirme: Come in, you’re welcome. Hay una hospitalidad franca en su mirada, también en el timbre y el tono de su voz, habla como si entonara un antiguo salmo concebido para abrigar corazones ateridos. Extiende el brazo en un gesto de invitación y me muestra las estanterías y las vitrinas que amueblan esta suerte de zaguán y también los anaqueles que se intuyen en una sala anexa que no despierta tanto mi atención como la portezuela que se abre justo ante nosotros, tan estrecha y oscura que resulta imposible sustraerse a la atracción. Can I go upstairs?, pregunto. La mujer sonríe y él se entusiasma: Of course! I’ll go up with you. Las escaleras de caracol son tan angostas que casi hay que subirlas de perfil. En la estancia de la primera planta hay una cama, una mesa y algo parecido a una alacena. El conjunto evoca la apariencia que tuvo este lugar cuando se alquilaba a precios irrisorios para que estudiantes y bohemios vivieran entre sus paredes la ilusión de una juventud desarraigada. Unos peldaños más arriba, otra puerta abre la promesa de un cielo circular que anuncia la inminencia de la cumbre. Salgo a la plataforma de tiro con el sobrecogimiento de quien penetra en un espacio sagrado. Mi acompañante, que a pesar de su edad ha llegado hasta aquí con una soltura y una entereza envidiables, me explica que no es ésta la única martello que se levanta en el litoral de la isla, lo que aporta una justificación retroactiva a las indecisiones del taxista: los irlandeses las construyeron para protegerse de una plausible invasión napoleónica; nunca llegó a darse, pero han sobrevivido unas cuantas cuyas siluetas dibujan uno de los perfiles más reconocibles de las costas irlandesas. Todas se parecen, o al menos las que siguen más o menos intactas, pero ésta reviste una singularidad especial porque en ella residió a primeros del siglo pasado Oliver St. John Gogarty —que entonces era un estudiante de medicina y que con el paso del tiempo adquiriría fama como cirujano, político y escritor— y en su compañía pasó un jovencísimo James Joyce los días que transcurrieron entre el 6 y el 14 de septiembre de 1904. Se dice que tuvo que salir de aquí por piernas, a consecuencia de un incidente con un revólver cargado a medianoche, y que a la mañana siguiente escribió, o al menos bosquejó, el que sería el primer capítulo de Ulysses, ése en el que el gordo Buck Mulligan convierte, sobre este mismo suelo que ahora pisamos, el afeitado matutino en una ácida parodia de la liturgia católica. Introibo ad altare Dei, susurro, y el anciano se percata y sonríe. Se extiende ante nuestros ojos la grandiosa inmensidad del mar de Irlanda, moldeada por la silueta de un Dublín que se perfila al fondo y cuyos edificios resplandecen en el ecuador de esta mañana inusualmente soleada. A nuestros pies quedan el parquecito encantador que he podido ver a mi llegada, desde la ventanilla del taxi, y la playa de Sandycove. También la ensenada rocosa que llaman Forty Foot y en cuyas aguas desafía el frío un puñado de bañistas. Siento una emoción extraña: he estado muchas veces en lugares donde se desarrolla la acción de algunos libros muy queridos, pero nunca como ahora he tenido la impresión de encontrarme dentro de uno. Se lo comento a mi acompañante, It’s just this, y él asiente en silencio. Descendemos de nuevo hacia el vestíbulo. Han llegado otros dos hombres que, junto a mi cicerone y la mujer del mostrador, conforman la totalidad de la escuadra de voluntarios que se ocupa de cuidar la torre y atender a las visitas, que no deben ser abundantes a tenor del alborozo con que celebran mi presencia y del modo en que se congratulan cuando les cuento que soy escritor, que es mi primera vez en Dublín, que estoy recién llegado y que ésta es mi primera visita en la ciudad. Uno de ellos está asistiendo a clases de español y me dice que ha leído a Carmen Martín Gaite. Les pregunto dónde puedo encontrar un taxi y ellos mismos se ocupan de pedirme uno. Mientras llega, salgo a dar un paseo por los alrededores, por los jardines en cuyos bancos descansan paseantes solitarios que se embelesan en la contemplación del paisaje y por la ensenada en cuyas aguas se adentra en estos momentos una pareja que no parece sentir el menor miedo ante la eventualidad de una hipotermia. Cuando regreso, los voluntarios de la torre continúan allí y vuelven a darme conversación. Me enternece su condición de custodios insobornables, guardianes de un grial que casi nadie busca y que ni siquiera concede vida eterna, fundadores y únicos miembros de la que acaso sea la única Orden del Finnegans que merece llevar tal nombre. Me recomiendan unos cuantos lugares que, según su criterio, debo visitar en Dublín, pero les aclaro que estoy allí sin la menor expectativa. I just want to take a walk. Sólo el que me acompañó hasta lo alto de la torre llega a captar la broma, y sonríe de nuevo antes de despedirme con un abrazo.

[Mr. Leopold Bloom ate with relish the inner organs of beasts and fowls. He liked thick giblet soup, nutty gizzards, a stuffed roast heart, liver slices fried with crust-crumbs, fried hencod’s roes. Most of all he liked grilled mutton kidneys which gave to his palate a fine tang of faintly scented urine.]

Earl Street, con The Spire al fondo.

No hay nada verdaderamente memorable en Eccles Street, o al menos la calle no responde a las expectativas que yo había depositado en ellas. Edificios de ladrillo rojo y aceras desiertas bajo un cielo en el que los nubarrones comienzan a ocultar cualquier atisbo de luz. El número siete lo ocupa una clínica privada, tal vez una residencia para ancianos, y no sé si la cuestión encerrará alguna clase de metáfora, una suerte de confirmación para quienes a lo largo del último siglo se han obstinado en preconizar la defunción de la novela. Maybe Dublin is right. No sé qué aspecto pudo tener esto en mil novecientos cuatro: ahora no es periferia —aunque le falta poco, no discurre lejos el Canal Real que delimita el costado norte de la ciudad antes de trazar la curva que hará desembocar sus aguas en el Liffey—, pero quizá lo fuera entonces. No me imagino a Leopold Bloom desayunando riñones tras una de estas ventanas, ni visualizo a Molly masturbándose al anochecer en un paisaje tan huérfano de épica. No he tenido que caminar demasiado para llegar hasta aquí. He subido desde el Gate Theatre por Parnell Square, he pasado junto al Rotunda Hospital y sus Jardines de la Remembranza, me he metido después por Frederick Street y he girado a la derecha por la Dorset, no más de quince minutos a pie desde el centro, pero en ese deambular la ciudad se ha ido transformando en otra, se ha despojado de las máscaras que exhibe ante quienes acuden aquí buscando el rastro de unas pocas vidas gloriosas, de algunas hazañas dignas de figurar en los anales, y se ha puesto las ropas de diario. Aquí hay negocios cerrados y portales que no tienen porches revestidos de un neoclasicismo impostado ni aparentan otra grandeza que la que les confiere su propia atribución menestral, son apenas un nombre y una placa, y a veces hasta cuesta encontrar ésta para dar con el número. El siete de Eccles Street, curiosamente, se exhibe de primeras, quizá por la misericordia de ahorrar a los caminantes como yo el esfuerzo de recorrer el trazado de una calle que no va a decirnos nada. Miro la esquina y vuelvo a mirarla, me pregunto si hay alguna clave que se me escapa, si realmente puede ser este edificio el mismo que tantas veces me había imaginado yo de un modo completamente diferente, y deshago mis propios pasos en dirección al sur con ese regusto amargo que deja el comprobar que la realidad no sólo imita a la ficción, sino que a veces la vulgariza.

[As he set foot on O’Connell bridge a puffball of smoke plumed up from the parapet. Brewery barge with export stout. England. Sea air sours it, I heard. Be interesting some day get a pass through Hancock to see the brewery. (…) Looking down he saw flapping strongly, wheeling between the gaunt quay walls, gulls. Rough weather outside. If I threw myself down?]

Puente de O’Connell.

"Un mero vistazo a las calles que desembocan en el gran bulevar ya permite intuir las costuras de un disfraz que se manifiesta plenamente como tal en cuanto me detengo junto a la escultura que inmortaliza a Joyce en el entronque con Earl Street"

Desde aquella fría noche navideña en que la señorita O’Callaghan verbalizó el secreto a bordo de un carruaje, todo el mundo sabe que siempre que se cruza el puente de O’Connell se ve un caballo blanco, pero son dos los que ahora arrastran por la calzada empedrada un coche con forma de calabaza cortesana que intuyo diseñada para acoger en su interior a parejas embelesadas en sueños principescos. El puente lleva el nombre del gran líder de la Irlanda católica y es uno de los que sortean la frontera que trazan las aguas del Liffey entre el norte y el sur de la ciudad. Es probable que en un principio los urdidores del bautismo tuvieran en mente lo efectista que resultaría el hecho de que la propia escultura del homenajeado se encontrase en el lado septentrional de la pasarela, justo en el arranque de la calle que también luce con orgullo indisimulado su nombre, pero en nuestros días el impacto queda deslucido —más bien se puede decir, directamente, que ya no es tal— por la irrupción en lontananza de The Spire. La que presume de ser una de las esculturas más altas del mundo es una columna de acero inoxidable que termina en punta y cuya altura alcanza los ciento veinte metros. Parece una gran antena instalada allí para mantener sintonizadas las rutinas del Dublín burgués, que se desenvuelve por sus alrededores con la soltura que otorga la costumbre, entre grandes sedes bancarias y edificios institucionales. Tanta pompa y circunstancia no deja de revestir un cierto engaño, porque las rentas más altas de la ciudad se avecindan, principalmente, al otro lado del río. En esta orilla anidan las viejas clases medias y los nuevos estratos surgidos de la precariedad, como queda de manifiesto a poco que uno tome distancia del espejismo de O’Connell y se adentre por sus vericuetos menos fotogénicos. Un mero vistazo a las calles que desembocan en el gran bulevar ya permite intuir las costuras de un disfraz que se manifiesta plenamente como tal en cuanto me detengo junto a la escultura que inmortaliza a Joyce en el entronque con Earl Street y, animado por el bullicio, resuelvo seguir andando calle arriba. A partir del cruce con Marlborough, la calzada deja de ser peatonal, la vía cambia su nombre por el de Talbot Street y las aceras estrechas se convierten en un mosaico humano tan distinto del que dejo a mis espaldas que Dublín parece una ciudad distinta. Personas de diversas razas y negocios de reputación ambigua comienzan a sucederse en un breve itinerario rectilíneo de aceras bacheadas y aromas indescifrables que conduce a los pies de Connolly Station, epicentro de un paisaje urbano de hechuras ferroviarias donde los caballos blancos emprenden el regreso a sur buscando la Beresford Place y la cúpula verdosa que remata The Custom House, testigo impasible del curso de un Liffey que vuelve a aparecer ante mis ojos y perfila entre brumas, al otro lado de las aguas, los contornos de un Dublín que se antoja a la vez brújula y mapa.

[Art has to reveal to us ideas, formless spiritual essences. The supreme question about a work of art is out of how deep a life does it spring. The painting of Gustave Moureau is the painting of ideas. The deepest poetry of Shelley, the words of Hamlet bring our mind into contact with the eternal wisdom, Plato’s world of ideas. All the rest is the speculation of schoolboys for schoolboys.]

Plaza del Trinity College.

Sala Larga de la biblioteca del Trinity College.

"En los jardines de la Fellow's Square se sientan estudiantes con libros sobre sus rodillas, y a la vuelta de la esquina el campanil preside las apacibles melancolías otoñales de la plaza principal del Trinity"

Hago disciplinada cola ante las puertas de acceso a la Sala Larga de la biblioteca del Trinity College. En otro tiempo esto tuvo que ser un espacio recogido cuyas esquinas concitaban a estudiantes y eruditos —los primeros, obligados a extraer lecciones provechosas de textos venerables; los segundos, deseosos de pasar las horas buscando en las palabras ajenas el sentido de sus vidas—, pero el nuevo culto al turismo masificado lo ha acabado convirtiendo en un gran zoco donde el grano comparte balanza con la paja. El reclamo es el Libro de Kells, por mucho que no sea completamente cierto —el volumen en cuestión se expone en una vitrina solitaria, en el epicentro de una sala concebida al modo de una cámara oscura, abierto por una de sus páginas menos memorables— y lo que realmente se ofrezca a los visitantes sean paneles con reproducciones de algunas de las prodigiosas ilustraciones que aquellos minuciosos monjes anónimos urdieron en algún momento del año ochocientos. Paso entre las reproducciones fotográficas y los carteles explicativos sin prestar más atención que la estrictamente necesaria para hacerme una idea de conjunto, me demoro unos minutos en la contemplación parcial del manuscrito inconcluso que constituye una de las manifestaciones más importantes del arte religioso medieval y emboco la escalera que conduce hasta una gran puerta coronada por el conocido aserto borgiano sobre la naturaleza paradisiaca de las bibliotecas. Al otro lado, la suntuosa Sala Larga se aparece como una revelación de lo sublime, apenas mancillada por el bullicio que causa la gran marea humana que se despliega bajo su bóveda. Ni de lejos debió de imaginar esta trulla el arquitecto Thomas Burgh cuando diseñó sus planos en las primeras décadas del siglo XVIII, y desde luego no creo que hubiesen podido vaticinarlo, por visionarios que fueran, cuantos profesores y universitarios pasaron por las aulas del Trinity College en las épocas en que la estancia se reservaba a la lectura y el estudio. Se exhiben en un lugar de honor el arpa de Brian Boru, la más antigua de Irlanda, y la copia del texto de proclamación de la república que leyó Patrick Pearse ante la Oficina de Correos el 24 de abril de 1916. Todo lo demás son metros y metros de anaqueles larguísimos en los que se alinean más de doscientos mil libros, vigilados por una colección de bustos de mármol que inmortalizan a algunas de las figuras más egregias de la cultura clásica y las letras británicas. Intento hacer tiempo recorriéndola de lado a lado, por ver si entre medias la multitud se dispersa y el espacio se desahoga, pero bastan un par de paseos para constatar que tal cosa no va a suceder nunca, porque no cesa la llegada de nuevos grupos de turistas y hay momentos en los que resulta imposible acercarse a las estanterías para tratar de escudriñar algunos de los títulos que atesoran. En el friso que separa el primer piso del segundo se especifican las materias que conforman cada sección, y hay al fondo otra puerta, cerrada, que da paso a otra sala, seguramente más pequeña y menos atractiva, reservada para los investigadores. Unas escaleras descienden hasta la salida, que exige pasar por una tienda de recuerdos donde sesudos ensayos sobre iconografía medieval comparten vitrina con imanes para la nevera. En los jardines de la Fellow’s Square se sientan estudiantes con libros sobre sus rodillas, y a la vuelta de la esquina el campanil preside las apacibles melancolías otoñales de la plaza principal del Trinity. Una fina lluvia comienza a escribir sobre los adoquines los primeros borradores de un futuro que aún está por corregir.

Talbot Street.

[He covered himself. How goes the time? Quarter past. Time enough yet. Better get that lotion made up. Where is this? Ah yes, the last time. Sweny’s in Lincoln place. Chemists rarely move. Their green and gold beaconjars too heavy to stir. Hamilton Long’s, founded in the year of the flood. Huguenot churchyard near there. Visit some day.]

Me la encuentro de casualidad cuando cruzo la Lincoln Place hacia el parque de Merrion Square, en busca de la esquina donde Oscar Wilde recibe a las visitas repantingado sobre una roca de perfiles turbulentos. Me acerco a curiosear a su escaparate y hay algo que no me cuadra en lo que observo: no se exponen allí medicamentos ni carteles de laboratorios farmacéuticos, sino que cada una de las pequeñas cristaleras dispuestas a ambos lados de la puerta parecen cobijar una suerte de santuarios artesanales elevados a la mayor gloria de ciertos nombres indiscutibles de las letras irlandesas. Me aventuro en el interior y el paisaje es aún más sorprendente. En una superficie diminuta delimitada por un mostrador curvo cuyo trazado nace y muere en la misma entrada, siete u ocho personas —que en un espacio tan exiguo se bastan para constituirse en multitud— hacen fotos y curiosean entre objetos que poco tienen que ver con la naturaleza primigenia del local. Me detengo bajo el umbral sin saber muy bien qué hacer. Come in, please, dice una voz a mi izquierda. Me giro y veo a un hombre de voz más que avanzada y sonrisa radiante que extiende su brazo para prolongar la invitación contenida en sus palabras. Constato que la Sweny’s dejó de ser una farmacia para convertirse en una especie de almoneda donde se rinde culto a quienes a lo largo de los años hicieron de Dublín una de las ciudades más literarias del planeta. Hay ediciones baratas de todas las obras de Joyce y de Wilde, cuya casa natal se conserva en una calle de aquí al lado, y también postales antiguas y guías turísticas. Where do you come from?, me pregunta el anciano con su voz elevándose sobre el tenue bullicio del local. Le respondo que vengo del norte de España, de una región que se llama Asturias, y él amplía su sonrisa —me recuerda al hombre de la Torre Martello, ¿pueden ser los de su generación los últimos custodios del secreto?— y me dice que la conoce, que ha estado en ella un par de veces y que, de hecho, allí nació uno de sus mejores amigos. Me cuenta que viaja a mi país siempre que puede y que me va a enseñar una guitarra que alguien le trajo desde Valencia en cierta ocasión. Se pierde por una estrecha puerta que conduce a lo que una vez fue la rebotica y sale con el instrumento. Es pequeñito, su caja tiene un color rojizo y el diapasón aparece rodeado por una decoración de motivos circulares. Se sienta junto a un mueble, lo coloca sobre sus rodillas y comienza a tañer sus cuerdas mientras canta una canción en gaélico cuyas palabras ininteligibles toman al asalto el aire contenido entre las cuatro paredes de la vieja farmacia para moldear el instante con un relieve de somnolencia alucinada. Termina, las cuatro o cinco personas que aún estamos allí dentro aplaudimos. Le cuento que durante el confinamiento me dio por aprender a tocar la guitarra y me pregunta si tocaría para él alguna canción de mi tierra. Todo el mundo sonríe aquí dentro, se ha creado un ambiente extrañamente hogareño y recojo entre mis brazos esa guitarrita en la que poco a poco voy arpegiando los acordes del «Romance de la Pola», la primera que me viene a la mente, no sé si porque su armonización es sencilla o porque desprende un aroma carcelario que casa bien con las vicisitudes biográficas de Oscar Wilde, que al fin y al cabo fue vecino del barrio. Termino y me aplauden y antes de irme adquiero una edición de bolsillo del Ulysses. No me decido a llevarme una pastilla de jabón aromatizado, en parte para no correr el riesgo de que se me derrita en los bolsillos y en parte para tener alguna asignatura pendiente que cumplimentar en el próximo viaje.

[Mr. Bloom put his face forward to catch the words. English. Throw them the bone. I remember slightly. How long since your last mass? Gloria and immaculate virgin. Joseph her spouse. Peter and Paul. More interesting if you understood what it was all about. Wonderful organisation certainly, goes like clockwork. Confession. Everyone wants to. Then I will tell you all. Penance. Punish me, please.]

Epitafio de Jonathan Swift en la catedral de San Patricio.

"Entre estos muros se interpretó por vez primera el Messiah de Hãndel, el 13 de abril de 1742, y es grato imaginar las emociones que tuvieron que embargar a todos los afortunados que se congregaron aquí dentro para ser testigos del prodigio"

La catedral de San Patricio apenas llama la atención. Sus dimensiones nada portentosas y la austeridad de su fábrica la convierten, a ojos del paseante despistado, en un mero complemento del parque que se abre a uno de sus costados. Por los caminos deambulan caminantes solitarios, retozan parejas en los bancos y en el césped se refugian algunos grupos de jóvenes que tratan de conjurar el frío de este atardecer de otoño. Hay una pequeña cola para entrar al templo, en el que se adivinan los ecos de las reconstrucciones modernas que pretendieron mantener una fidelidad absoluta al modelo original. Es bonita, pero no impacta del modo en que lo hacen otras arquitecturas que consiguen adecuar por completo su forma al fin trascendental para el que fueron concebidas e inducen ese sobrecogimiento o esa exaltación del ánimo con que cada periodo histórico ha pretendido subyugar a sus moradores. Las razones que otorgan una verdadera excepcionalidad a esta catedral, o al menos las tres que me traen a pasar en su interior el tiempo que resta hasta el atardecer, tienen más que ver con lo inmaterial que con lo concreto. Entre estos muros se interpretó por vez primera el Messiah de Hãndel, el 13 de abril de 1742, y es grato imaginar las emociones que tuvieron que embargar a todos los afortunados que se congregaron aquí dentro para ser testigos del prodigio. Cuenta la leyenda que aquí terminó de enloquecer por completo el poeta Antonin Artaud cuando comprobó que el bastón que traía era exactamente igual que el que portaba el santo titular, y es entre divertido y tierno recrear su incredulidad inicial, el estupor que debió de llevar después y el delirio que lo asaltó al final para no abandonarlo nunca. De esta catedral, por último, fue deán Jonathan Swift, cuya sepultura busco infructuosamente a lo largo de un par de merodeos hasta que una especie de intuición retardada me lleva a reparar en el único lugar donde no había indagado: el lienzo de la nave meridional que está justo al lado del mostrador en el que se despachan las entradas. Está allí su efigie en mármol y sus palabras en latín transcritas sobre una lápida que perpetúa su famoso y sarcástico epitafio, ése que luego reescribió Yeats convirtiendo la ironía antigua en un sincero síntoma de admiración. Imitate if you dare, / Word-besotted traveler; he / Served human liberty.

[This was a quandary but, bringing commonsense to bear on it, evidently there was nothing for it but put a good face on the matter and foot it which they accordingtly did.]

Estampa nocturna del Temple Bar.

Es tradición que en los pubs irlandeses, a eso de las ocho y media o nueve de la tarde, un grupo musical se atrinchere en cualquier esquina y comience a interpretar canciones para divertimento y solaz de unos parroquianos que, aferrados a sus pintas de cerveza negra, abandonan las conversaciones y las cuitas y se prestan a cantar y bailar y corear lo que haga falta con tal de llenar las horas que restan hasta la medianoche. El ritual, que para los autóctonos no es tal porque se sustenta sobre algo que les resulta tan cotidiano y natural como esta lluvia que cae con insistencia a medida que las temperaturas se precipitan hacia abismos invernales, reviste para los foráneos unas connotaciones entre atávicas y tribales, como si subyaciera en él la esencia de algo primigenio cuyo sentido último comprendemos, por más que su formulación se nos escape. La escena es recurrente y se repite por toda la ciudad, pero cobra consistencia de fenómeno colectivo en las calles que conforman el Temple Bar, que son a grandes rasgos las que se extienden al sur del puente de O’Connell, más o menos entre las puertas del Trinity College y la Winetavern Street, cuyo propio nombre ya ofrece pocas dudas. Mi hotel está en Dame Street y la gran ventana que se abre junto a una de las camas de mi cuarto da a una calle secundaria hasta la que llegan los ecos de esas polifonías desacompasadas en las que concurren gargantas ebrias y enronquecidas en las que resulta imposible discernir cualquier veleidad de virtuosismo. Intento concentrarme en la lectura, pero inevitablemente me sacan de las páginas del libro las armonías ruidosas y confundidas de composiciones que desconozco. Presto atención de vez en cuando, por si consigo distinguir alguna melodía razonablemente familiar. Me gustaría que sonase la canción de Molly Malone, con cuya efigie en bronce me he cruzado hace no mucho, mientras me perdía y me reencontraba por las calles colindantes tras mi salida de la catedral, y aún más que en algún momento se interpretara en cualquier pub «The Lass of Aughrim», que en esta noche podría ser para mí la canción más hermosa y más triste del mundo. Pero no se parece siempre la vida a la literatura, y nada de eso ha ocurrido cuando apago la luz de la lamparita e intento conciliar el sueño, con las voces resonando algo más leves en el exterior —ya se aproximan a las doce las manecillas del reloj, mañana será día laborable, no hay coartadas que permitan incurrir en grandes excesos— y me pregunto si en este preciso instante cruzará el puente de O’Connell algún caballo blanco, mientras Dublín apura los últimos latidos del presente y la lluvia, obstinada, sigue cayendo sobre los vivos y los muertos.

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